QUÉ ES UN PADRE
Por Héctor Fenoglio
El rio, la película de Tsai Ming-Liang, es la historia de un hijo y su padre, o de un padre y su hijo. Está rodada en Taipei, pero podría ser New York, Sidney o Buenos Aires. En realidad, más que una historia es una pregunta: ¿qué es un padre? Y a la vez ¿qué es un hijo?
Xiao, el hijo de más o menos 20 años, desprecia profundamente a su padre (del que no sabemos su nombre, ni que tampoco importa). No hay, no hubo ni habrá ser más despreciable que su padre. Además de no trabajar, su padre es homosexual. Gusta de encontrarse con jóvenes en los saunas. Sin embargo su padre lo busca, quiere encontrarlo, tal vez quiera encontrarse. Pero no hay forma.
Escuché decir que El rio es una película sobre la incomunicación, la de ellos y la nuestra. Puede ser. Me señalaban la escena donde el hijo sale de su cuarto, donde pasa por el living en el que su padre está comiendo, cuando éste lo mira extrañado y el hijo vuelve rápido a su cuarto. El padre, por supuesto, sigue comiendo. Sin palabras. Es cierto. Pero me pregunto: ¿acaso si hablaran se comunicarían? Presiento que aunque hablaran durante millones de años, aún así, no llegarían a comunicarse. Algo atroz está pasando entre padre e hijo.
Xiao, el hijo, enferma. Toda la película es un terrible dolor en el cuello. Hasta que, después de un largo peregrinar por médicos, masajistas, curanderos, acupuntura, comida tradicional y demás, el padre lleva a su hijo a un lugar del interior del país para consultar un maestro taoísta. Duermen juntos en la cama matrimonial de un lúgubre hotel de provincia.
El maestro tan sólo es un voz en el teléfono. Le dice al padre: “Está cortado el meridiano del cuello. Debo esperar a que los dioses bajen durante la noche. Llámeme a las 6 de la mañana”. Lo llama de madrugada para tan sólo escuchar: “Anoche los dioses no han bajado, llame nuevamente mañana a la misma hora”. Otra vez, como siempre, un largo y vacío día por delante.
Pero esa noche Xiao va a un sauna. Por un largo pasillo en penumbras andan cuerpos envueltos en toallas amarillas. A cada costado muchas puertas entreabiertas invitan a entrar. En cada una alguien espera. Xiao nerviosamente ocupa la cama de un cuartucho vacío. Y espera. Al rato un cuerpo joven espía, pero se va. Entonces Xiao se levanta y clausura la puerta. Después de una eternidad vuelve a levantarse, abre la puerta y sale al pasillo. Está vacío. Lo va recorriendo hasta que ve una puerta entreabierta. Entra. En la oscura penumbra se abraza con un hombre mayor que lo masturba entre tibias caricias. Aunque logró lo que buscaba, Xiao, sin embargo, piensa en su pobre madre que quedó en la ciudad, tan sola y tan triste.
De repente, sin saber cómo, en la penumbra de ese cuartucho, siente en la cara el cachetazo definitivo de su padre, de ese hombre tan tibio. El mundo se le derrumba, el corazón le sale por la boca. Los dioses han bajado.
Después sólo se les ve la cara de acostados, otra vez, en la cama matrimonial. Uno tal vez llora, el otro debe estar pensando. A las 6 de la mañana el padre vuelve a llamar al maestro: “ya puede llevarlo al médico —escucha—, los dioses han bajado”. Y se vuelven a la ciudad.
La historia de Xiao y su padre es tan bella que merece dejarla aquí, como hizo Tsai Ming-Liang. Pero voy a seguirla por dos razones: una es por Xiao, el hijo, y la otra es por el padre. Voy a empezar por el hijo, o tal vez sea por el padre, porque ¿cómo diferenciarlos? Es cierto que el padre buscaba un encuentro con su hijo, pero también es cierto que nunca llegaba a jugarse entero. Tal vez lo avergonzaba su homosexualidad, o alguna otra cosa, no se sabe, pero lo cierto es que nunca se jugaba entero por ese encuentro. Xiao, por su lado, tenía razón en rechazar rabiosamente a su padre por cobarde y embustero, y en reclamarle “¡viejo: jugate de una vez!”. Pero al mismo tiempo él hacía lo imposible para que su viejo no se jugara, apostando cada vez más alto a su derrota. Ahora bien ¿no era también a su propia derrota? ¿Cómo salir de ser hijo sin reconocer a un padre?
Hoy todos reclamamos, y hasta de mala manera, de que aparezca un padre, como si un padre fuera algo tan fácil de aparecer como un automóvil o una hamburguesa. Pero un padre no es una cosa, como tampoco algo que esté ya hecho y que uno pueda encontrar por ahí. Un padre es un encuentro, pero no con él, sino con uno. O mejor dicho, con él y con uno, simultáneamente; pues no hay padre si no hay hijo, en el buen sentido del término, es decir, del que reconoce a un padre. Es tan cierto de que hoy faltan padres tanto como de que hoy faltan hijos, porque es obvio que no puede haber el uno sin el otro. Y si me detengo tanto en el hijo es por la sencillísima razón que es desde allí de donde sale un padre, pues ¿de qué otro lado podría a salir?
Pero Xiao lo buscó hasta lo último, incluso hasta ir al sauna para encontarse con él, y para que a su padre no le quedaran más alternativas que de un sí o de un no. Hasta allí llegó su extrema lucidez y valentía, y es por eso podemos decir que Xiao, realmente, es UN HIJO. Pero aunque reunamos en un solo abrazo a toda la valentía de todos los hijos del mundo, aún así, no lograríamos que un padre sea padre si es que él no hace lo suyo. Pero en ese instante decisivo el padre de Xiao no se quedó atrás pues, después de la masturbación (de la que nadie sin comprometer su propia dignidad puede afirmar que él sabía que era su hijo) en vez de huir avergonzado lo enfrentó y lo paró con ese definitivo cachetazo, por el que Xiao lo encontró y se encontró.
En ese instante bajaron los dioses; allí el mundo se derrumbó y volvió a nacer. Allí apareció UN PADRE. Puto, vago y cobarde, pero de todos modos apareció. ¿Fue por la valentía de Xiao o por la valentía de su padre? Pero, ¡qué importan las causas cuando lo maravilloso acontece!
Con tremenda tristeza sabemos, sin embargo, que en nuestro mundo capitalista, donde ser buen padre tan sólo significa mantener la casa, no cometer delitos, ser buena persona y salir los domingos con joggins y zapatillas muy blancas, el padre de Xiao lleva todas las de perder. Y que Xiao, como hijo, también. Por eso, nuestro más querido homenaje a ellos, y a Tsai Ming-Liang, nuestro nuevo amado director de cine.