PSICOANÁLISIS DE LAS CRISIS PSICÓTICAS
Por Héctor Fenoglio[1]. Enero 2010.
En las crisis psicóticas el paciente experimenta un quiebre, un estallido, un derrumbe o un ataque, generalizado e insostenible, tanto en su interior como en su exterior, que lo deja sin capacidad de respuesta.[2] Esto se manifiesta en que, o bien ya no puede sostener el devenir más elemental de su vida y, por ende, cae en un estado de padecimiento extremo (pasivo o furioso); o bien es tomado [3] por completo por su posición delirante y sostiene desde allí una ruptura casi total con el mundo. Para el entorno familiar, ambas posibilidades significan momentos de gran angustia, desesperación y hasta de espanto.
La mayoría de los profesionales consideran a las crisis psicóticas como situaciones muy peligrosas para la integridad física y psíquica del paciente, por lo cual el objetivo prioritario y urgente –como si se estuviera ante un incendio– debería consistir en “ahogar” o “apagar” la crisis, lo más rápido posible y de la manera en que se pueda. En tal sentido, la respuesta casi automática y más habitual se reduce a: 1) control farmacológico masivo y estricto y, 2) control y vigilancia institucional. Es decir, la internación. Sin embargo, semejante reducción es altamente cuestionable.[4]
CRISIS Y DEMANDA
Es muy fuerte y arraigado el prejuicio de que los psicóticos en crisis no están en condiciones de tomar decisiones de ningún tipo, por lo que se hace necesario decidir casi todo por ellos. Este prejuicio, sumado al terror por la supuesta alta peligrosidad para sí y/o para terceros [5] del psicótico en crisis, viene permitiendo y hasta propiciando internaciones innecesarias sin recurrir antes a otro tipo de medidas más adecuadas, como la internación domiciliaria, el hospital de día, etc. De esta manera se termina, en lo clínico, despojando al psicótico de su posición de sujeto reduciéndolo a mero objeto de manipulación, y en lo político, justificando la violación de los derechos humanos de los pacientes, quienes no son tenidos en cuenta a la hora de tomar decisiones importantes sobre su vida.[6]
El tratamiento psicoanalítico, por el contrario, requiere que el paciente se haga cargo de sus decisiones. Hay dos grandes modelos de plantear el tratamiento de la enfermedad mental: o bien la decisión y el deseo del paciente de curarse es imprescindible y decisivo, o bien no lo es y lo único eficaz es la acción química de los fármacos. Para nosotros, el deseo de curarse es imprescindible y, en ese marco, la medicación es uno de los recursos más importantes en nuestra terapéutica. Pero en todos los casos es necesario que la persona quiera curarse. Es necesario, incluso, exigir una demanda formal en tal sentido.[7] Esta demanda es la manera en que un paciente se agarra de la punta de la soga de un tratamiento mientras nosotros tiramos de la otra punta para ayudar a sacarlo de la situación en la que está. Con una soga se puede tirar, pero no se puede empujar: si el paciente no desea curarse, si no se agarra fuertemente de la soga, o la suelta, nadie ni nada lo puede empujar ni obligar a curarse. Las crisis psicóticas no son una excepción a esta regla.
La condición del respeto irrestricto a las decisiones del paciente y/o familiares, y la necesidad de contar con su acuerdo para llevar adelante cualquier medida terapéutica que propongamos, no sólo es, entonces, una condición ética-política insoslayable, sino que también, y principalmente, constituye el punto de apoyo necesario e imprescindible para plantearse cualquier tratamiento. Sin esta condición, es imposible la emergencia y el despliegue del deseo de curarse.
El objetivo de “ahogar” la crisis, a contramano de lo anterior, contiene la idea de que, una vez desatada, no se puede hacer nada productivo mientras dure; entonces sólo resta esperar que pase lo más rápido posible. Esta idea, sin embargo, es un grave error, mezcla de indolencia e ignorancia, pues toda crisis es una oportunidad inmejorable para establecer o relanzar el vínculo terapéutico.[8] Si bien es cierto que en la crisis el psicótico cae como sujeto, o es tomado por el delirio (es decir, se quiebra la relación con el Otro), nuestra práctica nunca debe plegarse ni acentuar ese camino de eclipsamiento del sujeto sino todo lo contrario, es decir, desde el vamos debemos incluir al Otro y convocar al psicótico a que se sostenga como sujeto.
Cuando somos convocados de urgencia para actuar en la crisis de un paciente que no conocemos,[9] para ambos es la primera crisis juntos, aunque él antes haya pasado ya por otras.[10] La manera como actuemos allí será decisiva para el desarrollo posterior: si “ahogamos” la crisis no podemos pretender, después, establecer un vínculo psicoanalítico cuando, en su momento más difícil, no lo tratamos como sujeto. Aun en medio del vendaval, debemos saber ubicarlo y respetarlo como sujeto y, además, hacer que todos los demás lo respeten y traten como sujeto, especialmente su familia. Si logramos hacerlo, lo más probable es que el psicótico establezca de inmediato un vínculo firme y franco con nosotros.[11]
Toda crisis tiene una historia. Una tarea inmediata e imprescindible es comenzar a conocer esa historia: cuándo comenzó, cómo comenzó, si se daba cuenta de lo que le estaba pasando, cómo reaccionó la familia, el entorno, etc. Historizar la crisis se inserta y se continúa, a la vez, con el trabajo de historizar la vida entera del paciente y su familia, lo que conduce a preguntarse cómo es que llegó a esta situación tan crítica.[12]
Toda crisis, además, tiene sentido: por qué le pasa esto, quién es responsable, que debe hacerse, etc. Como terapeutas debemos respetar y partir del punto de vista del psicótico; de ninguna manera es aceptable que, bajo la excusa de ser claros y directos, despleguemos un ataque frontal contra el punto de vista que constituye la locura del psicótico, es decir, contra su delirio, su alucinación, o lo que sea. Nuestra tarea consiste en acompañarlo, sin aceptar ni confirmar su punto de vista, pero sí con pleno respeto del mismo, sin caer en la posición autoritaria de supremacía exclusiva que nuestra cultura otorga al punto de vista del adulto normal medio asimilado a sus normas y valores.
Ayudarlo a atravesar la primera crisis juntos, respetando su punto de vista: esa es nuestra tarea.
Diferente es cuando el psicótico está en tratamiento a nuestro cargo y se produce una crisis severa. Es muy común que el propio profesional a cargo (y la familia) la considere como un índice indudable de que el tratamiento anda mal, y de que el paciente está peor. Y no sólo eso, también es común que lo inunde la angustiosa idea de que su trabajo es un desastre. En mi caso, a pesar de los muchos años de tratar crisis psicóticas y de estar muy seguro de lo que hago, debo confesar que en tales ocasiones siempre me asalta el mismo pensamiento: ¡¿Quién carajo me manda a meterme en esto?! Y, a la vez, me invade un imperioso deseo de huir. Pero en ese mismo instante también vuelvo a saber que esa angustia arrolladora es la experiencia contra-transferencial inevitable de asistir a una crisis psicótica, y recién cuando la experimento estoy seguro de haber hecho contacto efectivo con el paciente y que, además, recién allí se abre la posibilidad cierta de encontrar un punto de apoyo transferencial real y eficaz. A tal punto esto es así, que me animo a afirmar que mientras no se haya atravesado esa angustia, no se habrá entrado en contacto ni acompañado una crisis psicótica, como tampoco encontrado un punto de apoyo transferencial firme y claro.[13]
Junto a lo anterior, también se nos impone la idea de que un tratamiento bien llevado o que anda bien, no debería atravesar crisis. Sin embargo, el tratamiento mejor llevado y con mejores resultados no necesariamente es aquel en el que no aparecen crisis; la aparición de una no implica necesariamente un retroceso o que algo ande mal, al contrario, bien puede ser un momento muy fecundo para la salud del paciente y/o su familia.[14]
Una crisis psicótica no llega por casualidad. Tampoco es el resultado inevitable de ser psicótico, pues hay muchos psicóticos que no están en crisis y tantos otros que hace muchísimo tiempo que no tienen una. Una crisis psicótica, por supuesto, no puede aparecer sino en el marco de una condición psicótica,[15] pero no aparece en cualquier momento y circunstancia, sino cuando la persona estalla al no poder enfrentar ni sobrellevar la acumulación de los conflictos que la vida le presenta. Repito: la crisis psicótica no es un desajuste electroquímico azaroso del cerebro, vaya uno a saber por qué, sin ton ni son, un puro sin sentido. No, la crisis psicótica tiene historia y tiene sentido.
Pero más allá de que sean para mejor o para peor, lo que es innegable es que las crisis psicóticas son más probables y más desestabilizadoras que las crisis neuróticas, y la razón de esto radica en que la condición psicótica es altamente inestable en un mundo estructurado sobre la base de parámetros neuróticos reales. Por ello, entonces, aunque sea por mera resignación empírica, deberíamos aceptarlas como posibles y hasta inevitables. A partir de aquí, mejor que desear de manera timorata e irresponsable ¡Ojalá que no venga ninguna otra crisis!, lo que los terapeutas deberíamos hacer es prepararnos y, sobre todo, preparar al paciente, para la próxima crisis.[16]
Nuestra tarea ante las crisis bajo tratamiento, entonces, no sólo se amplía, sino que también ahora contamos con mayores y mejores recursos. Toda crisis bajo tratamiento se anuncia, tiene signos precursores. Nosotros, como terapeutas, debemos saber leerlos, comunicárselos al paciente y, sobre todo, ponerlo a trabajar sobre los mismos: desorganización del tiempo y actividades, pérdida de rutinas de sueño/vigilia, querellas o proyectos alocados, etc. El paciente, en primer lugar, tiene ante sí la tarea de “apropiarse de su crisis” y manejarla lo mejor que pueda; antes las cosas fueron al revés: esas fuerzas siempre fueron ajenas a él, se apropiaban de su vida y lo manejaban. En segundo lugar, el paciente sabe muy bien que está muy bien acompañado, que en su terapeuta tiene un aliado incondicional para enfrentar la crisis: juntos preparan el combate, disponen las fuerzas familiares, los recursos económicos, ponen a resguardo las posibles problemas familiares (esposa, hijos) y sociales (trabajo, etc.). Se piensan los diferentes escenarios complicados que pueden aparecer, se establecen dispositivos de alarma y procedimientos de acción ante cada circunstancia, etc. Todo esto en pos de un objetivo: el paciente tiene que salir entero de la crisis, y, de ser posible, victorioso.
Ayudar al psicótico a gestionar su crisis, anunciándosela, preparando el combate y acompañándolo en su atravesamiento, es nuestra tarea en las crisis bajo tratamiento.
El final de la cura del psicótico (fin de análisis), es otro artículo.
FIN
Una vez pasada la crisis, el trabajo consiste en un psicoanálisis de cada detalle, de cada momento, qué se hizo bien, qué se hizo mal, qué pudo haberse hecho y no se hizo, por qué no se hizo, etc. El psicoanálisis de todas las crisis anteriores, y la minuciosa preparación de las por venir, son uno de los carriles privilegiados del tratamiento psicoanalítico del psicótico.
Hay muchos pacientes psicóticos que nunca entran en crisis, pero tampoco están bien; andan como a la deriva, sin rumbo, sin pasión, como esperando algo que nunca les llega. Ante estos casos, uno muchas veces se sorprende pensando: «¡Qué bien le vendría una crisis!». Este no es un pensamiento loco o irresponsable, sino que manifiesta que las crisis, aunque son desesperantes y lo último que alguien quisiera pasar, son, a la vez, una verdadera oportunidad, una puerta abierta a la vida. Y al abismo.
Cuando enfrentamos una crisis no tenemos ninguna garantía de que las cosas vayan a salir bien, pero debemos encararla con la seguridad de que vamos a hacer todo lo que está a nuestro alcance y que lo vamos a hacer bien, aun cuando no sepamos exactamente qué vamos a hacer, qué medidas debemos implementar, etc. Es decir, confiar en nuestra experiencia, en nuestra práctica y en nuestra buena fe. Las cosas, por supuesto, siempre pueden salir mal, nadie puede asegurar el resultado. Contra todos nuestros deseos, hay que decir que, por supuesto, no hay manera de asegurar el salto. El vértigo, la angustia previa al salto, es inevitable. Si no la hubiera sería índice de que no hay salto. Y si, de nuestra parte, no hay salto, entonces no hay tratamiento posible de la crisis psicótica. Sólo hay un «como si».
Por todo esto reafirmo que las crisis son una oportunidad inmejorable para establecer o relanzar el vínculo terapéutico con el psicótico, como también para remover las imposturas del lugar del analista conque la burguesa nos carcome y pudre el deseo.
[1] Todo lo que digo aquí se basa en mi experiencia de más de 20 años atendiendo psicóticos. Primero en el SAS, Servicio de Atención para la Salud ; después en el Equipo de Salud del Taller de Pensamiento, y desde el 2006 en el Centro de Salud, Arte y Pensamiento LA PUERTA , del cual soy director general. Cuando digo “nosotros”, hablo desde la experiencia del Equipo de Atención del Centro LA PUERTA.
[2] Algunos de los índices objetivos más comunes de una crisis psicótica son: pérdida o grave alteración de los ritmos de sueño/vigilia, de hábitos de comidas e higiene y de lazo social (aislamiento/querellas); desorganización del tiempo y del espacio; excitación psicomotriz extrema.
Algunos índices subjetivos más comunes son: predominio pleno de la posición delirante (persecución, poderío, revelación mística, etc.); invasión y dominio de fenómenos alucinatorios intrusivos (voces, miradas, sensaciones cenestésicas. etc.); proyectos e intentos suicidas; proyectos e intentos de ataque a terceros; depresión profunda, episodios maníacos o hipomaníacos, etc.
[3] Es difícil en psicosis hablar de “identificaciones”, si bien se ha utilizado la expresión “Identificación masiva” para señalar el carácter absoluto e inamovible de tales estados.
[4] No estamos en contra de toda internación, ni consideramos que sean una especie de tortura o provoquen un trauma irreversible al paciente. Lo que decimos, simplemente, es otra cosa: más que estar en función del cuidado del enfermo, muchas veces la internación se decide en función de la protección y el resguardo profesional, ante un posible juicio por mala praxis o, directamente, por no saber qué otra cosa hacer. El criterio más claro para decidir una internación, en cambio, es tener en mente la externación: qué objetivos buscamos, que trabajo hacer al respecto y cuanto tiempo llevará cumplirlo. Si no, la internación simplemente consiste en sacarse de encima un problema.
Otra cosa: Mala praxis es, efectivamente, “no hacer lo que hay que hacer”; pero también (y esto se olvida muy a menudo) “hacer lo que no hay que hacer”, es decir, cuando “es peor el remedio que la enfermedad”. Amputar un miembro para prevenir una grangrena cuando todavía no es necesario, es mala praxis.
[5] El concepto «peligrosidad para sí y/o para terceros» es en extremo ambiguo. Lo que sí es claro, sin embargo, es que no es sinónimo de «crisis psicótica».
[6] Negamos que el respeto a la voluntad del paciente y/o sus familiares sea una imprudencia profesional que tome a la ligera las posibles conductas peligrosas. Para los casos de real peligro a terceros, alcanzan las mismas garantías que para todo el mundo, allí debe actuar la ley; pero antes de la ley, debe desplegarse el trabajo terapéutico sobre la voluntad y el poder de decisión del paciente y su familia, implementando todas las medidas posibles que protejan la vida, la salud y los bienes propios y ajenos.
[7] La demanda de “cura”, tanto en las psicosis como en las neurosis, está expresada en relación a las dificultades y problemas reales y puntuales que se padecen y no pueden resolver.
[8] Sobre el “vínculo terapéutico con psicóticos”, ver mi texto FRANQUEZA PERFECTA, Ediciones LA PUERTA , Bs.As. 2010.
[9] Por lo general somos convocados por la familia y/o amigos del paciente. Muy pocas veces el paciente consulta solo.
[10] Willy Apollon, en Tratar la psicosis, Ed. Polemos, Bs.As., también habla de “La primera crisis”, pero no se trata de lo mismo; él se refiere a “la primera crisis” que el paciente tiene cuando ya es parte del Centro “388” y está en un tratamiento en curso.
[12] Esta simple tarea de “relatar” es, sin embargo, de gran importancia terapéutica, pues obliga al paciente a tomar distancia de la inmediatez de sus vivencias psicóticas y a escindir su discurso entre el acto de relato (en el presente) y los hechos relatados (en el pasado). Esto abre una tregua en el continuo “tabletear de las ametralladoras” propio de los fenómenos de las crisis psicóticas. Al respecto, ver mi libro LA TELÉPATA , un psicoanálisis de la alucinación y el delirio.
[13] Con la expresión punto de apoyo transferencial busco reduplicar la famosa afirmación de Arquímedes sobre la potencia mecánica de la palanca: «Dadme un punto de apoyo, y moveré el mundo».
[14] Una crisis psicótica puede, en este sentido, ser equiparable a una crisis de angustia neurótica.
[15] Las psicosis, a mi entender, no son en sí mismas una enfermedad sino una condición, tal como la condición de ser neurótico, ser hombre, ser mujer, ser homosexual. Esto quiere decir que un psicótico jamás se volverá neurótico, y viceversa. A la condición Lacan la denomina estructura.
[16] Sobre este punto, compartimos lo expresado por Willy Apollon en Tratar la psicosis en cuanto al sentido y manera de trabajar las segundas crisis. Sobre su criterio de “cura” de “la tercera crisis”, la que sería la última crisis del paciente, nuestra experiencia es diferente pues, a nuestro pesar, puede que no sea la última.