EL SABER Y LA DISOCIACION
Por Héctor Fenoglio
Hoy todos sabemos que la histeria, de acuerdo a los síntomas predominantes —«somatizaciones» en un caso, fobias en el otro—, se clasifica en histeria de conversión e histeria de angustia. Y también sabemos que, a pesar de presentar sintomatologías tan distintas, tienen idéntica estructura: en ambos casos es la represión y el retorno de lo reprimido el mecanismo que las produce. Ahora bien, ¿cómo lo sabemos? Tanto la represión como el retorno de lo reprimido no son fenómenos observables, sino teóricos mecanismos intrapsíquicos que se postulan para explicar ciertos hechos. Lo sabemos, entonces, por haberlo leído o escuchado. Pero, ¿hay en la histeria algún fenómeno, aparte de la conversión y las fobias, que nos permita llegar a saber algo de ella desde la experiencia? Sí: los fenómenos de disociación.
I
Veamos en qué consiste la disociación a través de una historia.
Desde chico Guido siempre veraneó en la casa de sus abuelos en Miramar. En esa ciudad tenía, además, muchos familiares con los que compartía concurridas y ruidosas sobremesas. En ellas nunca faltaba quien le preguntara: «¿Y, ya conseguiste novia?» A los 48 años, sin haber tenido jamás una novia, ya no sabía qué contestar. Por eso decidió cortar por lo sano y pasar el próximo veraneo en Monte Hermoso. Reservó un hotel y viajó. Una vez instalado bajó a la playa. Y allí se desencadenó lo inesperado: súbitamente vio que todo el mundo estaba en familia y que el único sin compañía era él. Antes de que pudiera hacer nada, lo invadió un terrible desconcierto; sentado en la arena, bajo el sol ardiente de mediodía, lloró desconsoladamente. Volvió al hotel como pudo y durmió. Despertó a la tardecita bastante recompuesto; se bañó y salió a cenar. Se acomodó en un restorán, abrió la carta y miró a su alrededor: entonces vió, de nuevo, que todos estaban acompañados menos él; se levantó, recorrió ahogado en llanto las pocas cuadras que lo separaban del hotel, y se desplomó en la cama. Cuando pudo conciliar el sueño, el sol comenzaba a brillar sobre el mar. Despertó al mediodía; no podía dejar de repasar, una y otra vez, toda su vida. La sola idea de ir a la playa lo aterrorizaba. Entonces volvió a Buenos Aires.
Nunca antes Guido había sentido una angustia semejante, aunque motivos no le faltaron. El sueño de su vida, desde jovencito, siempre fue muy claro: a los 30 años, como máximo, tener un buen trabajo, un hogar, mujer e hijos. Pero las cosas salieron al revés: ya tiene 48 y nunca tuvo novia, hace 15 años que está sin trabajo y nunca se fue de la casa de sus padres. A pesar de que no estaba conforme con su vida, siempre se justificaba diciéndose: “Todavía tengo tiempo, ya voy a conseguir un trabajo, conocer una mujer y casarme”. Sin embargo, la realidad de los últimos 20 años fue muy otra: se fue quedando solo y encerrado, sin poder salir de su casa salvo para hacer los trámites más intrascendentes, acorralado por la vergüenza y la impotencia. En ese marco fue que llegó el fatídico día en Miramar.
Meses después del episodio en la playa, Guido comenzó un tratamiento psicoanalítico. Desde el primer día no dejó de preguntarse: «¿Cómo pude estar tanto tiempo engañándome? ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo se lo explico a alguien cuando ni yo mismo me lo puedo explicar?» Podemos resumir su actual situación de la siguiente manera: no se encuentra en el mismo lugar en el que estaba antes, cuando justificaba su aislamiento sin sentir la menor angustia, sino que ahora es consciente de que está mal, es decir, sabe que está mal, y ha asumido con total entereza que debe hacer algo para solucionar el problema del que, tal como reconoce, es el único responsable; pero el hecho de haber caído en la cuenta de que se venía engañando, es decir, de saber que antes se engañaba, no ha modificado en nada su conducta, pues sigue sin poder salir de su casa en procurar de lo que quiere: un trabajo, una mujer, amistades, etc. Esta conducta, que antes le resultaba familiar y no lo inquietaba, ahora en cambio le resulta ajena y angustiante; pero a pesar de saber que se engañaba y de hacer ahora un gran esfuerzo para conducirse de otro modo, la manera antigua, sin embargo, se le sigue imponiendo a pesar de su voluntad.
Esta historia nos permite enfocar el fenómeno de la disociación y señalar en él un aspecto decisivo, que muchas veces se olvida o directamente se desconoce. Antes del ataque de angustia en la playa, podemos decir que Guido «negaba» el hecho de que estaba mal, y de esa manera conseguía al menos mantener alejada de la conciencia la angustia que le provocaba su situación. ¿La disociación consiste, entonces, en este «negar» y no hacerse cargo del hecho de que él estaba mal? De ninguna manera; a pesar de no poder reconocerlo de frente, Guido siempre supo, de manera lateral y confusa, que estaba evitando lo inevitable, es decir, reconocer su malestar y tomar cartas en el asunto. El solo hecho de evitar las situaciones que podían recordarle su malestar indica, de manera indirecta pero patente, que sabía muy bien lo que evitaba. Tanto el acto de evitar enterarse, como el asunto mismo que se evitaba, estaban en un mismo campo de realidad; y si alguien le señalaba la realidad que estaba evitando reconocer, él se angustiaba, se enojaba o huía, lo que prueba que no la desconocía.
Distinta es la situación después del ataque de angustia: ahora reconoce estar mal, sabe bien lo que tendría que hacer, pero no lo puede hacer. Antes, su conciencia no registraba ningún conflicto en su vida, sino que, por el contrario, justificaba sus carencias y frustraciones diciendo «Todavía tengo tiempo…»; no sólo no estaba ni entraba en conflicto consigo misma, sino que reconocía a todos sus actos y haceres como propios y dentro de una misma unidad coherente; ahora, en cambio, su conciencia siente que una parte de sí, de sus actos y haceres, no es suya, al mismo tiempo que no puede dejar de reconocer que sí lo es. Pero la situación no termina allí; su conciencia, además, padece esta disociación y pagaría cualquier precio por erradicarla, pues tiene plena conciencia de su impotencia para remediarla. Ahora, ante la irremediable incapacidad para resolver la disociación, el juego de evitación en la que antes estaba embarcado le parece cosa de niños.
No es, entonces, como lo angustioso, lo abochornante, o lo que hay que evitar a toda costa el modo en que lo disociado se presenta ante la conciencia, sino que se presenta bajo la forma de lo inaccesible. Lo inconsciente, por tanto, no puede simplemente entenderse como aquello que la conciencia reprime y mantiene alejado de sí en lo inconsciente, dejando así la sensación de que podría volver a admitirlo cuando ella esté en condiciones de hacerlo; por el contrario, lo que no se puede desconocer ni olvidar es que lo inconsciente resulta inaccesible a a la conciencia por intermedio de los modos más propios de su proceder, y ello es así especialmente en el caso de que lo quiera con toda su voluntad. Consciente e inconsciente no son las dos mitades de una misma manzana; por el contrario, son campos o registros de naturaleza radicalmente diferentes.
II
¿Cómo entender esta inaccesibilidad, esta diferencia radical entre ambos registros?
Dice Freud: «Cuando comunicamos a un paciente una idea por él reprimida en su vida y descubierta por nosotros, esta revelación no modifica en nada, al principio, su estado psíquico. Sobre todo, no levanta la represión ni anula sus efectos, como pudiera esperarse, dado que la idea antes inconsciente ha devenido consciente. Por el contario, sólo se consigue al principio una nueva repulsa de la idea reprimida. Pero el paciente posee ya, efectivamente, en dos lugares distintos de su aparato anímico y bajo dos formas diferentes, la misma idea...El levantamiento de la represión no tiene efecto, en realidad, hasta que la idea consciente entre en contacto con la huella mnémica inconsciente después de haber vencido las resistencias. Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión. A primera vista parece esto demostrar que la idea consciente y la inconsciente son diversas inscripciones, tópicamente separadas, del mismo contenido. Pero una reflexión más detenida nos prueba que la identidad de la comunicación con el recuerdo reprimido del sujeto es tan sólo aparente. El haber oído algo y el haberlo vivido son dos cosas de naturaleza psicológica totalmente distinta, aunque posean igual contenido».
La esencia del pasaje se resume en la frase: «Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión», entendiendo que «huella mnémica» aquí es equivalente a «recuerdo reprimido». Analicemos, entonces, un aspecto del fenómeno del recuerdo. Resulta por demás claro que la experiencia de recordar haber dado un beso, por ejemplo, es de naturaleza totalmente distinta que la experiencia de dar realmente un beso, por más que ambas tengan igual contenido; mientras la primera es una experiencia que se desarrolla íntegramente en el llamado mundo interior, la segunda, en cambio, acontece en el mundo exterior y en contacto con otra persona. ¿Es esta diferencia a la que se refiere Freud cuando dice que «El haber oído algo y el haberlo vivido son dos cosas de naturaleza psicológica totalmente distinta»? No, Freud no se refiere aquí a la diferencia entre las experiencias en el mundo interior y otras en el mundo exterior, sino que las dos experiencias que busca distinguir se desarrollan íntegramente en el llamado mundo interior. Podemos aproximarnos a esta entender esta diferencia concibiendo a tales experiencias como dos formas diferentes de recordar. Pero ¿cómo entender un recuerdo que no se diferencia de la experiencia viva?
En todo recuerdo se presentan dos realidades que debemos distinguir: por un lado está lo que Freud llama el «contenido», es decir, la idea, el significado o la imagen de, por ejemplo, «dar un beso»; por otro lado está el acto mismo de recordar. Entre ambos lados usualmente se produce la siguiente relación: mientras que lo que llamamos el «contenido» se ubica siempre en el pasado, el acto de recordar siempre es actual, presente y es, valga la redundancia, en acto. Entre ellos, además, se establece una relación de mutua exclusión: mientras soy conciente o percibo el «contenido» del recuerdo, el acto de recordar queda en entre bambalinas y no lo veo, no soy conciente de él; y al revés, si fijo mi atención en el acto de recordar, dejo de percibir el «contenido» del recuerdo. Del fenómeno del recordar lo más común es que sólo retengamos el «contenido», y sintamos que en eso consiste y que allí se agota toda la experiencia del recordar; sin embargo, una vez que quedan señalados ambos lados del recordar, es fácil ver que, mientras el «contenido» está irremediablemente perdido en el pasado, el acto de recodar, en cambio, es actual, real y efectivo, es decir, es la única experiencia viva que está ocurriendo aquí y ahora. Una manera sencilla y gráfica de expresar lo mismo es diciendo que lo único que se puede recordar es el «contenido», mientras que al acto no se lo puede recordar pues, si se lo recuerda, deja de ser acto y pasa a ser «contenido» de otro acto.
«La naturaleza psicológica totalmente distinta» a la que se refiere Freud entre «El haber oído algo y el haberlo vivido», debe entenderse, entonces, como la diferencia que media y se establece entre el «contenido» del recuerdo y el acto de recorda. En el recuerdo disociado, el «contenido» ocupa todo el fenómeno, dejando siempre fuera de la conciencia al acto de recordar; en cambio, en el acceso a la conciencia del recuerdo reprimido como la repetición , el acto y el «contenido» coinciden siendo una y la misma cosa.
Para finalizar, una última cuestión: ¿cómo accedimos nosotros a saber la disociación: por «haber oído algo» de ella o por «haberla vivido»?
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