LA EXPERIENCIA PSICOTERAPÉUTICA


LA EXPERIENCIA PSICOTERAPÉUTICA
            Héctor Fenoglio. Febrero 2009.

Antes de abordar la manera de trabajo en los diferentes dispositivos terapéuticos de LA PUERTA, es necesario pensar lo que entendemos por tratamiento psicoterapéutico y por cura, y las diferencias que existen en el tratamiento con neuróticos y con psicóticos.
¿En qué consiste un tratamiento psicoterapéutico? En el sentido más amplio, un tratamiento psicoterapéutico consiste en una experiencia.
Por lo general, cuando decimos experiencia entendemos o hacemos referencia a la experiencia que realizamos con objetos y sucesos exteriores a nosotros, ajenos e independientes del experimentador; y cuando decimos saber por experiencia nos referimos al saber que obtenemos por esas vías. A esta experiencia se la denomina empírica, sensible u objetiva, y todo lo que podamos llegar a saber a partir de ella se dice que está basado en la experiencia y la observación. Muchos creen que la práctica clínica psicoanalítica es una experiencia de este tipo, lo cual es un despropósito.
Hay otras maneras de concebir lo que es una experiencia. Nietzsche, en relación al proceder filosófico, dice lo siguiente: Lo que un filósofo es, eso resulta difícil de aprender, pues no se puede enseñar: hay que «saberlo», por experiencia, — o se debe tener el orgullo de no saberlo. Pero que hoy todo el mundo habla de cosas con respecto a las cuales no puede tener experiencia alguna, eso es algo que se aplica ante todo y de la peor manera a los filósofos y a los estados de ánimo filosóficos.[1]  Cuando Nietzsche habla aquí de saber por experiencia no se refiere a la experiencia empírica antes señalada, sino a que en ciertos asuntos, para llegar a saber, es necesario que en cada uno hayan madurado las condiciones propias para acceder a dicho saber: De las cosas (entre ellas los libros) nadie puede comprender más de lo que ya sabe. Carecemos de oídos para las cosas a las cuales no nos han dado aún acceso los acontecimientos de la vida.[2]  A este tipo de experiencia la llamaremos experiencia propia.
En la experiencia objetiva lo que se adquiere es información sobre el mundo, lo que no es poco, pero sí limitado y acotado a ese ámbito; en la experiencia propia, en cambio, lo fundamental no radica en la información objetiva sino en otro lado. Cuando decimos «hoy es un día frío» decimos algo relacionado con el estado del mundo, con lo objetivo; en cambio, cuando decimos «yo tengo frío» decimos algo referido al sujeto de la experiencia, con lo subjetivo. ¿A esta experiencia subjetiva es a la que se refiere Nietzsche?[3] De ninguna manera. 
Tanto la objetiva como la subjetiva son experiencias relativas; ambas se constituyen en relación a una realidad exterior y anterior a la misma experiencia: al objeto, en un caso, al sujeto, en el otro. Toda experiencia relativa, tanto subjetiva como objetiva, no puede alterar la realidad a la que se refiere y de la cual se sostiene, por la razón de que esa realidad siempre estará fuera de su alcance; es, en palabras de Kant, trascendente a la experiencia relativa. La experiencia propia, en cambio, es otro tipo de experiencia: no sólo no se funda en algo exterior a sí misma sino que, además, está más allá de la oposición entre objeto y sujeto; en ella los objetos preexistentes estallan y el sujeto nunca sale siendo el mismo que el que entró a la experiencia. La expresión idiomática lo sé por experiencia nos puede acercar bastante al sentido de la misma. A esta experiencia propia bien podemos definirla como absoluta, por el hecho de que ella no es relativa a nada exterior a sí misma.
¿Qué tipo de experiencia es la psicoanalítica? No cabe duda que es una experiencia propia: lo que se busca y espera de un tratamiento psicoanalítico es justamente una transformación íntima decisiva en quien hace la experiencia, en el sujeto de la experiencia[4], es decir, en el paciente. Se supone que el psicoanalista, por su parte, no busca ni obtiene transformaciones íntimas importantes como resultado de su praxis, aunque haya ocasiones excepcionales en las que un tratamiento es desencadenante de procesos que modifican no sólo su praxis analítica sino también su posición personal en el mundo (discutiremos esto más adelante). La experiencia analítica, con sus rasgos de artificialidad, aun cuando en apariencia parece no consistir más que en hablar, en realidad consiste en el desarrollo de una relación real y efectiva entre paciente y analista, inmersa y parte, a su vez, de una inmensa red de multifacéticas relaciones en la que está contenida. A esta relación la denominamos transferencia. Las transformaciones íntimas pero reales que se pueden producir en el paciente, se producen porque participa activamente en esa relación real y efectiva con otra persona, con el terapeuta; relación viva, actual y tan real (y hasta más real) que la que tiene con su padre, madre o su pareja. Estos rasgos generales son los mismos para toda experiencia psicoterapéutica, tanto sea con neuróticos o psicóticos.

¿Cómo se llega a establecer tal relación? Aquí comienzan las diferencias. En un caso, es el propio neurótico quien demanda o solicita una terapia. Lo hace, al menos, por dos razones. Una, porque esta padeciendo algunos hechos que le generan graves sufrimientos (impotencia sexual, constantes peleas con los otros, ideas obsesivas que lo abruman, etc.); otra, porque ha llegado a la conclusión que, de alguna manera, él no es ajeno sino que es el primer responsable de los problemas que padece. En este sentido, desde el psicoanálisis decimos que el paciente toma ha transformado a sus padecimientos en síntomas, es decir, productos que tienen un sentido dentro de un conflicto vital del que, para bien y para mal, él es el principal protagonista.
Con el psicótico las cosas son diferentes. También él siente que padece de muchos problemas en su vida, pero por lo general los considera ajenos a su propia responsabilidad, haciéndole cargo de ellos a su familia, a los otros o al mundo en general; de allí que lo más común sea que la familia es quien consulta y traiga a tratamiento al paciente. No podemos aquí, por lo tanto, hablar de síntoma es sentido psicoanalítico.
Todo lo dicho, sin embargo, es muy impreciso y sólo tiene un sentido muy general pues, en las neurosis, es frecuente tener que realizar un trabajo de poner en régimen el síntoma, es decir, lograr que el paciente dé a su padecimiento un sentido; como también es frecuente en las psicosis lo contrario, es decir, que el paciente signifique de muchas maneras, y a veces hasta por demás, sus padecimientos, y que se haga cargo de los mismos.
A pesar de todas las diferencias, una tarea central de las entrevistas iniciales de una psicoterapia, tanto con neuróticos como con psicóticos, es establecer, de manera explícita y formal, el pedido o demanda de tratamiento. En esto no hay diferencias: todo el mundo tiene que establecerla de manera clara y formal, y en ella debe constar cuáles son los problemas que quiere resolver y cuáles los objetivos que anhela alcanzar. Sin esto no debería comenzar ningún tratamiento. Los neuróticos por lo general lo que buscan simplemente es desembarazarse de los síntomas, dejar de estar mal, volver a estar bien.

La experiencia psicoterapéutica, entonces, tiene un objetivo y un sentido: la cura. Para el paciente neurótico, la cura consiste en desembarazarse de los problemas, en dejar, como se dice, de estar mal y volver a estar bien. Pero nosotros, como terapeutas, no tenemos el poder (por suerte) de desembarazarlos de sus problemas y listo. ¿En qué consiste, desde nuestro lado, la experiencia de cura? En la experiencia de cura neurótica, fundamentalmente en que el paciente caiga en la cuenta, se da cuenta, le caiga la ficha, asume o, según la expresión tradicional, haga conciente algo (un asunto, un hecho, una actitud, un recuerdo, etc.) del que no quiere saber nada. Este hacer conciente, más que un mero recordar algo olvidado o perdido, en realidad es un auténtico reconocer algo que hasta ese momento venía alejando de sí porque le resultaba doloroso e insoportable. Este alejar y mantener alejado de sí es una maniobra que el paciente no realizaba ya de manera deliberada y conciente sino que lo hacía mecánicamente, sin darse cuenta de ello, aunque ponía y perdía en ello muchísima energía y, de alguna manera, lo debía registrar; de igual manera, el reconocimiento de lo alejado y de la maniobra de alejamiento tampoco lo puede hacer de manera voluntaria o deliberada, por el contrario, ese reconocimiento siempre se hace a contrapelo de su voluntad, sin darse cuenta, tropezando o de manera sorpresiva. La tarea del terapeuta, entonces, es disponer las cosas de tal manera para que esas posibilidades se hagan reales; no es apelando a la buena voluntad del paciente ni a su búsqueda conciente, sino a ciertos caminos y encrucijadas en apariencia laterales, indiferentes, insospechados o invisibles de tan cercanos. El análisis de los sueños y la intervención sobre la transferencia son dos de esos caminos fundamentales.
Este hacer conciente o reconocer lo reprimido no es posible sin la presencia del otro; esto es así porque, por un lado, librado a su propia suerte, aun cuando algo de lo insoportable alcance la conciencia, en el mismo instante se vuelve a tomar distancia de ello y es olvidado de inmediato; la presencia del otro, del terapeuta en este caso[5], actúa así como testigo material y existencial que no deja caer en el olvido lo ocurrido. La relación con el terapeuta, por otro lado, es también el campo en el que se actualiza, de manera viva y real, las posturas e imposturas fundamentales del ser con otro de cada cual; por fuera de esa actualización efectiva nada puede transformarse, y toda referencia a la realidad sería teórica, pura representación[6].
El reconocimiento de lo reprimido genera un cambio en el punto de vista en que está ubicado el paciente, un verdadero reacomodamiento en toda su estructura personal-real. Este movimiento de pasaje de un punto de vista a otro es lo que denominamos que el paciente dialectiza, haciendo referencia a un movimiento dialéctico de aufheben, de negación, conservación y superación del primer estado en el segundo. Estos movimientos de cambio de punto de vista o aufheben van desde lo más cercano, lo que aparece de manera inmediata, hacia zonas que están fuera de la conciencia o de los intereses inmediatos, hacia los recuerdos y eventos de la infancia o adolescencia, a maneras mínimas pero decisivas de nuestro ser, a fantasías antiguas y perseverantes, etc. De esta manera se van como limpiando sectores, curando infecciones locales, resolviendo conflictos parciales, haciendo tratados de paz regionales, etc. En el transcurso de este trabajo llega un momento donde los síntomas por los que se había consultado desaparecen, y ya no se está mal. Se registra aquí, en este momento, un movimiento muy curioso: el paciente que deja de estar mal descubre que no solo puede no estarlo sino que ahora, si se lo propone, puede estar realmente bien. Este es un momento de viraje en el tratamiento de neuróticos. Muchos pueden llegar hasta aquí, hasta dejar de estar mal, y está bien. El tratamiento cumplió con sus objetivos. Pero otros vuelven a apostar o, mejor dicho, redoblan la apuesta, entreven otra posibilidad, se dan cuenta de que en realidad nunca estuvieron realmente bien y la apuesta, una apuesta ahora posible, es a estar bien como nunca antes lo estuvieron en la vida. Éstos enfilan hacia una experiencia terapéutica conocida como fin de análisis. Esta experiencia es, precisamente, el fin del psicoanálisis, en los dos sentidos de fin: uno, más allá de eso, o una vez atravesada esa experiencia, no hace falta más psicoterapia, finaliza la psicoterapia; otro, entendiendo fin como finalidad u objetivo de la psicoterapia, es que más allá de la terminación de la psicoterapia prosigue el psicoanálisis de cada uno, pero prosigue no ya dentro de una relación psicoterapéutica, sino en el entramado de las relaciones personales en el trabajo de construcción de hechos y realidades en el mundo.
Cada psicoanalista debe trabajar en y desde el fin de análisis. En primer lugar, desde su propio fin de análisis (volvemos a la experiencia propia), pero también desde el fin de análisis de cada paciente, aún cuando el paciente se encuentre en la primer entrevista. Nunca sabemos hasta donde quiere, puede y va a llegar cada paciente; a cada uno se lo debe ver desde la mayor experiencia de plenitud y ser posible de su vida, nunca limitarlo a que solo deje de estar mal. El que deje de estar mal no es, en verdad, nuestro verdadero trabajo ni objetivo, eso es una consecuencia lateral e inevitable de hacer conciente lo inconciente; nuestro verdadero trabajo es acompañar y, si podemos, ayudar a que cada quien haga conciente en la mayor medida posible, despliegue el máximo de su ser y llegue a ser lo más real que pueda, es decir, a que llegue a estar realmente bien.

La psicoterapia con psicóticos plantea grandes diferencias comparado con el tratamiento de neuróticos. La primera diferencia aparece de inmediato en la modalidad de la demanda y en el lugar que ocupa la familia en el tratamiento. Como ya dijimos, el pedido de tratamiento, por lo menos en la instancia inicial, por lo general no lo realiza el psicótico sino su entorno (familia, amigos, juez, etc.). El psicótico sufre de innumerables problemas, pero no los transforma en síntomas de algo que no funciona en su vida sobre lo que él tiene responsabilidad, sino que los adjudica a razones ajenas a él (a los demás, al mundo, al cielo, a la fisiología, etc.). Ante esto se plantea un trabajo similar que con el neurótico, de hacerse cargo de las cuestiones que debe y puede hacerse cargo, desde la demanda de tratamiento, pactos de convivencia con los demás, etc. Este aspecto incluye desde el inicio a la familia, que nunca deja de ser parte constitutiva del tratamiento; y junto con la familia toda la comunidad. La comunidad terapéutica pasa a ser el ámbito más propicio y natural del trabajo terapéutico sobre esta faceta más neurótica del psicótico; y esto es así porque la transferencia psicótica, a diferencia de la transferencia neurótica, implica que sea necesario la inclusión del Otro (excluido del discurso delirante) en vivo y directo, encarnado en personas, relaciones y reglas actuales y efectivas, no sólo experienciadas mentalmente. Las sesiones de psicoterapia individual, entonces, tienen su fundamente y eje no en la relación única con su terapeuta, sino en la relación transferencial institucional con toda la comunidad terapéutica. Es ésta en su conjunto la que ocupa el lugar del Otro en vivo y en directo, con todos sus recursos y dispositivos propios: asamblea, multifamiliar, etc. En la transferencia con psicóticos este lugar es muy difícil de sostener por un terapeuta solitario, y es imposible si lo quiere sostener desde su consultorio a la manera neurótica[7]. En relación al trabajo con esta faceta más neurótica podemos reconocer que es posible que el psicótico dialectice, es decir, que opere cambios de posición o puntos de vista al estilo del neurótico, pero siempre dentro de la manera psicótica, o sea, en vivo y directo. Es por ello que la familia y la comunidad, campo real donde el psicótico despliega los conflictos que el neurótico despliega en su discurso con el terapeuta (el Otro), deben estar incluida desde el inicio en el tratamiento.   
Pero, por otro lado, es necesario lo opuesto: que el psicótico y su familia tomen cabal conciencia que enfrentan hechos que escapan a su responsabilidad, ante los cuales, en lo inmediato, solo cabe buscar alguna manera de manejarse o convivir con ellos: fenómenos automáticos elementales motrices, sensibles o mentales; alucinaciones de diverso tipo, etc. Estos fenómenos, los más molestos y que generan mayor sufrimiento tanto al psicótico como a su familia, no dialectizan, es decir, no los podemos abordar de manera directa ni indirecta, de ellos no derivan asociaciones ni permiten asentar sentido alguno. Ante ellos la cura psicoterapéutica en lo inmediato se revela ineficaz e impotente, y sólo cabe recurrir a la terapia psicofarmacológica. Pero debe entenderse que esta impotencia e ineficacia sólo lo es en lo inmediato, puesto que el trabajo psicoterapéutico a mediano y largo plazo tiene efecto sobre ellos, a la manera de la psicoterapia clásica, es decir, como efecto secundario, como efecto asociado al trabajo constante de hacer conciente lo inconciente. La extensión, la profundidad y alcance de los cambios también son a la manera de la psicoterapia tradicional, varían en cada persona, son singulares, y dependen también del cuadro inicial. 
Esto nos lleva a la siguiente cuestión: la experiencia y posición (estructura) psicótica, ¿es un campo único y homogéneo como el de las neurosis? El plural de Las psicosis, ¿remite a diversos cuadros, como en las neurosis, o a diferentes estructuras? En las psicosis veo, por lo menos, tres grandes posiciones bien diferentes: por un lado las esquizofrenias (en sus distintas variantes), por otro la posición maníaco depresiva y, por último, las posiciones delirantes. Cada una de ellas plantea modalidades transferenciales diferentes como también problemáticas radicalmente distintas a la psicoterapia. Estas diferencias deberemos tratarlas por separado en otro momento[8]. En cuanto a las características comunes, una razón poderosa para considerarlas un campo único y homogéneo es, como ya señalamos, su posición subjetiva muy similar ante padecimientos muy diferentes, es decir, la de no considerar a sus padecimientos como síntomas de algo que no anda bien en sus vidas y de lo cual deben hacerse responsables. Como también ya señalamos, esta des-responsabilización no es injustificada (tratarlos así sería tratarlos como neuróticos), ya que son sede de fenómenos automáticos elementales que no generan interpelaciones a su vida, ni admiten, al menos inicialmente, abordaje psicoterapéutico directo; sin embargo, la psicoterapia también produce efectos sobre ellos, a la manera psicoanalítica más clásica, es decir, por efecto secundario del trabajo de hacer conciente lo inconciente.     

Agregado: La manera directa e indirecta de operar del psicoanálisis.

            Vale la pena desplegar con mayor detalle un aspecto de gran importancia en el proceso terapéutico y de cura que vengo señalando de la siguiente manera: la remisión de lo síntomas[9] no se produce ni alcanza por un ataque directo o frontal sobre los mismos, sino de manera indirecta, es decir, por un efecto secundario o asociado del trabajo de hacer conciente lo inconciente reprimido.
A un hombre con trastornos de erección, jamás se nos ocurriría, como terapia psicoanalítica, indicarle maniobras tales como que mire videos porno, que se excite manualmente, que piense en otra cosa, que use alguna crema o, directamente, que pruebe con otra persona; no sólo porque esto nada tiene que ver con el psicoanálisis sino también porque, y aunque sea una ridiculez hay que recordarlo, al paciente ya se le ocurrieron y probó con esas y otras mil maniobras por el estilo, sin que le dieran el menor resultado. Por eso, justamente, consulta. Lo mismo sucede con todos los demás síntomas: rituales obsesivos, fobias, etc. 
            A la conciencia o a la subjetividad del paciente, el síntoma se le presenta como un «cuerpo extraño» que le provoca sufrimiento y constante malestar, ajeno a su ser, del que no puede entender cómo llegó a su vida ni qué relación tiene que él. Se le presenta, además, como enigmático y sin sentido, lo que en la tradición psicoanalítica se señala con la expresión «opacidad del síntoma»: no deja pasar la luz ni la refleja.
Este es el asunto que quería destacar: a pesar de postular al síntoma como resultado del retorno de lo reprimido, como el último eslabón de una cadena asociativa que comienza en un complejo ideo-afectivo inconciente reprimido, no es posible, sin embargo, recorrer el camino inverso de manera directa, es decir, remontar el curso asociativo que le dio origen, partiendo ahora del síntoma hasta llegar al origen reprimido. De la superficie del síntoma no se producen asociaciones ni emerge ningún sentido, es un área de tierra estéril; es inútil tratar de entrar por él pues allí no hay puerta (de entrada al menos). Con esto quiero indicar que el síntoma no dialectiza, que esa fijeza, esa opacidad, esa repetición monocorde e idéntica no es sólo patrimonio de los fenómenos automáticos elementales propios de la psicosis. El síntoma, entonces, tampoco dialectiza de esa manera, es decir, de manera directa; pero sí lo hace de manera indirecta.[10]
¿Qué hacemos entonces? Entramos por la primera puerta que encontramos abierta, es decir, por cualquier punto del que emerjan o salgan asociaciones de manera espontánea o «libre», cualquiera sea el asunto, ocurrencia, recuerdo de que se trate; a esta disposición terapéutica de no elegir por donde entrar sino de estar atento a las puertas que se abren, la tradición analítica la llama «atención flotante».
            La mayor parte del tiempo terapéutico transcurre en la persecución de estas asociaciones siempre en fuga, como quien remonta un gran río partiendo de un pequeño riacho perdido entre los cientos o miles que hay en el delta de su desembocadura en el mar, hacia el corazón de las tinieblas, hacia territorios antiguos y olvidados, como la primera infancia, o hacia zonas desconocidas y salvajes, como las pasiones más bajas e inconfesables. Verdadero trabajo de demolición por saturación: pacientemente va horadando la ladera de una montaña gigantesca hasta que los cimientos ceden y caen sobre él gigantescos volúmenes de sentido. Sucesivos aufheben, reconocimientos parciales iluminadores y aliviantes; constantes y crecientes reconciliaciones consigo mismo. Hacia el final, hundimiento definitivo de toda la montaña más amada, emergencia de las angustias y miedos más atroces, de lo insoportable, aquello que nunca quisimos entrever y menos que menos enfrentar. Final de juego, fin de análisis.
            El psicoanálisis no trabaja sobre el síntoma ni busca, de manera directa, su remisión; he aquí uno de los principios que está en la base de nuestra praxis y hace a su misma esencia. El trabajo directo sobre el síntoma es sugestión, lo que, por supuesto, no está prohibido y algunas veces puede alcanzar la remisión del síntoma; pero lo que jamás puede alcanzarse por esta vía es el reconocimiento de lo reprimido y la reconciliación consigo mismo, es decir, hacer conciente lo inconciente.
Este trabajo, estrictamente psicoanalítico, se desarrolla de dos maneras complementarias: de manera indirecta y de manera directa. En los últimos párrafos lo que estamos destacando es la manera indirecta, la más clásica, la que apunta y trabaja sobre lo que usualmente se señala como lo “interior”, la que tiene en la interpretación de los sueños su modelo ejemplar y que, curiosamente, en los últimos decenios ha sido casi dejada de lado y su elaboración abandonada, como si fuese un asunto ya acabado. Podríamos decir que esta manera indirecta es un acceso o nos «da la posibilidad tratar lo real mediante lo simbólico»[11].
Por otro lado, no hay que confundir la sugestión con el trabajo psicoanalítico de imposición de condiciones e indicaciones terapéuticas, ni con las intervenciones en lo real de la transferencia; estas, a diferencia de las anteriores, son maneras directas que no operan sobre el síntoma ni se refieren a él, no trabajan sobre lo “interior” sino directamente en el tiempo y espacio real de la relación con el paciente, como decíamos antes «en vivo y en directo» (esta manera la hemos trabajado más arriba). Podríamos decir que esta manera directa es, a la inversa de la anterior, un acceso o nos da la posibilidad de tratar lo simbólico mediante real.

***
Dejemos la neurosis y volvamos a las psicosis. El delirio consiste en una experiencia no inmediata sino mediata de la realidad, en la que se establece un juicio[12] sobre experiencias inmediatas o directas, un juicio sobre la experiencia de la realidad, a la que impropiamente podríamos llamar “bruta”, que  afirma o niega que las cosas sean de tal o cual modo[13]. Como la que realiza tal juicio es la propia conciencia, el delirio, a la inversa del síntoma, siempre es vivido como algo propio y se impone con la fuerza de lo propio. A la conciencia o a la subjetividad del paciente, entonces, el delirio no se le presenta como un «cuerpo extraño» que le provoca sufrimiento y constante malestar, como algo ajeno a su ser, del que no puede entender cómo llegó a su vida ni qué relación tiene que él; tampoco como algo enigmático y sin sentido; todo lo contrario, se le presenta pleno de sentido, como una y la misma cosa que el propio ser: el psicótico ama a su delirio más que a sí mismo. El trabajo con el delirio, entonces, a la inversa que con el síntoma, en primera instancia debería tratar de generar una brecha entre el delirante y su delirio, es decir, generar un interrogante en la posición delirante desde la cual emerge[14].
A mi entender, las tres diferentes posiciones psicóticas que señalé con anterioridad —las esquizofrenias, la maníaco-depresiva y las delirantes—, a pesar de las enormes diferencian que las separan, sostienen una posición delirante primaria común o compartida: la de no considerar a sus padecimientos como síntomas de algo que no anda bien en sus vidas y de lo cual deben hacerse responsables[15]. Esta des-responsabilización de la conciencia del psicótico se nos aparece como un intento de negación de su realidad, en la que siempre intervienen, con mayor o menor peso, sino ya un delirio hecho y derecho, al menos ideas o actitudes delirantes[16]. El trabajo psicoterapéutico sobre esta actitud o posición delirante primaria es, como dijimos, intentar abrir y establecer una brecha entre la idea delirante y la conciencia que la sostiene. Este trabajo es posible si el terapeuta se introduce e instala en el seno del conflicto psicótico que, ha diferencia del conflicto neurótico entre las instancias psíquicas del yo y el ello, se desarrolla entre las instancias psíquicas del yo y el mundo exterior[17]. Este trabajo de establecer de manera clara los parámetros del conflicto psicótico y trabajar sobre él es un buen ejemplo de lo que llamé la manera directa de operar del psicoanálisis[18], manera que la el sentido común diría que trabaja sobre lo “exterior” o sobre la realidad exterior.        
Pero antes también ya señalé que esta des-responsabilización no es totalmente injustificada, dado que, en mayor o menor medida, todos los psicóticos padecen diversos «cuerpos extraños», desde fenómenos automáticos elementales, alteraciones del ánimo, hasta complejas alucinaciones, todos fenómenos que, finalmente, no sienten como propios ni tienen el menor sentido para ellos. Las alucinaciones, por ejemplo, al contrario del delirio, son un verdadero «cuerpo extraño». La alucinación, para quien la vive, consiste en una experiencia inmediata y directa de lo real: se escuchan voces, se ven personas, se tienen sensaciones corporales; todos estos hechos están ahí, “ante los ojos”, por lo que resulta imposible dudar de su existencia. En el testimonio de los alucinados no aparece la menor vacilación o ambigüedad, no dicen: tuve la impresión de que.., me pareció que.., sentí que..; por el contrario, dicen: escucho voces, siento un huevo dentro de la cabeza, etc. Sean agradables o desagradables, estos fenómenos se imponen a la conciencia alucinada como algo real, algo independiente y autónomo, algo ajeno a la conciencia, que meramente los recibe sin reconocerlos como productos propios, como sí lo hace con los recuerdos, las creaciones de su imaginación o los delirios.

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Con estas observaciones lo que quiero destacar es que no hay, en las psicosis, una única y principal manera de estructurar el abordaje psicoterapéutico; siguen siendo fundamentales tanto lo que llamé manera indirecta como la manera directa. En cada uno de los dispositivos, por ejemplo, en la asamblea, en musicoterapia o en las sesiones individuales de psicoterapia, puede que se privilegie uno u otro camino, incluso puede que no se privilegie uno u otro camino por dispositivos sino en los diferentes momentos en un mismo dispositivo, etc. Hay que pensarlo y elaborarlo.
Por último, creo importante que podamos en nuestro trabajo pensar un destino de la pulsión muy dificultoso de abordar; me refiero a la sublimación.              



[1] NIETZSCHE, F., Más allá del bien y del mal, Editorial Alianza, Madrid-Buenos Aires, 1993, pág.158.  
[2] NIETZSCHE, F., Ecce Homo, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, págs. 49-50.
[3] No es nada raro que se tome al «perspectivismo» nietzscheano como un mero subjetivismo.
[4] Si hablamos de curación, vemos que la persona que cura, el médico, no considera al paciente sujeto de la curación, sino objeto. Así, el tratamiento se transforma, objetivamente, en puro calco del médico y no permite al enfermo ninguna posibilidad de expresarse subjetivamente. En este sentido nosotros decimos que la curación es una forma de control porque, desde el momento en que no hay expresión subjetiva por parte del enfermo, el tratamiento no genera otro resultado que la reproducción objetiva del juego del capital. Sucede lo mismo en la fábrica, donde el obrero se reproduce a través de su producto. Como el producto del trabajo del obrero es del patrón, de la misma manera el producto de la curación del enfermo pertenece al médico. Franco Basaglia, La condena de ser loco y probre. Alternativas al manicomio, Ed.Topia, Bs.As, 2008.
[5] Esta función de testigo ha sido y sigue siendo ejercida por otras personas e instancias en nuestra como en otras culturas.
[6] No se puede vencer en esfingie/en abstencia decía Freud.

[7] En LA PUERTA este lugar lo venía cumpliendo y sosteniendo el Equipo de Atención.
[8] En mi escrito La Telépata, un psicoanálisis de la alucinación y el delirio, mostré una manera de abordar los cuadros alucinatorios delirantes.
[9] Cuando hablo de síntomas doy por sentado que siempre me refiero a la neurosis. Teóricamente se los entiende como productos del retorno de lo reprimido, satisfacción sustituta, etc. Antes me he referido a lo que podemos llamar el lado “fenomenológico” de esto, es decir, a los índices clínicos efectivos que aparecen en la neurosis, diferentes a los que aparecen en las psicosis. Vale la pena aclarar que tomar estos índices como “productos del retorno de lo reprimido…” es una idea teórica, que podemos modificar o cambiar todo las veces que queramos; los índices clínicos, por el contrario, están allí, no son elaboraciones teóricas, son, a la sumo, interpretables de diferente manera, pero siguen siendo el cable a tierra.  
[10] Utilizo las expresiones «manera directa» y «manera indirecta» porque, en primer lugar, me parecen bastante claras y gráficas; pero, además, con ellas retomo y continúo el pensamiento que Søren Kierkegaard desplegó en toda su obra sobre la comunicación directa y la comunicación indirecta, en especial en su libro Mi Punto de Vista. Faltan las palabras para transmitir el extraordinario valor de la obra de este pensador para muy diferentes ámbitos, en especial para el psicoanálisis.
[11] «¿Qué es una praxis? Me parece dudoso que este término pueda ser considerado impropio en lo que concierne al psicoanálisis en general. Es el término más amplio para designar una acción concertada por el hombre, sea cual fuere, que le da la posibilidad de tratar lo real mediante lo simbólico».  J.Lacan, Seminario XI, pag.14.
[12] Sobre el juicio extractamos la siguientes definiciones: «JUICIO: De los numerosos significados que se han dado al término “juicio” examinaremos los siguientes: 1) Juicio es la afirmación o negación de algo (de un predicado) con respecto a algo (un sujeto); esta es propiamente la definición de la proposición pero puede extenderse también al juicio en cuanto término mental correlativo de la proposición. ...3) Juicio es una operación de nuestro espíritu en la que se contiene una proposición que es o no conforme a la verdad y según la cual se dice que el juicio es o no correcto. 4) Juicio es un producto mental enunciativo. 5) Juicio es un acto mental por medio del cual pensamos un enunciado». Diccionario de Filosofía abreviado, José Ferrater Mora, Edhasa-Sudamericana, Barcelona.
[13] Tal vez sea el reconocimiento de esta diferencia, que opone la inmediatez perceptual en la alucinación por un lado a la mediación del juicio que caracteriza al delirio por el otro, la que haya producido y siga produciendo la convicción tan extendida de que el delirio emerge como un intento posterior de explicación de los fenómenos alucinatorios previos, los que de otro modo quedarían inexplicados y requiriendo ser integrados a la corriente consciente de la vida. Esta postura, hasta donde puede averiguar, ya la encontramos en Clerambault y aún en Charcot.  
   No habría, sin embargo, que dar por buena rápidamente esta idea tan aceptada como extendida, pues no sólo la pone en dudas la observación al alcance de todos de que hay muchos estados delirantes sin fenómenos alucinatorios previos, sino también, y muy especialmente, abrirse a la posibilidad inversa, a la de que tal vez  los fenómenos alucinatorios puedan, a su vez, ser producto de una estructura delirante. ¿Por qué, además, la explicación de la alucinación estaría condenada a ser delirante y no una explicación normal? Sobre estos y otros asuntos conexos, consultar mi texto La Telépata, un psicoanálisis de la alucinación y del delirio.
[14] Se plantea aquí, de nuevo, la confrontación con aquellas posiciones terapéuticas que indican “no tocar el delirio”. 
[15] De allí la importancia nuclear que tiene, según veo, investigar la realidad del delirio en particular para entender la realidad de las psicosis en general. 
[16] «La neurosis no niega la realidad; se limita a no querer saber nada de ella. La psicosis la niega e intenta sustituirla». S. Freud, La pérdida de la realidad en la neurosis y en las psicosis.
[17] Qué diferencia existe entre la instancia psíquica  «mundo exterior» y la realidad del «mundo exterior» es un tema que excede este escrito pero que cada psicoanalista tiene el deber de establecer.
[18] En mi escrito La Telépata, un psicoanálisis de la alucinación y el delirio se describe con minuciosidad y extremo detalle el trabajo realizado sobre el conflicto psicótico en el cuadro alucinatorio delirante de la paciente P. 

SEMIOLOGÍA Y LINGÜÍSTICA