MALA MEMORIA

Sobre el sentido de la memoria en política.
Por Héctor Fenoglio

   La ominosa sombra del genocidio argentino sigue oscureciendo el presente y el futuro de nuestras vidas. Desde el trasfondo de la historia, una negrura mucho más siniestra que el duelo por los miles de muertos, secuestrados y torturados vuelve una y mil veces a golpear nuestras conciencias. Un secreto oscuro y opaco insiste en su no reconocimiento desde un pasado que aún no pasó y sigue vivo.
   Luchamos por encarcelar a Videla y Cía, pero ¿alcanzará eso para dejar definitivamente atrás los fantasmas? Es que la complicidad en el horror extiende su sombra mucho más allá de la corporación militar, y la irresponsable coartada del “yo no sabía nada” muestra cada vez más su inconsistencia. Algo intragable por la memoria denuncia de manera implcacable a la conciencia democrática actual.
   Ojalá estuviéramos hablando sólo de memorias del pasado. Porque un pasado que no pasó sigue repitiéndose. Mientras obstinadamente se siga desconociendo la implicación general que posibilitó el genocidio, el horror seguirá pulsando por su retorno. 

  LO SINIESTRO DEL GENOCIDIO ARGENTINO
   Nada del horror que se desató en los años setenta en la Argentina fue producto de la locura o de la irracionalidad de los militares. El genocidio tuvo y sigue teniendo su siniestra lógica. A la tortura sistemática la utilizaron para obtener la información que les permitiera apresar o matar la mayor cantidad de “subversivos” en el menor tiempo posible; cuando no fue directamente utilizada como castigo ejemplar. Y en esto no se anduvieron con vueltas: para los militares eran “subersivos” tanto un guerrillero como un activista estudiantil secundario y, de última, cualquiera que entorpeciera sus planes. La verdad es que torturaron a mansalva. Después, a algunos de los sobrevivientes los “legalizaban” como “presos a disposición del poder ejecutivo”; pero a la mayoría lisa y llanamente los eliminaron: vuelos de la muerte, ley de fugas, fusilamientos.
   El ocultamiento y la negación de sus propios actos fue y sigue siendo la actitud general de los militares argentinos. Con la astucia del sentido común mucha gente, incluso los progresistas, creen entender dicha actitud: es lógico que los militares –se dicen—, sabiendo que sus actos y “métodos” estaba fuera de la ley, pretendan zafar de la justicia ocultando y negando lo que hicieron. La tradicional viveza criolla. Pero ésta lógica, en apariencia sensata, además de simplista es miserable, pues no hace más que compartir el mismo punto de vista de los genocidas. En primer lugar, porque tal actitud es la opuesta al más elemental principio ético que obliga a hacerse cargo de los propios actos y palabras. Pero lo más importante es que este punto de vista considera a todo acto fuera de la ley como una transgresión a la ley y, por lo tanto, imposible de asumir ni de reivindicar plenamente. De allí al ocultamiento y a la negación hay un solo paso. Y en esto se plantea la primera diferencia absoluta con la ética y con cualquier acto revolucionario los que, por su propia lógica política, deben ser reivindicados públicamente. Para la lógica revolucionaria los actos fuera de la ley no son una simple transgresión de la misma, en tanto desde el vamos desconoce la ley vigente. Aunque el accionar puede ser clandestino y secreto, jamás recurriría a la negación sistemática de sus actos, por más ilegales que sean. Y esto constituye una segunda diferencia absoluta. Mientras la lógica legalista hace malabarismos para no quedar fuera de la ley viegente, a la que se aferra y defiende como último tribunal de decisión, la lógica revolucionaria, por el contrario, proclama abiertamente su desconocimiento de las leyes vigentes. Asume que éstas son un producto histórico impuestas en un acto soberano, por lo general violento, que de allí en más reclaman para sí el monopolio legítimo del uso de la fuerza para sostenerse. Nada más falso que la afirmación de que vivimos en una sociedad que condene toda violencia. Acá nadie condenó ni condena la violencia en sí, ni ricos ni pobres, sino que lo que se hoy condena es la violencia fuera de la ley. Sería, entonces, por demás hipócrita negar que la ley, a su vez, se sostiene por la violencia. Pero también es claro que no hay fuerza bruta posible que se imponga si no tiene cierto consenso social, y es ésto lo que se debe analizar ante la pregunta de cómo fue posible el genocidio en la Argentina de los 70. 
   Las torturas, las masacres y los genocidios no son algo excepcional en la historia de la humanidad; por el contrario, son hechos casi permanentes. La tortura fue legal en Israel hasta hace muy pocos años; las bombas lanzadas por EEUU sobre Hiroshima y Nagasaki masacraron cientos de miles de civiles en pocos segundos. Sin ir tan lejos, en el hundimiento del crucero Gral. Belgrano, fuera de la zona de exclusión en la Guerra de Malvinas, fueron masacrados casi un millar de jóvenes. Sin embargo estos hechos, aunque condenables, son públicos, y los Estados responsables no los negaron ni los niegan. Se podrá decir que ello no hace ninguna diferencia, que una masacre es una masacre se la oculte o se la reconozca; sin embargo es innegable que el ocultamiento y la negación agregan un plus más que va más allá de un agravamiento cuantitativo del hecho, planteando el interrogante de si no constituyen en sí una diferencia cualitativa, un peldaño más alto en la escala del horror.
  Lo siniestro del genocidio Argentino es que, a la barbarie de la tortura y de la eliminación física, el estado responsable de ello ocultó y negó sistematicamente su responsabilidad. Por eso necesitaron de las “desapariciones”, acto que selló todo su accionar. Y todos se amapararon en esa lógica basada en la mentira, la ocultación y el engaño; no sólo los militares sino también el poder político y social de la Argentina en su conjunto: los empresarios, la Iglesia, los partidos políticos, sindicalistas, etc.. Todos ellos sabían perfectamente lo que estaba pasando pero dejaron hacer, cuando no fue que apoyaron en menor o mayor grado. Muy pocos fueron los que se opusieron claramente, y casi siempre a título individual y no institucional. Hoy las torturas y las eliminaciones masivas han concluído, pero la lógica de la mentira sigue incólume, por eso es que los desaparecidos siguen desaparecidos.
   ¿Y la gente común que “no sabía nada”? Afirmar que fueron cómplices de las torturas y desapariciones no sólo es falso, pues es obvio que no participó de ellas; es, además, una exageración que distorsiona los acontecimientos y agrega más confusión. Pero afirmar que tan sólo fueron pobres víctimas aterrorizadas por la dictadura tampoco se ajusta a la verdad. Gran parte de la sociedad argentina fue partícipe del ocultamiento, de la mentira y de la negación generalizada que se propagaba desde la cima del gobierno dictatorial. Las clases medias recibieron con alivio el golpe militar del 76, y depositaron en los militares sus arraigados anhelos de orden y tranquilidad que tanto las caracteriza. Y en los años posteriores al golpe, una considerable parte de la población acompañó el “proceso” con funestas actitudes, tales como el conocido latiguillo “en algo andará”. Fue sobre ese espíritu conservador y esa militarización moral de las clases medias que se montó la dictadura para generar consenso. Sin esa militancia cotidiana en apariencia anodina e inocua de las clases medias, ni la dictadura ni el genocidio hubieran sido posibles. Es que esa acción invisible de ama de casa inofensiva es, sin embargo, decisiva para el disciplinamiento social, y puede decirse que, para ello, es más importante aún que las armas, pues su acción continua y permanente arranca desde la cuna y se prolonga en todos los espacios e instantes de la vida. Es posible escapar de la policía y aún de una cárcel, pero es casi imposible hacerlo de esa represión político-moral cotidiana que entra por todos los poros.
  
   MALDITA MEMORIA
   “Los pueblos que no tienen memoria están condenados a repetir su historia”. Con esta apelación se intenta hoy conjurar la repetición del genocidio perpretado por los militares. Pero, ¿cómo puede la memoria o el recuerdo impedir que se repitan hechos semejantes? Se razona más o menos es así: si olvidamos lo que nos dañó, lo más probable es que nos vuelva a pasar lo mismo; pero si lo recordamos vamos a estar alertas y podremos evitarlo.
   El argumento de la eficacia automática de la memoria supone y se sostiene de un hipotético estado inicial de ignorancia: yo no sabía nada, recién me enteré cuando todo ya había pasado. Si yo hubiera sabido... Se da por descontado que en el caso de haber sabido lo que pasaría (o lo que estaba pasando) la reacción hubiera sido otra. Sin esa ignorancia o desconocimiento inicial, todo el argumento de la eficacia de la memoria se derrumba. Ahora bien ¿simplemente no sabían o no querían saber nada? ¿Se trató de real ignorancia u hoy se hecha mano de ella para una justificación actual de la pasividad ante el genocidio? Se nos dice que la dictadura ocultó los hechos, que la mayoría de la gente ni por asomo hablaba de estas cosas, etc, etc. Todo eso es cierto, pero también es cierto que hubo Madres de Plaza de Mayo, que vino la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y que, aunque escasa, cierta información corría de boca en boca; amén de lo claramente visible hasta para un ciego: pinzas por todos lados, control militar en todos los lugares, es decir, un país ocupado por sus fuerzas armadas.
   La apelación a la memoria se sostiene de la ignorancia inicial, y ésta a su vez se justifica por el ocultamiento o el engaño del que se era víctima por parte del poder. Hoy, cuando alguien dice “yo no sabía nada”, al mismo tiempo parece estar aclarando que “no se podía saber nada”, es decir, que su ignorancia fue un hecho general, inevitable y ajeno a su voluntad; y que, en consecuencia, no tiene porqué hacerse cargo ni responsable de su ignorancia, la que no se debió más que a la maldad de los militares. Planteadas así las cosas es inevitable concluir que si el ignorante volviera al pasado volvería a hacer lo mismo y que también, por tanto, volvería a pasar lo mismo. Aquí radica la gravedad de la afirmación actual “ahora sé, pero antes yo no sabía nada”, pues este “ahora sé” es puramente ornamental si no se pone en cuestión el “yo no sabía nada”, pues una verdadera “memoria” lleva necesariamente a plantearse el interrogante ¿“cómo fue que no supe?”, asumiendo así la responsabilidad por la propia ignorancia.
   El provecho de no saber nada de lo que pasaba bajo la dictadura era más que evidente: evitarse tener que tomar una posición clara contra el genocidio, cosa que hubiera puesto en riesgo la tranquilidad y hasta la vida. Pero nada de eso fue ni es un acto ingenuo ni sin consecuencias. Hoy, quien simplemente pronuncia “yo no sabía nada” lo que busca es hacerse pasar por víctima del ocultamiento y del engaño por parte de los militares y, mediante esta operación, seguir clausurando cualquier interrogante acerca de su participación “pasiva” en el ocultamiento. Sin embargo para que se ponga en juego la dialéctica del engañado-engañador (como la del estafado-estafador) hacen falta dos implicados, y el engañado nunca entra en el juego ingenuamente, sino que lo hace tratando de sacar algún provecho. Ponerse en víctima, aunque se disfrace de pasividad, sin embargo es una verdadera toma de posición y una forma activa de participación en los hechos.
   La clase media hoy, entre sorprendida e indignada, se rasga las vestiduras gritando “yo no sabía nada”. Pero ¿cómo es que no supieron? Es categórico que muchas personas supieron lo necesario para sospechar y, si querían, poder llegar a saber lo que estaba pasando. Estas decididamente no quisieron saber o, tal vez, aprobaban lo que pasaba. Pero muchas otras, quizá la mayoría, no tenían ni siquiera esa información, por lo tanto no se les puede achacar que, pudiendo, no quisieron saber. Su ignorancia, no se debe, por tanto, a un acto deliberado por no saber. Se incluyen aquí los millones de personas que vivían y siguen viviendo tranquilamente en su “quintita” tratando de que nada ni nadie los perturbe: trabajando, estudiando, noviando, criando los hijos, etc. Es decir, buena gente, normal. Pero esta forma de vida, en apariencia neutral, es sin embargo una auténtica posición política, una ideología material y práctica que, si bien no oculta deliberadamente, jamás puede saber lo que pasa, pues su posición se sostiene justamente de eso, es decir, de no ver nunca más allá de sus estrechos intereses. Estos no supieron nada porque nunca saben nada. Y no es que sean uno o dos, son millones que forman una gigantesca red de negación de la realidad que no les conviene ver. Esta forma de vida sólo en apariencia es pacífica, pues cuando algo o alguien altera su tranquilidad, son los primeros en pedir que corra sangre. Y a esta clase media el movimiento revolucionario de los 70 no le venía nada bien.   
   Entonces, así como los militares niegan sus actos, la clase media argentina niega su responsabilidad por no haber sabido lo que pasaba. Así como la “desaparición” es un delito permanente hasta tanto no se aclare quién, cómo y por qué lo mataron; el ocultamiento, la negación y la mentira generalizada, aunque no sea delito, también es permanente y se prolonga hasta hoy y hacia el futuro.
   Ahora todos muy orondamente “saben” que en Argentina hubo desaparecidos, torturados, fusilados, robos de bebés, saqueos a mansalva, etc. Pero ¿qué “saben”? Saben una información, un dato. ¿Eso es “memoria”? Si fuera así pareciera que la mala memoria radica simplemente en falta de información, lo que se remedia con más información. Pero hasta esta forma de concebir la memoria es mal intencionada, pues se la piensa como “pasiva” e irresponsable de lo que recuerda o no; mientras de lo que en realidad se trata no es simplemente de falta de información, sino de omisión, de borramiento, de tergiversación, o bien de recordar algo con lo que ocultar mejor lo más comprometido. La memoria siempre es activa y lo que retiene o no siempre responde a un punto de vista vital y personal, pero, por eso, también político.
   Por ello es que esta memoria, aún sabiendo todo lo que pasó en la Argentina de los años 70, incluso con Videla y Cía presos, no sólo no alcanza para evitar la repetición del genocidio, sino que, por el contrario, hoy funciona como la mejor pantalla para ocultar que se sigue repitiendo la misma posición vital que, si no convocó, al menos posibilitó que se abrieran las puertas del infierno.           

SEMIOLOGÍA Y LINGÜÍSTICA