L’Ora
Introducción a El Instante en italiano de Mario Dal Pra, primera edición 1931
         (traducción propia) 

         Los últimos siete años de vida de Kierkegaard, de 1848 a 1855, fueron casi enteramente dedicados al punto de vista de la reflexión filosófica, a la profundización del problema religioso en general y, más precisamente, a la discusión del significado del cristianismo en la sociedad de su tiempo. Ya en el Postcriptum… de 1846, el pensador danés había contrapuesto el cristianismo como modo de pensar al cristianismo como modo de vivir, el cristianismo-ciencia al cristianismo-pasión. Sobre el jaque a la razón y sobre sus contradicciones inextricables, Kierkegaard entendía asentar el triunfo de la fe.
         Dedicados a profundizar el problema del cristianismo podemos considerar los escritos de Kierkegaard entre el ’48 y el ’51: Discorsi di efidicazione in diverso spirito y Las obras del amor del ’47; Los lirios del campo… y Discursos cirsyioanos, XX Mi punto de vista - Il doganiere – La peccatrice, La enfermedad mortal, Dos tratados ético-religiosos del ’49; Ejercitación del cristianismo y Un discurso edificante del ’50; y Due discorsi per la comunione del venerdi del ’51.
         En muchos de estos escritos, Kierkegaard afirma que ser cristiano significa «caminar sobre la huella de Cristo» [camminare sulle orme di Cristo], «aceptar y practicar verdaderamente como propia divisa a la cruz»; y por amor de esta verdad se debe [8], sostiene, estar decidido a dar hasta la vida; él propugna, en suma, la postura de apóstol que debe testimoniar su fe contra todo y contra todos.
         No es posible afirmar, sobre esta base, que Kierkegaard había decidido transformarse en un nuevo reformador, a abandonar la propia casa y los costumbres habituales para comenzar munido sólo de alforja y bastón, de ciudad en ciudad, a predicar la renovación cristiana; la suya era, más bien, una batalla en el campo de las ideas, que él entendía cumplir escribiendo libros con el objetivo de agitar la conciencia y sacudir la pereza del escepticismo religioso; más aún, jamás habría renunciado a las comodidades de la vida si no hubiera sido alfo forzoso. Por otra parte, en este aspecto nunca pensó en poner su vida como modelo a imitar, y menos aún en el momento más agudo de la polémica contra el cristianismo oficial.
         Es, entonces, dentro del campo de la discusión crítica en torno al sentido del cristianismo que se inserta la acción ejercida por Kierkegaard por la reforma de la vida religiosa.
         La confrontación entre el cristianismo-ciencia contra el cristianismo-pasión tenía su encarnación más evidente, en Dinamarca, en la iglesia luterana oficial. Ésta, acordando mayor importancia a la ortodoxia que a la búsqueda de un camino hacia una nueva renovación cristiana de la sociedad, había terminado por replegarse sobre su organización burocrática; deviniendo ilglesia de estado, el luteranismo danés había terminado por recostarse en una conciliación optimista con la sociedad dentro de la que vivía, había abandonado toda preocupación por la apertura y del desarrollo cristiano de aquella sociedad, conformándose con el reconocimiento público que ella le ofrendaba; en vez de fuerza impulsora, la iglesia oficial [9] transmitía un contrapeso de conservación y de satisfecha pereza moral.  
         Una reforma del cristianismo, una batalla a fondo por la renovación del cristianismo, no tenía ningún sentido si no se tomaba de manera clara e inmediata una rotunda posición contra la iglesia oficial de estado y su cristianismo burocratizado y filisteo. Esto lo comprendió Kierkegaard muy pronto.
         Mucho antes de iniciar su batalla ya era un exitoso escritor; por tres años, del ’51 al ’54, interrumpió totalmente su actividad de escritor y se reconcentró en la meditación, hasta que las circunstancias le presentaron finalmente la ocasión para desatar el ataque.
         En 1854 muere en Copenhage el obispo Mynster, uno de los típicos representantes de la Iglesia oficial danesa. Kierkegaard lo había conocido bastante de cerca, por eso estaba convencido de que se trataba de un hombre astuto y prudente, pero que nunca había entendido del todo el cristianismo como un pasión y una lucha. El obispo Mynster, más que un caminar «sobre la huella de Cristo», más bien había tenido un pasar en paz con los hombres. En el momento en que muere Mynster aspiraba a su sucesión en el obispado Martensen, otro típico representante del clero cristiano de Dinamarca. En pos de facilitarse el acceso al nuevo cargo, Martensen asume el encargo de pronunciar el elogio fúnebre del obispo Mynster; aquel elogio estuvo en un todo centrado en torno a la declaración de que el obispo Mynster había cumplido plenamente su función de «testigo de la verdad». Kierkegaard, que estaba totalmente persuadido de que alguna vez por fin debía desenmascarar la total falta de religiosidad que se desplegaba en esa pretensión de ser «testigo de la verdad» cristiana, sin embargo esperó todavía once meses después de aquel elogio, hasta que Martensen obtuvo la nominación [10] como sucesor del obispo Mynster. Una vez consumada la nominación, él consideró que había llegado el momento de desencadenar la batalla.
         Ésta se inició con la publicación de un artículo de Kierkegaard en el periódico Faedrelandet. En él, el pensador danés preguntaba: «¿Fue el obispo Mynster un testimonio de la verdad? ¿Un verdadero testimonio de la verdad? ¿Es esto verdad?» Y respondía que, para un hombre de religión, testimoniar la verdad no significa realizar bellas predicaciones sino vivir en pobreza, en humildad, en soledad, aceptando la miseria y la humillación. ¿Cómo puede decirse testimonio de la verdad aquel que vive cómodamente, entre placeres y los honores, haciendo una brillante carrera? ¿Qué tiene que ver semejante vida con «caminar sobre la huella de Cristo»? La polémica contra Martensen y contra la cristiandad oficial de Dinamarca estaba lanzada; y fue para darle mayor difusión y mayor amplitud que Kierkegaard fundó la revista El Instante. Él la llamó así para señalar su decisión de entrar en lo vivo de la vida de su época, en lo vivo del tiempo y de la historia, con una inserción cargada de tensión religiosa. En síntesis: para Kierkegaard se trataba justamente de el instante decisivo de la batalla en el tiempo. El primer número de la singular revista, enteramente escrita por él y enteramente dedicada a la polémica contra el cristianismo oficial del reino de Dinamarca, apareció el 24 de mayo de 1855. Un intervalo de aproximadamente diez días separaban un número de otro, cuyo último número publicado fue el noveno, que vio la luz el 30 de septiembre de 1855. La lucha que duró cuatro meses fue intensa; Kierkegaard había dedicado a ella las últimas energías que le restaban. El 2 de octubre, ya exhausto, luego de haber lanzado en el último número uno de los ataques más terribles contra [11] su adversario, se desplomó sin sentido en la calle; fue internado en el Frederiks Hospital donde murió cuarenta días después, el 11 de noviembre de 1855.

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         El valor filosófico de El Instante de Kierkegaard, en relación a los problemas de la especulación filosófica y del pensamiento actual, se funda ante todo en el despeje del terreno de un lugar común que, sin duda, sigue siendo sostenido por muchos, especialmente en un ambiente de tradición católica, como también por otros muchos en un ambiente de tradición protestante. Se advierte, pues, que la ocasión y la disposición de iniciar la batalla por parte de Kierkegaard no importa solamente como crónica o como historia; es cierto que muchos elementos históricos de la situación que enfrentaba el pensador danés cien años atrás son ahora muy diferentes; por ejemplo, la fortaleza imperial germánica del luteranismo elevada a condición de un Estado que pretendía organizar la vida religiosa, hoy no encuentra ya ninguna respuesta en la mayoría de los países de tradición protestante, y mucho menos en países de tradición católica. Tampoco las actuales condiciones del hombre que se dedica a la vida religiosa y a la guía de la fe están cerca de reflejar los términos de la violenta requisitoria de Kierkegaard contra el «pastor»; en el ambiente protestante, el pastor ahora casi universalmente ha renunciado a mostrarse  «pastor», sin tener en cuenta el hecho que el «pastor» del mundo católico está bien lejos de encontrarse inserto en aquella organización burocrática estatal que Kierkegaard golpea con sus dardos de fuego. Muy bien podría concluirse, entonces, que El Instante refiere a una situación histórica ya superada, y la revista de Kierkegaard, por lo tanto, tan sólo puede leerse con un interés histórico; la situación actual [12], por el contrario, no presentaría ningún parentesco con la problemática en la que el pensador danés desenvolvió su polémica.
         Ciertamente conviene tener en cuenta los cambios de las condiciones de la vida religiosa verificados en los casi cien años que transcurrieron entre la época de la polémica kierkegardiana y nosotros; pero conviene, asimismo, tener en cuenta que ésta última mantiene intacta su validez sustancial, en cuanto a su mirada aparece ligada a una insidia que hábilmente coarta la libertad y la autonomía de la vida religiosa; y tal insidia, aún hoy, es actual, tanto en los países de tradición protestante, como en aquellos de tradición católica; incluso se puede decir que tal insidia es cada vez más actual en tanto menor sean los obstáculos que la tradición religiosa occidental encuentra en su afirmación. Se trata, más claramente, del peligro ante el cual toda vida religiosa se encuentra, de subordinarse enteramente a la organización de sus medios de realización histórica. Y en el haber logrado poner en claro este peligro está, para nosotros, la validez del escrito de Kierkegaard, incluyendo también la problemática religiosa de nuestros días.

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         Es de hacer notar, ante todo, que Kierkegaard desarrolla en esta discusión el método del aut-aut, que es el método de la elección decisiva. El método del aut-aut se contrapone al método del «es así, aunque…» («como sí»), el método del et-et, del acomodamiento, de la «tolerancia piadosa», de la «picardía perezosa». El método del aut-aut no es, por cierto, indiferente respecto a la tradición del problema religioso; por el contrario, es co-sustancial con la misma. XXX.  La diferencia entre la postura religioso y la postura arreligioso consiste, para Kierkegaard, justamente [13] en la radicalidad crítica del primero y en la indiferencia sistemática del segundo. Por eso, el pensador danés prefiere la posición de aquel que explícitamente rechaza un credo religioso o lo combate, a la posición de aquel que, por ser esencialmente indiferente, es incapaz de comprometerse religiosamente en cualquier sentido. Quien lucha contra una determinada visión religiosa la hace en nombre de una decisión; quien lucha es, en definitiva, el hombre del aut-aut, el hombre advertido de la decisión como condición del vivir humano; quien lucha confía en la posibilidad de intervenir en el mundo, de desarrollar valores, de mantenerse abierto al mundo; el método del aut-aut lo saca de la aceptación pasiva del mundo que ya existe, lo impulsa a la iniciativa, le quita toda base para una pacífica convivencia con lo existente, la cual se traduce en un flojo parasitismo respecto de lo ya establecido. El hombre del et-et, por el contrario, se encuentra satisfecho con las cosas tal como son, sólo se confía a las maniobras del juego astuto, se halla en paz con lo que es, se entrega. Él es, en lo profundo, escéptico en torno al valor del ser; la realidad ya está enfrente como en un espectáculo, y su sola preocupación es entresacar de ella los elementos del ser para sostener el transcurrir de una vida pacífica y tranquilizante. Aún cuando en esta pacificación reingresase Dios, no encontraríamos una posición religiosa, sino más bien una simple renuncia a la vida religiosa. Es principalmente contra la indiferencia que Kierkegaard dirige su crítica; justamente en la indiferencia religiosa está el origen primigenio de aquella situación en la cual el mismo mundo religioso se envilece como resultado de una pacificación naturalista con el ser.
         Es de destacar que el indiferentismo religioso puede acordarse muy bien con las más diversas prácticas religiosas, [14] con la exterioridad religiosa más conformista y farisea. Deriva así en una forma de ateísmo, que  nunca se supera y siempre retorna aunque se presente, por supuesto, como amante del cristianismo, del catolicismo, de protestantismo o de cualquier otro; se trata de ateísmo en tanto indiferentismo basado en una manera de considerar a Dios que lo reduce a coincidir con la realidad de hecho. Dios no es para el indiferente un llamado a sobrepasar los confines ya alcanzados y establecidos en el proceso de la significación del mundo, una suerte de desgracia declarada para toda estructura adquirida; Dios para el indiferente es más que nada el olvido satisfecho de lo que resta desarrollar, la renuncia a recorrer el ignoto porvenir hacia el sentido no explorado del ser, hacia la posibilidad.   .
         En esta indiferencia se encuentra, según Kierkegaard, la negación más perentoria de la vida religiosa; y encuentra que tal indiferentismo coincide con lo que la sociedad de su tiempo considera el auténtico cristianismo. Ahora bien, aun cuando el juicio de Kierkegaard hubiera sido superado por el proceso histórico, si nosotros no nos moviésemos ya en el mismo equívoco que considera como la auténtica vida religiosa cristiana el conseguir la satisfacción a través de un orden alcanzado y establecido, aun así su pensamiento se mantiene fresco ya que, por otra parte, dado que no existe una posición religiosa que no corra el permanente riesgo de envolverse en la absolutización del propio instrumento, la denuncia kierkegaardiana del colosal equívoco conserva, a nuestra vista, toda su actualidad.

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         Diremos sucintamente que por auténtica disposición religiosa no entendemos aquella que consagra los valores adquiridos y la realidad presupuesta calificándola como divina, sino la disposición para la cual ninguna [15] situación alcanzada y ningún valor dado del ser es declarado como absoluto o reconocido como exhaustivo de todo el valor. Hay, por tanto, una religiosidad teoricista y una religiosidad práctico-trascendental. La primera identifica a Dios con el objeto presupuesto de la conciencia, mientras la segunda considera a Dios sólo como posible, como objeto de fe y de esperanza, no ya de conciencia o de intuición. La religiosidad teoricista necesita de garantía y pretende entrever ya instalada por siempre en lo íntimo de lo real la realidad suprema de Dios, garante supremo, garantido en cuanto es y no puede no ser; un Dios tal no corre, obviamente, ningún peligro, como tampoco puede sufrir ningún golpe; él representa la victoria asegurada del ser sobre la nada, del bien sobre el mal, del valor sobre el disvalor. Y el hombre nada puede hacer respecto de esta sustancial garantía; si ella no pudo venir con la promesa de Dios mismo, tanto menos puede venir con la promesa del hombre; no resta ya, entonces, nada más que celebrarla, adorarla, sumergirse y anularse en ella, en su contemplación. Por esto, la máxima preocupación de la religiosidad teoricista es la de escoger el instrumento técnico para el disfrute cognoscitivo de Dios; el trabajo del hombre que se ha convencido de esta «existencia» de Dios se desenvuelve como continuación tautológica del valor del ser ya realizado y garantizado; ninguna posibilidad de tropezar o manchar, por la propia acción, el horizonte ya presupuesto dentro del cual se mueve; la acción de tal hombre es puntualmente circunscripta dentro del horizonte que la conciencia ha abrazado; como quiere que sea, esa no representa nada de esencial respecto al valor del ser, que ahora es sentido de ella y aun contra de ella; en tal perspectiva, el hombre se encuentra, como se dice, para nacer cuando ya no es [16] más actual la discusión en torno al valor del ser; antes que nada está todo definido y él alcanza, por último, como el pájaro de Minerva, sobre el final del día, a contemplar el todo, ya contato.
           Para la religiosidad teoricista el problema religioso deviene el problema de la identificación teórica de Dios, el problema de la identificación de que el sentido o valor de lo real coincida con la realidad presupuesta de Dios; y es justamente la consciencia la que pregunta por tal identificación; y es a la existencia del Dios en cuestión que ella reenvía, como la justificación de su validez de consciencia. Pero este propio círculo de consciencia y realidad deja en claro la falta de fundamento de todas las teologías, como de toda tentativa de adquirir intuitivamente la realidad objetiva de Dios. Al final de la antigüedad, el pensamiento filosófico había mostrado en que tipo de intrincable dificultad se enreda quien desea «demostrar» una determinada divinidad, quien quiere poner a los hombres frente a una realidad divina absoluta, presupuesta e ineliminable. En el desarrollo de la búsqueda de lograr una relación segura y definitiva con Dios, los hombres fueron cayendo en la cuenta de que Dios huía de toda captura, en el sentido de dejarse apresar aun por la evidencia más evidente; y en todo y ningún lugar los hombres acertaron encontrar a Dios. El descalabro de la consciencia queda así delineado en toda su vastedad. Propio del descalabro de la religiosidad teoricista, la misma falla de la consciencia en su pretensión de «demostrar» la existencia y naturaleza de Dios, pueden abrir el camino a una religiosidad bien diferente, en la que se anuncie que Dios no es objeto de consciencia real o posible, y que Dios puede aparecer sólo como una posibilidad. La religiosidad que hemos llamado práctico-trascendental suspende toda identificación del valor del ser con una [17] realidad tangible, con toda intuición de lo divino, y mantiene abierta la libre iniciativa del hombre hacia la tentativa de integrar el valor de ese ser; tal religiosidad es remitida a la práctica, esto es, a la posibilidad de intervenir en la determinación misma del valor de lo real, por fuera de toda predeterminación de una valor ya adquirido. Asimismo porque no estamos constreñidos a tomar como apto un valor ya realizado del ser, de este modo se abre la posibilidad de desplegar nuestra iniciativa; la fe es justamente este volverse hacia lo que no es garantizado, hacia aquello que con toda seguridad no es accesible por la intuición; la consciencia puede informarse y llegar a conocer todo el campo de lo que es, pero si se trata de andar por otro ámbito del que es, otro campo donde en lugar de la fijeza del ser se encuentra lo posible, allí la consciencia no sirve, porque falta totalmente el dato que necesita; a la libertad es, por consiguiente, la iniciativa. La nueva religiosidad que aquí estamos señalando es aquella del hombre que no se encuentra satisfecho con la contemplación del mundo, sino que se empeña en la búsqueda de un significado que excede el mero dato; el hombre que se rebela contra toda estabilidad del ser y asume sobre sí el riesgo de aventurarse más allá de toda determinación adquirida del mismo.
         La creencia que procede de tal religiosidad práctico-trascendental no se trastoca en adoración del hecho (Dios, para la religiosidad teoricista, siempre deviene un hecho o un objeto), por el contrario, siempre se empeña en la realización de lo esperado; se trata de una fe que es verdaderamente un desafío para toda la actualidad, de una fe que no sabe adonde va pero que, sin embargo, se mueve hacia un lado desconocido; una fe que no tiene una estructura del ser que la sostenga; una fe que no se siente apoyada sino sobre su propia incerteza, en su simple posibilidad; no es una fe que brote de una determinada estructura del ser, como si fuere su corolario, como tampoco tiene una evidencia que la anteceda, que la funde y le impulse; y justamente por eso ninguna evidencia la puede verificar ni confirmar. Por esta fe Dios no es garantía sino convocatoria, no es dato sino posibilidad, no es pasado sino futuro, no es evidencia sino esperanza, no es contemplación sino acción.
         La disposición religiosa práctica-trascendental no puede considerarse como fundada sobre la validez de la consciencia; tampoco puede considerarse como arraigada estructuralmente en el ser, considerada como necesaria; en tal caso una disposición religiosa de este tipo resultaría garantizada y asegurada en la propia estabilidad del ser; y siempre prevalecería el teoricismo que descansa en el teorizar la realidad indubitable de la vida religiosa inserta en la indubitable realidad del ser en general. Por el contrario, si la disposición religiosa práctico-trascendental no se da por vencida ante los valores de las evidencias inmediatas de la realidad del ser, tampoco podrá darse por vencida ante cualquier evidencia de este tipo sino que siempre se nutrirá de su simple posibilidad; ella no se funda en ninguna evidencia y su exceso respecto al dato es, por tanto, la afirmación de una posibilidad que tanto puede afirmarse como no. Nada garantiza, a la vez, que la disposición religiosa práctico-existencial pueda caer en una disposición religiosa teoricista, de supersticioso fetichismo; el hombre religioso por tanto siempre ha de temer que la teoría termine ganando sobre la práctica  y que la debilidad de la voluntad se someta a la adoración del dato. La vida religiosa comprende múltiples elementos: la indagación racional, la práctica litúrgica, la vida social, etc. Ninguno de estos elementos puede ser considerado como el vehículo por excelencia que conduzca al exceso del valor posible respecto al dato, como tampoco puede ser considerado por sí mismo como coincidente con la totalidad del valor posible. En el primer caso, todos los elementos de la vida religiosa adquieren un valor operativo de naturaleza práctica radical, mientras que en el segundo adquieren un valor especulativo objetivista. Cualquier dogma deviene motivo de detención y naturalización de la investigación cuando se lo entiende de una manera meramente intelectual o cognoscitiva, mientras que deviene energía vital cuando se lo entiende como símbolo de una fe que tiende a concretar un esfuerzo que sobrepasa el dato; así la práctica litúrgica puede degenerar en fetichismo de las cosas y del gesto, como puede también puede hacer surgir la significación de la infinita posibilidad que se encuentra, más allá de la visible, en la iniciativa humana; la misma comunidad religiosa puede volverse una suerte de sociedad que tienda a la adquisición técnica de lo divino y al aseguramiento de su disfrute, o bien una cercanía del hombre que más allá de las divergencias se planta hacia un posible emerger de la tarea universal. El intelectualismo conduce toda la vida religiosa a su cierre, mientras que la disposición práctico-trascendental la abre y la desliga de todo naturalismo.
         Es a la luz de esta problemática que, a nuestro juicio, conviene considerar la lucha de Kierkegaard por la renovación del cristianismo. Y tal lucha ha de considerarse un combate principalmente contra el intelectualismo y el naturalismo de la vida religiosa; es justamente la situación en la cual la vida religiosa se cierra sobre su propia organización dogmática o social, sobre la propia determinación histórica, sobre su misma realidad, desconociendo de manera total la posibilidad que excede todo dato directo como fundamental reclamo de la disposición religiosa.
         Es la iglesia, por sí misma, cualquier iglesia, la que puede transformarse a sí misma como iglesia de estado, en el sentido de que un estado cualquiera intervenga mínimamente; la iglesia que se comporta como si el estado, o sea la organización social actual, como si la dimensión histórica actual fuese la dimensión real única y absoluta, cualquier iglesia que se comporta así se transforma a sí misma en iglesia de estado y a su religión en religión de estado. Ella se vacía de toda significación que no sea actual, que no sea de conciliación y de satisfacción para con la actual realidad; tal iglesia se desenvolverá en diversos ámbitos y atenderá distintas incumbencias que considera religiosas pero, en verdad, el fondo de toda su acción se guía y encamina hacia la disposición del mundo, o sea hacia la disposición de quien ha absolutizado lo actual.
         Kierkegaard tiene buenas razones para llamar la atención de su lector no ya sobre la religión que una determinada iglesia, señalando con ello tan sólo sus manifestaciones externas, sino a la religión implícita en la disposición de fondo con la cual afronta todo aquello que hace. Por eso Kierkegaard ve una contradicción insanable en la disposición del pastor que, siendo rico y viviendo una vida cómoda, predica la humillación y el sacrificio; la verdadera religión no es aquella que él predica sino aquella que él vive, que está en el fondo real de su accionar, haciendo extensivo lo mismo en relación a la pobreza y el sacrificio. El espíritu con el cual es usado el tradicional instrumento de la vida religiosa denuncia el verdadera disposición religiosa de una persona y de una comunidad; pues si el instrumento del sacrificio o de la prédica del sacrificio está empleado con el ánimo satisfecho de quien posee con ello la consciencia de tener la llave de la salvación, como si ya tuviera al alcance de la mano una condición general de optimista satisfacción del mundo; si se conforma con saber y declarar que el sacrificio es el secreto de la salvación, y se queda tranquilo en esta ciencia, o sea, en la seguridad de que es accesible en lo actual porque ya se lo sabe, entonces lo que predica está en oposición flagrante con lo que realmente vive .
         Ni Mynster ni Martensen mostraron desapego por el mundo histórico, desapego por la adquisición pacífica del mismo; ellos sabían bien qué cosa es el cristianismo, tal vez lo sabían demasiado bien; y daban testimonio de esta clase de verdad ya hecha; pero justamente porque eran testigos de una verdad ya hecha no era un testimonio que valiera; en verdad eran contestadores mecánicos de lo adquirido, repetidores mecánicos de lo ya alcanzado, continuadores mecánicos de la organización. Ellos estaban en paz con el mundo, habían alcanzado a Dios, lo poseían, y por eso justamente lo habían inexorablemente perdido.                    
         Y detrás de Mynster y de Martensen viene toda la cristiandad que ya es cristiana por naturaleza, en cuanto ha identificado el cristianismo con lo actual. De todas partes se proclama que el cristianismo es un estado, es un hecho ya conseguido, una vida organizada, una iglesia triunfante; y ninguno piensa que para ser cristiano tal vez haya que dar la espalda al cristianismo actual para poder llegar a encarnar uno de nuevo. Una de las características típicas del intelectualismo es la seguridad acerca de la accesibilidad técnica de la salvación y, por consiguiente, del valor; eso viene por añadidura, familiar, accesible, útil, garantizable, garantido, y así la salvación deviene simple resultado de una técnica, del mismo modo que se accede al uso del agua potable. Por esto es que el teoricismo se identifica con el tecnicismo, con la absolutización de la técnica, o sea, con el simple procedimiento de adquisición dentro de un horizonte que permanece inmutable y presupuesto.
         Pero Dios, insiste Kierkegaard, no es accesible técnicamente; él no se presta a ser un dato ni un hecho al alcance de ninguna adquisición técnica; él huye a toda posesión; a él se arriba únicamente a través de la renuncia a la técnica y al mero dato.
         Se explica así la aversión del pensador danés a la declaración «todos somos cristianos»; su posición es la contraria a la de la cristiandad, que ve todo cristiano a su alrededor y se considera a sí misma cristiana, del mismo modo en que se considera cristiano el paisaje, la atmósfera, la tradición, la historia en la cual vivimos; cuando se es cristiano de esta manera, tan natural, hasta toda la naturaleza puede ser cristiana. Es con punzante ironía, pero con un profundo sentido de la negación del cristianismo que está implícita en la declaración cristiana naturalista, que Kierkegaard muestra cómo semejante cristianismo atraviesa uno a uno a todos los individuos en tal sociedad, al igual de cómo una oveja preñada cuando es puesta entre ramas jaspeadas acabará por generar a su vez ovejas jaspeadas. ¿Por qué, pregunta ahora Kierkegaard, los animales domésticos, que viven en un mundo donde todo es cristiano y donde todos somos cristianos, donde «siempre y en cualquier parte no se ve sino cristiano y cristianismo», por qué ellos no se volverían ahora cristianos? El cristianismo deviene ahora cuestión de zoología, o sea de técnica, de realidad visible y, por último, de satisfacción. Es característica del naturalismo terminar en la contemplación del objeto, considerado inamovible de su realidad presupuesta; pero cuando Dios termina siendo objeto de contemplación y de registro pasivo, su realidad prácticamente se identifica con un orden natural determinístico. Kierkegaard toma rápida y definitiva posición contra el «naturalismo» del ser cristiano, contra el reconocimiento de la cualidad cristiana como realidad histórica en función de un principio eterno, ontológicamente garantizado.
         La peor traición que puede hacerse de la vida religiosa consiste en considerar que lo religioso podría consistir en aquello que se desarrolla automática y naturalmente en cuanto coincide con el curso natural de las cosas; y justamente esto es lo que hace el teoricismo de la cristiandad oficial cuando declara cristiano aquello que ya es, adecuando la tensión religiosa a la evolución natural, objetiva y dada de la realidad. El ser cristiano deviene ahora un presupuesto, una suerte de presupuesto ontológico. En suma, la vida religiosa así interpretada no abre por delante del hombre la puerta del porvenir, mostrándole la posibilidad de proseguir la significación práctica del ser; por el contrario, ella se preocupa de cerrar todas las puertas del devenir; ahora el hombre vive parasitariamente, replegándose sobre el ser que ya es. La diferencia sustancial entre este acceso a la vida religiosa y otro auténtico está indicada por Kierkegaard con una de sus incisivas expresiones: mientras el hombre religioso, nos dice, vive para, el hombre del intelectualismo religioso vive de. En el primer caso se da un abrirse de la vida a una posibilidad, un impulso de ir hacia delante de frente al futuro y, en consecuencia, un romper la barrera del ser establecido; en el segundo caso, en cambio, se da el parasitismo, el aferrarse sobre el ser ya conseguido, el cerrarse de la vida sobre el dato, el volverse hacia el pasado y el presente. El pasaje del vivir para al vivir de es sustancial, porque en ello el fin deviene objeto, la tarea deviene dato, la posibilidad deviene necesidad. Por esto es que la vida religiosa de quien entiende el cristianismo como un vivir del cristianismo se limita a la celebración de la tradición (aquello que Kierkegaard llama «la charlatanería en torno a los dieciocho siglos de civilización cristiana»), a la apología de su forma histórica, a la conservación de sus instituciones y de sus fiestas celebratorias; por estas cosas el cristianismo coincide con un orden objetivo, con una realidad determinada. Kierkegaard insiste antes que nada contra toda identificación del cristianismo con el ser, en caer en la cuenta de que si todo es natural entonces no existe ninguna cuestión religiosa; que tomar el ser cristiano como algo natural le quita al cristianismo todo sentido activo; si todos y todo es cristianismo, no queda entonces más que contemplar el magnífico espectáculo, celebrarlo, llenarlo de alabanza, tachar de ateísmo todo lo que no está dispuesto a reconocer al «magnífico espectáculo» y su realidad, entregar al brazo secular lo refractario a la evidencia, al reconocimiento del cristianismo en tanto principio natural y presupuesto real-objetivo; así, el esfuerzo que se pide es, sobretodo, tomar por bueno que todo es cristiano, que todo lo que es, es cristiano y no puede no ser, según el principio de identidad y de necesidad. He aquí la muchedumbre de testimonios de la verdad referidos a que no somos hacedores de la verdad en cuanto la verdad se encuentra totalmente hecha, y no hay otra lucha que la de reconocerla como inmanente garantía del mundo en el cual vivimos; ese vivir de la verdad, en el sentido de que vivimos a cargo de la verdad y no ya para la verdad; vivir para quiere decir principalmente no quedarse en el solo empeño de contemplarla, registrarla, sino también estar dispuesto a no comprenderla, a suspender el acto de su ejercicio, y sin embargo seguir firme en la creencia en la posibilidad de su conquista más allá del dato.
         El cristianismo que vive del cristianismo eficaz y tangible es un cristianismo pagano, declara Kierkegaard. El pensador danés analiza también la práctica sacramental del cristianismo oficial y la ve impregnada en su totalidad de un sentido naturalista, esto es, de la exigencia de asegurar técnicamente la realización de la vida cristiana; así en el bautismo él ve la preocupación de la cristiandad oficial de producir un niño cristiano inmediatamente después de nacer, a través de una ceremonia que lo persuada, cuando sea adulto, de que ya es cristiano. El poder devenir cristiano de niño significa, en realidad, el poder despreocuparse de ahí en más en devenir cristiano una vez llegado a la adultez; ve que el naturalismo sacramental es el trámite por medio del cual el cristianismo se automatiza y mecaniza. Para el pensador danés, en cambio, nada puede garantizar el cristianismo de alguien, al margen de su voluntad; para encaminarse al cristianismo debe comenzarse por negar el valor religioso de todo automatismo, de toda adquisición técnica, para poner el problema mismo del cristianismo no ya como problema de realidad dada al individuo, sino como posibilidad no garantizada en la cual debe empeñarse. El optimismo del testimonio de la verdad tipo Mynster y Martensen crea un Dios del cristianismo a su vez optimista y consolador; Dios llama al hombre a gozar del espectáculo del mundo cristiano, Dios transforma el mundo en mundo cristiano, y deja que en esto el hombre duerma su sueño tranquilo; este es el Dios consolador y «buen diablo».
         No hay duda de que con El Instante Kierkegaard principalmente buscó sacudir el abatimiento en que la vida religiosa había caído dentro del esquema del naturalismo intelectualista; por esto no debe entenderse que su palabra se constriñe a la situación contingente de la sociedad danesa de su tiempo, sino que más bien se despliega y afirma sobre toda situación histórica, danesa y no danesa, ya sea del siglo pasado, del actual y de cualquier tiempo en que se termina cayendo en el teoricismo religioso como liquidación de la misma vida religiosa. La protesta del pensador danés contra la iglesia que se suicida como iglesia al transformarse en iglesia de estado, realidad de la que huye la genuina iglesia, es, para nosotros, válida todavía hoy. Diremos también que la protesta de Kierkegaard tiene absoluta pertinencia para la tradición religiosa italiana, en la cual la religión, por diversas circunstancias históricas, ha devenido algo que es parte, como se dice, del paisaje natural y de las costumbres del país, donde la asimilación de la religión a la realidad naturalista está muy avanzada; el escaso diálogo en la vida religiosa italiana, la falta de debate en torno a los problemas religiosos, indican justamente como la tradición religiosa corre el riesgo de ser rebajada al nivel de aquella realidad que, por ser dato directo e inmediato, no se problematiza; en una palabra, el catolicismo italiano tiende a considerarse como la religión de la madre nutriente y de la patria, como la religión del padre y de los antepasados, como la religión de la misma realidad física del país; en cuanto más se afirma la vida religiosa de tal modo, tanto más se degradada a costumbre, a parasitismo, a naturalismo.

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         Si la parte negativa de la crítica kierkergaardiana contra el intelectualismo del cristianismo oficial danés no puede encontrar más que consentimiento de nuestra parte, no nos parece, en cambio, que el pensador danés haya ofrecido, por su parte, una interpretación positiva de la auténtica vida religiosa que no suscite reserva y dificultad.
         El cristianismo que Kierkegaard propone como válido, contra el cristianismo de la «cristiandad», es, sustancialmente, un cristianismo ascético, negador del mundo. Kierkegaard exorcista el mundo, considera la humanidad una masa de condenación, odia la vida y sus manifestaciones. La tarea, afirma, consiste en separarse del mundo, negarlo, combatirlo hasta su destrucción. El cristianismo no es de este mundo, es extranjero al mundo, es enemigo de la naturaleza humana. Dios, el verdadero Dios, no es el «buen diablo» del testimonio de la verdad tipo Mynster y Martensen; él, al revés, odia la vida y es el enemigo mortal del hombre. Con particular vivacidad Kierkegaard combate contra el matrimonio y sólo en la castidad encuentra la perfección de la disciplina cristiana. Ahora bien, si el cristianismo naturalista de Mynster y Martensen debe rechazarse justamente porque diviniza la realidad placentera y gozosa de sí, porque pretende saber, con conocimiento certero e indubitable, adónde y en qué cosa el cristianismo es realizado definitivamente, no menos decisivamente puede rechazarse el cristianismo ascético de Kierkegaard que necesita igualmente de los fundamentos naturalistas y teoricistas para su propia afirmación. Todo aquello por lo cual se siente repugnancia, todo lo que contrasta a la naturaleza, afirma el pensador danés, propiamente aquello es el auténtico cristianismo; donde se aprecia cómo el cristianismo ascético cae en el naturalismo, si bien en el naturalismo del anti-naturalismo; el nuevo dato que ahora se eleva y toma como lo absoluto es la negación de aquel dato que el cristianismo filisteo había asumido como absoluto; mas no se cesa, por esto, de prestar legalidad al dato, de creerse en posesión de un conocimiento auténtico y válido de lo que, objetivamente y de una vez por todas, puede considerarse verdaderamente cristiano. Kierkegaard recorre de manera frecuente y exhaustiva el pensamiento del cristianismo primitivo, pero de ahí escoge principalmente la indicación de la lucha contra el mundo, fijada en el valor presupuesto del anti-mundo que se contrapone a aquel, más que la indicación de la insuficiencia que de por sí tiene toda forma concreta de práctica religiosa para significar positivamente la totalidad de su valor real. El sacrificio es la palabra clave del cristianismo propuesto por Kierkegaard, pero el sacrificio puede, a su vez, ser entendido de diferentes maneras; por un lado puede significar la separación de todo lo que pueda indicar el triunfo de lo actual, mientras que, por otro, puede significar la canonización objetivista de la negación de lo actual. Si Mynster y Martensen saben demasiado bien qué cosa es el cristianismo, por otro lado, la disposición religiosa de Kierkegaard también tiene un criterio objetivista que le consiente, a su vez, saber qué cosa es el verdadero cristianismo; también él corre el riesgo de caer en una posesión demasiada segura de Dios para poder declarar a su posición como la auténticamente religiosa. Así como aquél aplicaba el criterio de lo natural, él aplica, por su lado, el criterio de lo anti-natural. Pero apenas se proceda a examinar el fundamento crítico de tal ascetismo, se encuentro que tiene una raíz pragmática, la misma que la del cristianismo filisteo del intelectualismo. ¿Por qué, por ejemplo, la condición de castidad deberá ser considerada como más cristiana que la condición matrimonial? ¿Por qué la condición de la pobreza, por sí misma, deberá ser considerada más cristiana que la condición del que posee?
         Kierkegaard ha asumido la condición de vida que le era más cercana y, por motivos psicológicos y de tradición, la ha considerado consagrada por sí misma como cristiana, como auténticamente religiosa; pero, por el contrario, la auténtica posición religiosa no puede sencillamente identificarse a una situación, ni ligarse a una atmósfera, ni subordinarse a una realidad presupuesta.
         Aparte de esto, se ve en el pensador danés la tendencia a consagrar la experiencia singular también en el mundo religioso. Él odia al grupo, aquello a lo que con desprecio llama «la multitud»; él odia a «todos» los que buscan reconocerse como cristianos; por lo contrario, sólo «pochi» [uno solo] es cristiano, sólo cada uno es cristiano, y ese uno sólo es aquel que niega el mundo, que abraza el sacrificio, que niega al padre y a la madre. Mas éste cada uno, justamente, es seguramente cristiano contra otro pseudo-cristiano. No todos podemos ser cristianos, pero no ya porque no sea lícito ser cristiano, sino porque sólo es posible que algunos lleguen verdaderamente a ser cristiano. El verdadero cristiano debe llegar a ser singular contra la multitud; a la multitud Kierkegaard le niega el derecho de llamarse cristiana, de la misma manera que sólo consiente al singular reconocerse perfectamente cristiano. Y aquel singular puede llamarse genuinamente cristiano con la misma legitimidad con la que puede declararse cristiano cualquier otro, todos. Este aspecto de la polémica de Kierkegaard no debe indudablemente debilitar los desarrollos y el resultado crítico. Como también, para la conciencia religiosa contemporánea, la posición positiva del pensador danés no contiene un aporte válido. Esta no aporta ninguna perspectiva para una auténtica renovación del cristianismo.
         Mas la batalla de Kierkegaard contra el naturalismo intelectualista continúa siendo válida; resta a la consciencia religiosa contemporánea continuar desplegando todas las consecuencias y reabriendo para la vida religiosa una posibilidad de afirmación, más allá de todo dogmatismo y toda escolástica, sea inmanentista o trascendentalista.                                       

SEMIOLOGÍA Y LINGÜÍSTICA