UNO Y EL AMOR A LA VERDAD[1]

Por Héctor Fenoglio

 

        «No matarás», «no robarás», «no desearás la mujer de tus prójimo», son mandamientos difíciles pero no imposibles de cumplir. Pero «amarás a tu prójimo como a ti mismo» no sólo aparece como imposible de cumplir sino también hasta imposible de entender.

         Freud, un pensador honesto y radical como pocos, concluyó que cumplir con este precepto sólo nos conduciría a favorecer la maldad. Si después de 2000 años este simple puñado de palabras sigue presentando alternativas tan extremas, algún misterio deben esconder.   

          
1
EL EVANGELIO SEGÚN FREUD
(fragmento del libro El Malestar en la Cultura, de Sigmund Freud)
    
         Uno de los pretendidos ideales postulados por la sociedad civilizada, el precepto «Amarás al prójimo como a ti mismo», que goza de universal nombradía y seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar de que éste lo ostenta como su más encomiable conquista, sin duda no es muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía en épocas ya históricas. Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por cualquier título. (Descarto aquí la utilidad que podría reportarme, así como su posible valor como objeto sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el precepto del amor al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de sus propios valores, ninguna importancia hubiera adquirido para mi vida afectiva y entonces me sería muy difícil amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir?
         Examinándolo con mayor detenimiento, me encuentro con nuevas dificultades. Este ser extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que —para confesarlo sinceramente— merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo. Si se condujera de otro modo, si me demostrase consideración y respeto, a pesar de serle yo un extraño, estaría dispuesto por mi parte a retribuírselo de análoga manera, aunque no me obligara a ello precepto alguno. Aún más: si ese grandilocuente mandamiento rezara «Amarás al prójimo como el prójimo te ame a ti», nada tendría yo que objetar. Existe un segundo mandamiento que me parece aún más inconcebible y que despierta en mí una resistencia más violenta: «Amarás a tus enemigos.» Sin embargo, pensándolo bien, veo que estoy errado al rechazarlo como pretensión aun menos admisible, pues, en el fondo, nos dice lo mismo que el primero.
         Llegado aquí, creo oír una voz que, llena de solemnidad, me advierte: «Precisamente porque tu prójimo no merece tu amor y es más bien tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo.» Comprendo entonces que éste es un caso semejante al Credo quia absurdum [«Creo porque es absurdo»].
         Ahora bien: es muy probable que el prójimo, si se le invitara a amarme como a mí mismo, respondería exactamente como yo lo hice, repudiándome con idénticas razones, aunque, según espero, no con igual derecho objetivo; pero él, a su vez, esperará lo mismo. Con todo, hay ciertas diferencias en la conducta de los hombres, calificadas por la ética como «buenas» y «malas», sin tener en cuenta para nada sus condiciones de origen. Mientras no hayan sido superadas estas discrepancias innegables, el cumplimiento de los supremos preceptos éticos significará un perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio directo a la maldad.
         La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus [el hombre es el lobo del hombre]: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general, esta cruel agresión espera para desencadenarse a que se la provoque, o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la inhiben, también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción.
         La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no bastaría para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. Sin embargo, todos los esfuerzos de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa.

2
LA LEY
         La experiencia de vida nos obliga a abandonar la ilusión de que el hombre, en el fondo, es un ser lleno de bondad y de amor. Peor aún, parece obligarnos a reconocer lo contrario; que la característica humana más definitoria quizá radique en un fondo de maldad tan antigua e insondable como el hombre mismo. La consecuencia inevitable que esta situación nos impone, entonces, es la necesidad de imponer barreras que contengan semejante maldad. La expresión concreta de estas barreras es la institución y sostenimiento de un conjunto de leyes (jurídicas, morales, culturales, etc.) imprescindibles para evitar el caos y el derrumbe social.
         Pero la experiencia también nos obliga a reconocer que la esencia de estas leyes radica en prohibiciones; en disuasivos y amenazas ante su posible trasgresión. Dicho de manera más clara: aunque las leyes, por un lado, prohíban determinados actos, por el otro, dejan intactos los impulsos que empujan a cometerlos. Podríamos decir que estas leyes actúan de manera “externa” al impulso; o también que, como no tienen el objetivo de modificar “internamente” al impulso, es lógico, por lo tanto, que no logren modificar en nada la maldad que anida en el alma humana. A lo sumo, logran mantenerla a raya. Nos encontramos así en la incómoda situación de mantener un eterno empate entre las prohibiciones y lo prohibido, con el inevitable agregado de un oscuro pronóstico: si algún día la balanza llegara a inclinarse hacia un lado, ese lado necesariamente será el de la maldad, pues las leyes, por su propia esencia, no buscan la transformación sino tan sólo contener la maldad. Freud no era ignorante de esto; y así lo escribió en su artículo “Consideraciones de actualidad sobre la Guerra y la Muerte”: «La sociedad civilizada, que exige el bien obrar sin preocuparse del fundamento instintivo del mismo, ha ganado, pues, para la obediencia o la civilización a un gran número de hombres que no siguen en ello a su naturaleza. El sujeto así forzado a reaccionar permanentemente en sentido de preceptos que no son manifestación de sus tendencias instintivas vive, psicológicamente hablando, muy por encima de sus medios y puede ser calificado, objetivamente, de hipócrita,...y es innegable que nuestra civilización favorece con extraordinaria amplitud este género de hipocresía. Podemos arriesgar la afirmación de que se basa en ella y tendría que someterse a hondas transformaciones si los hombres resolvieran vivir con arreglo a la verdad psicológica. Hay, pues, muchos más hipócritas de la cultura que hombres verdaderamente civilizados...»
         Es innegable que la satisfacción plena y sin remordimientos de nuestras peores tendencias egoístas no nos llevaría más que a la locura y criminalidad. Pero es innegable también que, tal como están planteadas las cosas hoy, el cumplimiento de la ley se vuelve imposible. Y no sólo eso sino algo bastante más terrible, que no muchos, sin embargo, quieren reconocer: el sostenimiento y cumplimiento de la ley, entendida puramente como prohibición, no puede llevarnos más que a una vida mortífera, de constante resignación y pena, condenándonos a no poder superar jamás el malestar intrínseco que imponen a la vida estas leyes que sólo prohíben pero no dan vida. La ley está como hambrienta y nos contagia el hambre; recurriendo a la ley nunca se consigue la abundancia, pues sus prescripciones cabalmente están hechas para quitar, para exigir y para estrujar hasta el extremo. Con cada prescripción la ley exige algo y, sin embargo, nunca hay tope para las prescripciones. Por esto la ley es exactamente lo contrario a la vida, porque la vida es abundancia. La ley se asemeja a la muerte. Y sin embargo todo parece indicar que no podemos abandonarla a riesgo de caer en la disolución social. Esta es la conclusión y el mensaje de Freud: lo inexorable del malestar en la cultura. Conclusión honesta y a la vez terrible que, más que resolver el asunto, no hace más que explicitar el presentimiento basal de la propia inviabilidad que subyace en nuestra cultura. 
         En este exacto punto, en este nudo imposible de desatar, en este auténtico callejón sin salida en la relación entre la ley y la vida es cuando llega y adonde apunta el mensaje cristiano “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. La disyuntiva humana tan magníficamente descripta por Freud no es nueva, más aún, es la misma que enfrentaron Jesús y los primeros cristianos. Ya en aquellos tiempos la ley era imposible de cumplir y también, con sus insaciables exigencias, era la ruina de todos. Es ante esa situación de imposible resolución que el apóstol Pablo anuncia: “Cristo es el fin de la ley” (Cor. X.4). Y verdaderamente es así: Cristo es la ruina de la ley y, aunque suene paradojal, también es el cumplimiento de la ley. 
         El precepto “amarás a tu prójimo como a ti mismo” no es una ley del tipo de las descriptas por Freud. Este precepto no apunta a condenar ni a mantener a raya el odio al prójimo dejando intacto ese odio (a lo que sí apunta, dicho sea de paso, nuestra progresista y tan ponderada exigencia de la “tolerancia” al otro). No apunta a una represión del odio (es decir, a una acción “externa” sobre él), como tampoco se propone meramente como una barrera contra el odio pero sin llegar a alterarlo. El precepto insta y convoca a todos y a cada uno, con absoluta seriedad, a una transformación del odio en amor. Por eso ya no es una ley general sino un proceso interior de vida; no es una ley que oprime sino una sugerencia vital, una invitación a vivir un tipo de vida diferente a la actual.
         Llegado a este punto rápidamente se contestará que semejante pretensión (la de la transformación de los impulsos hostiles en amor) es algo imposible. Ya lo veremos. Lo que por ahora interesa recalcar es que, más allá de si es posible o no, el precepto no es una prohibición, sino un imperativo por el que, en el caso de realizarse, la ley queda cumplida y, por eso mismo, se vuelve innecesaria. Es por eso que es la ruina y, al mismo tiempo, es el cumplimiento de la ley. Y es por eso, también, que Pablo afirma que en la simpleza del precepto se resumen todas las leyes puesto que, de cumplirse, en el mismo acto se cumple toda ley. Por todo esto resulta obvio que confundir este precepto con una ley que meramente prohíbe es no entender el ABC del mensaje cristiano.

3
EL PRÓJIMO NO ES EL SEMEJANTE.
         La experiencia de amar aparentemente nos resulta a todos clara y transparente. El precepto dice “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”: ¿será este amor similar al amor a una pareja, o tal vez al amor a un amigo? Estos amores son tan viejos como la humanidad, y no agregaría más que confusión quien opinara que la diferencia que introduce el amor cristiano tan sólo consiste en que la amada o el amigo son queridos de una forma más fiel y más tierna. ¿No constatamos acaso en personas no cristianas ejemplos hermosos de este amor o de esta amistad? Si el cristianismo no trae al mundo un nuevo amor, todo su mensaje es un fraude. ¿Cuál es, entonces, la novedad que introduce el cristianismo en este asunto?  
         Hoy, como hace miles de años, diferenciamos lo que llamamos el “amor propio”, en sentido egoísta o narcisista, del “amor al otro”; y hoy como ayer repudiamos el amor egoísta tanto como exaltamos la entrega amorosa a un hombre o a una mujer, al pueblo, o a la humanidad. Pero fue el mismo Freud quien descubrió que estos amores “altruistas” no son más que desarrollos del amor narcisista: en el fondo todos amamos lo que somos o lo que nos gustaría ser. A pesar de su radicalidad, el descubrimiento freudiano sin embargo no es ninguna novedad: hace 2000 años el cristianismo ya afirmaba que tanto el “amor propio” como el amor a una pareja, al amigo, o a una causa, no son más que otras tantas formas del “amor propio”. Y es aquí donde, a diferencia de todo lo anterior y posterior, el cristianismo introduce su innovación decisiva que trastoca todos los valores, pues de manera categórica e irreversible afirma que «amar al prójimo como a ti mismo» es un amor absolutamente diferente a todos los demás amores, sean narcisistas o altruistas, hasta el punto extremo de llegar considerarlo como el único auténtico amor.
         De los reparos con los que Freud rechaza el precepto podemos aclarar este asunto. Freud dice así: «Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo». Es indudable que los reparos que opone (como lo haría cualquiera de nosotros) son los del “amor propio”. El “prójimo” así entendido no es más que la duplicación de uno mismo, es decir, otro “uno” necesario para que uno pueda afirmarse. Entendámonos bien: no estamos hablando especialmente del narcisismo de Freud sino de la posición que él allí adopta, la normal desde la que cualquier persona en nuestra cultura piensa y siente. Freud mismo lo dice: “es muy probable que el prójimo, si se le invitara a amarme como a mí mismo, respondería exactamente como yo lo hice”. Resulta aquí imprescindible, entonces, hacer la siguiente aclaración: Freud aquí no está hablando del “amor al prójimo” sino del “amor al semejante”. Este amor se funda en la semejanza en virtud de la cual los que se aman son distintos a los demás, o en la cual se asemejan mutuamente en cuanto distintos de los demás. Este amor al semejante se funda, de forma inevitable, en una exclusión de los otros: por un lado la pareja, los amigos, el partido, la nación y la raza; por otro, los otros. Este amor es amor de preferencia y enteramente acorde con uno mismo; en él uno está a sus anchas y es feliz: todos somos “uno” (de Boca, de River, o de lo que sea, siempre y cuando haya algún otro en contra). Cuanto más fuertemente se enlazan dos “unos” entre sí con el fin de hacer un solo uno, tanto más se aferra al “amor propio” este “uno reunido”, excluyendo a todos los demás. En el punto culminante del amor y de la amistad, los dos, los tres, o los miles se hacen realmente una misma cosa, un solo “uno” colectivo. Pero en esta borrachera emocional, que hoy se considera el summun del amor, uno no se sigue amando más que a uno. Es que en este amor como sentimiento, como emoción o como identificación, uno no hace más que regodearse en uno mismo, acomodarse en una tibia trampa de la que nunca más quisiera salir. Para el cristianismo, en cambio, nada de esto es amor, puesto que sigue fundándose en el odio al “no uno”, es decir, “al prójimo”. A decir verdad, el semejante es casi lo opuesto y hasta el enemigo del prójimo. Freud, con la franqueza que lo caracteriza, lo confiesa de una manera tan irremediable como accesible a cualquiera que no quiera engañarse: «Este ser extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que —para confesarlo sinceramente— merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio». No hay nada, pues, en uno ni en el prójimo, que me lleve a amarlo; por lo contrario, todo me lleva a odiarlo y a esperar de él una actitud equivalente. Por eso es que, para reprimir ese odio, se hace necesaria la ley; pero también es cierto que mientras sigamos sosteniendo y aferrándonos a la ley, seguiremos odiando. Así es la ley del “amor propio”. Y es justamente en este punto donde el precepto cristiano rompe el nudo anunciando que únicamente el amor al prójimo nos puede sacar de semejante atolladero.

4
UNO NO ES TI MISMO

         Pero ¿es posible? Recordemos aquí las ya citadas palabras de Freud: «la sociedad civilizada tendría que someterse a hondas transformaciones si los hombres resolvieran vivir con arreglo a la verdad psicológica».  Nuestra sociedad sólo exige que se acate la ley, y le tiene sin cuidado si las personas sienten a la ley como una imposición ajena a su ser o la asumen como propia. Pero, como todos sabemos, hecha la ley hecha la trampa. Esta forma de vida, subjetiva y objetiva a la vez, que se funda en la represión y no en la transformación de los impulsos, necesariamente es hipócrita y mentirosa.
         El amor a una pareja, a un amigo o a una causa es algo bellísimo, que nadie en su sano juicio puede despreciar; pero elevar cualquiera de éstos amores a supremo valor regulativo de la vida sólo puede conducir a desastres. Si anteponemos el amor a la pareja, a la familia o a la patria a cualquier otra cosa, inmediatamente veremos despuntar el odio a esa “otra cosa”: cualquier tercero es rechazado en la relación de pareja, apareciendo los celos; la sola existencia de otra patria alcanza para encender la tensión agresiva para con ella. Elevar a primer plano el amor a la pareja también lleva a dejar muy por detrás la relación con la propia verdad de cada uno de sus integrantes, quienes rápidamente empiezan a usar el amor al otro como escondite para ocultar sus propias miserias y mentiras. Y así nuevamente vuelve a aparecer en primer lugar el amor propio. Uno gusta imaginarse que es uno el que viene a controlar el odio que le brota a pesar de su voluntad, y que en esa tarea tiene como aliada a la ley. Uno y ley son la misma cosa, y pone al odio por fuera y contra suyo. Esta fantasía de uno, sin embargo, viene como anillo al dedo para no ver que uno se funda en tensión agresiva con el otro, y que el amor propio inevitablemente se sostiene, en espejo, del odio al otro. 
         Muy diferente es querer salir de la mentira y vivir con arreglo a la verdad; esto funda un amor totalmente diferente a todos los anteriores que, incluso, puede llevarnos a romper parejas y amistades. Este amor, a diferencia de los anteriores, es absolutamente solitario, siendo una tarea de cada uno, solo ante la verdad. Y en esto de nada vale simular que se acata, porque no hay nadie ante quien simular ni a quien acatar, como tampoco hay nadie quien avale nada. Tampoco es un acto que se puede hacer entre muchos, tanto sea porque no nos alcancen nuestras propias fuerzas como para darnos más valor; pues aquí uno está solo ante la verdad. Además este amor jamás puede convertirme en una sola cosa con el otro, resultando un “uno” reunido; por el contrario, es y siempre será un amor entre dos personas eternamente determinadas cada una por su lado. Recién aquí es donde puede llegar a aparecer el “amor a ti mismo”, el cual no tiene nada que ver con amarse a uno mismo, el que siempre es y será amor de preferencia y de regocijo en la propia imagen. El amor así entendido y practicado no tiene nada que ver con el sentimiento (gusto), como tampoco con la moral (obligación), sino simplemente con la verdad. Y no hay ley general, ni aún la más revolucionaria y socialista, que pueda imponer su cumplimiento, pues esto es una cuestión de cada uno.
         Nadie puede dejar de ver que nuestro mundo es casi la antítesis de este precepto, y que llevarlo a la práctica va contra uno. Pero también nadie deja de ver que nuestro mundo, fundado en uno y en la ley, no tiene salida; y que, así, hasta uno mismo se perjudica. Vivir con arreglo a la verdad no es un sueño. No es sólo una afirmación doctrinaria del freudismo la que afirma que la cultura y sus obras son un producto de la transformación pulsional, sino que, y en primer lugar, es su misma praxis clínica la que se asienta en dicha transformación, la que se transita a través del penoso reconocimiento de una verdad rechazada y no reconocida por uno —reprimida. Esta verdad no es algo ya creado y existente en nosotros, y que tan sólo esperaría su reconocimiento de nuestra parte, sino que, por una extraña operación, es algo que se vuelve a crear en el exacto momento de su reconocimiento que, a su vez, coincide con el reconocimiento de la mentira propia de uno. Es en esa travesía que uno reconoce que hay algo más allá de uno, y que eso es más propio que uno mismo. 


[1] Publicado en revista Parte de Guerra Nº 10, Junio 2000, Buenos Aires.

SEMIOLOGÍA Y LINGÜÍSTICA