¿PORQUÉ LUCHA LA IZQUIERDA?
Por Héctor Fenoglio[1]

    José Pablo Feinmann, en su último libro La Sangre Derramada, afirma: Lo que define al hombre de izquierda es su incapacidad para tolerar la desigualdad, este «malestar frente al espectáculo de las enormes desigualdades, tan desproporcionadas como injustificadas, entre ricos y pobres, entre quien está arriba y quien está abajo en la escala social, entre quien tiene el poder y no lo tiene». Si nos proponemos partir de elementos sencillos pero contundentes, diríamos que lo que diferencia al hombre de izquierda del de derecha es este «malestar» que menciona Bobbio. El mundo, tal como es, resulta intolerable para el hombre de izquierda . Y si esto es así es porque el hombre de izquierda tiene una aguda sensibilidad (cualidad que lo ennoblece) para percibir las desigualdades. El hombre de derecha, por el contrario, es siempre un “justificador” del estado de cosas...
   En un mundo escencialmente injusto la lucha por la igualdad y la justicia parece ser la motivación inicial que encontramos en quienes se dicen de izquierda o revolucionarios. Este impulso está antes que cualquier teoría, la que sólo después viene a elaborar o a justificar ese hecho. Y la Revolución futura vendría a remediar estas injusticias y desigualdades económicas y sociales.
   ¿Qué se quiere decir con “erradicar las desigualdades económicas y sociales”? Hoy, por más lejos que se vaya, esencialmente se piensa en una justa distribución de los bienes y servicios; se dice que mientras el hombre de derecha principalmente se interesa por la producción per cápita, mientras el de izquierda lo hace por la distribución per cápita. Recordemos de paso, que el dogma marxista era “de cada cual según su posibilidad y a cada cual según su necesidad”. Pero al mismo tiempo siempre se ha señalado que aún logrando la igualdad económica, social y política, no por ello se resuelven todas las desigualdades; quedan, todavía, las del amor, las de la belleza física, las de capacidad intelectual, y muchas más, la mayoría tanto o más importantes que las económicas en cuanto provocadoras de odios, envidias y resentimientos.
    ¿Es realmente ésta la motivación y objetivo central de la lucha de la izquierda, y por ende, de su tan ansiada Revolución? ¿Qué resuelve y qué no resuelve este objetivo? Más aún ¿qué exacerba el mismo?
   Cuando a la justicia e igualdad se la concibe centrada en bienes y servicios ocurren dos cuestiones: en primer lugar, a la futura Revolución se la piensa centralmente como distributiva; y en segundo lugar, toda lucha revolucionaria actual se degrada en economicismo. ¿Qué significa esto? Significa que, ahora y después de la revolución, el objetivo central es económico. O sea ¿los ricos tienen automóviles?, entonces: automóviles para todos. ¿Los ricos tienen lindas casas?: lindas casas para todos. Pero la lógica misma de este pensamiento conduce más lejos aún: “no podemos pensar en automóviles para todos —se razona— cuando hay chicos que no tienen zapatillas”; entonces aparecen las “prioridades”, por las que lo económica y socialmente urgente pasa a ser lo decisivamente revolucionario. Todo esto lleva a concebir que la lucha por objetivos económicos y sociales —buena atención en hospitales, mejores sueldos y condiciones de trabajo, acceso a la educación, etc—  es la acción revolucionaria. Y mientras más urgente y extremadamente necesaria sea la reivindicación, más revolucionaria.
  Es obvio que es necesario luchar por mejores condiciones de vida, tanto para uno mismo como para otros, como también ayudar a quienes estan pasando, sea transitoria o permanentemente, condiciones de vida terribles; pero de allí a hacer de eso “la acción revolucionaria” por excelencia es otra cosa muy diferente.
   Podemos estar de acuerdo o no con Marx, pero hay que ser claros en una cosa: Marx jamás pensó a la clase obrera como sujeto de la revolución porque era pobre, porque era víctima de una distribución injusta, o porque sufría. En la época en que Marx vivía, había sectores tanto o más pobres y abandonados que los obreros industriales, por ejemplo los campesinos o los trabajadores de las colonias. Si Marx concibió al proletariado como sujeto revolucionario fue porque era la clase que encarnaba la contradicción estructural necesaria al capitalismo. Por supuesto que todo eso hoy está en revisión y en discusión, pero no podemos hacer pasar por marxismo a esta visión que sustenta el impulso y fin revolucionario en la inequititiva distribución de la riqueza, pues fue Marx mismo el que la denunció como “populismo”. Y “populismo” no es un epíteto despectivo, sino una definición filosófica política para definir aquello que, por más que quiera, nunca va llegar a ser revolucionario.
    Quienes centran la acción revolucionaria en la equidad de posibilidades de acceso a los bienes y servicios materiales se consideran por ello “materialistas”, en sentido filosófico, o sea, que no luchan por sueños vanos sino por cosas muy concretas. Dentro de los sueños vanos piensan a todo aquello que no tiene que ver con las necesidades básicas de los hombres; y se acusa de “idealista”, en sentido filosófico, a quienes afirman que el hombre es mucho más que necesidades. Es muy probable que el “materialismo dialéctico” tenga mucho que ver con esta estrechez de miras, pues nunca pudo dar una visión más enriquecedora de lo que ahora se llama “subjetividad” más que como reflejo superestructural de la estructura económica. Sin ir más lejos, baste recordar la pobreza de la psicología, tanto en la exURSS como en Cuba, reducida la mayoría de las veces al más estrecho conductismo positivista.
   En ese sentido el capitalismo fue y sigue siendo, por lo menos, mucho más astuto, ya que cada vez más es una enorme maquinaria de vender sueños, la mayoría de las veces de los más pueriles, pero sabiendo apuntar al corazón del asunto. El consumismo capitalista consiste justamente en vender felicidad en cuotas y con tarjeta de crédito; felicidad plasmada en el último modelo de automóvil, de televisor, los últimos CD y computadoras, maravillosos viajes a hermosas playas o jugosas frutas tropicales; ha descubierto que cualquier cosa puede ser un buen cebo para la ilusión humana. La actual sociedad postindustrial no se basa en la satisfacción de las necesidades básicas; si bien se monta en ellas (y muchas veces ni eso) las transforma en bellos productos para la supuesta satisfacción del deseo humano.
   No hay necesidades, hay deseos; y la fortaleza del capitalismo radica en que es un gigantesco dispositivo de manipulación del deseo. Y el deseo también es material, salvo para la estrecha visión de los “materialistas”, y es más material que la supuesta materialidad que ellos imaginan, la que finalmente no es más que una pura abstracción.
   Las “necesidades básicas” a las que cualquier persona aspira hoy no se reducen a comer, dormir, etc.; fundamentalmente lo que todos quieren es disfrutar de las cosas lindas que disfrutan los ricos. Todos quieren ser parte de la fiesta. Ese es el bienestar material que se desea y a lo que ha quedado reducido el deseo: a consumir las brillantes zanahorias que el capitalismo produce. ¿También a eso queda reducida la aspiración revolucionaria? Aquí no hay aquí ningún deseo diferente de lo que el propio capitalismo ofrece. Pero la izquierda no es franca en su discurso y no dice abiertamente esto, sino que exalta la lucha contra el hambre y la pobreza, y para ello debe pintar una situación social extrema miseria, exagerando hasta el ridículo, resaltando en primer plano situaciones terribles que por supuesto las hay, pero que no son la generalidad. Y esto le resulta necesario porque si no hay hambre y miseria general, entonces se quedan sin motivo de lucha y ¿para qué la revolución?
   Nadie en su sano juicio, ni aún el más pobre entre los pobres, puede creer que el sentido de su vida radica en poder comer, dormir, tener atención médica, educación, etc. Lo que así se hace es animalizar la humanidad, y es una falta de respeto a cualquier ser humano adjudicarle que esas son sus deseos fundamentales. Por supuesto que cualquier persona necesita todo eso, pero también es cierto que cualquier persona desea a mucho más que eso. Y con eso no me refiero a muchas más cosas de ese tipo, como aviones, piscinas, etc., me refiero a otra cosa.    
  Por ello es que, para adelantarme a cualquier malentendido, nada de lo dicho tiene que ver con volver a vivir de la caza y de la pesca, volver al estado natural, o a la época de las cavernas. Es absurdo no pretender un buen pasar material; pero más absurdo es poner el centro de los asuntos humanos, del deseo humano, en el buen pasar material. Porque aún cuando se satisfagan todas las “necesidades básicas” todavía ni siquiera se habría rozado el asunto del deseo. Si se centra, además, la satisfacción del deseo en la consumición de bienes y servicios “materiales” no saldremos nunca del consumismo —la política deseante capitalista—; y al mismo tiempo todo otro deseo que no sea “material” se lo considerará “ideal” en el peor sentido, es decir, pura ilusión.
   La izquierda puede aceptar que la revolución y todo acto revolucionario debe atender al deseo humano, pero siempre después de resolver las situaciones “materiales” más críticas: hambre, salud, etc., sin darse cuenta que de esa manera nunca saldrá de la lógica capitalista-consumista; como tampoco que en todo acto anticapitalista, sea actual o futuro, las “necesidades básicas” siempre están despues de eso otro que llamamos deseo.
  

   Centrar la lucha revolucionaria en el acceso masivo a los bienes y servicios tiene una virtud: se cree saber qué desea el hombre. Y lo sabe, ya que el deseo que la actual sociedad promueve no es otro que de bienes y servicios; pero de esa manera no sólo no se cuestiona la política deseante capitalista sino que, peor aún, se la hace propia.
  Cuestionarla se vuelve imprescindible porque ninguna conquista en el terreno de los bienes y servicios —por más lejos que se vaya en ésto— puede ni siquiera atemperar el malestar al que dice venir a remediar, por la sencilla razón de que tal remedio está hecho en función del desconocimiento, la evitación y la negación de dicho malestar. Dicho de otra manera: lo que tal política intenta no es enfrentar el malestar reconociéndolo, sino que lo que busca es no enfrentarlo, taparlo, hacer de cuenta que no existe, alejarse lo más posible de la boca del abismo.  Tal política dice “esto es lo que tú deseas”, pero no puede ni quiere abrir la pregunta “¿qué es lo que deseo?” Porque el deseo, siendo lo más deseado por el hombre, curiosamente también le resulta lo más desconocido, peligroso y angustiante. La potencia de tal política estriba en que logra evitarle al hombre la pregunta dándole, servido en bandeja, un supuesto sosiego y la seguridad de una vida sin misterios ni peligros. Mientras más agarrado esté de esa tranquilidad más perdido de sí mismo estará, alienado a bienes y servicios que siempre pedirán más y más sin por ello alcanzar, siquiera mínimamente, la realización de los deseos, aumentando la sensaciónes de frustración, insatisfacción y tedio.
   La pregunta ¿qué quiero para mi vida? no entra en la política deseante capitalista, como tampoco en la política revolucionaria tradicional —la que siempre sabe qué quiere. Más aún, tal pregunta no debe entrar, pues se corre el serio riesgo de que derrumbe todo el andamiaje. Sin embargo —de lograr hacerse, y por el sólo hecho de hacerla  dicha pregunta subvierte realmente toda la economía deseante capitalista.
   Enunciar la pregunta no alcanza, ni remotamente, para hacerla. Hacerla es experimentar definitivamente (porque es una cuestión de vida o muerte) la vacuidad de todos los objeto y de todas respuestas que intentan cerrarla, en tanto subvierte la economía deseante de este mundo encarnada en mí y con la cual inevitablemente soy uno. 
   La conciencia actual, ubicando a la carencia de bienes y servicios como la causa de su malestar, se aliena en la lucha por su conquista, e imagina el bienestar del que hoy se siente excluído en el disfrute de tales bienes. De tal manera todo su pensamiento se orienta hacia afuera, hacia los objetos, y no se le ocurre preguntar si realmente aquella es la causa y éste el remedio a su malestar; y menos aún si no es necesario un cambio de orientación en su propia búsqueda. Es por ello que la conciencia actual debe tomarse por buena (bien hecha, definitiva, y justa); y al mundo, a la sociedad o al sistema por malo (mal hecho, a modificar, injusto). Justamente por ello no puede dejar de quejarse de este mundo tan injusto y desigual.          




[1] Publicado en PARTE DE GUERRA, AÑO 1990.

SEMIOLOGÍA Y LINGÜÍSTICA