TALANTE VERDADERO Y TALANTES FALSOS
Un estudio sobre el término «stemning» en el libro El Concepto de la Angustia de Søren Kierkegaard
Por Héctor Fenoglio
Lo que un filósofo es, eso resulta difícil de aprender,
pues no se puede enseñar:
hay que «saberlo», por experiencia, —o se debe tener el orgullo de no saberlo.
Pero que hoy todo el mundo habla de cosas
con respecto a las cuales no puede tener experiencia alguna,
eso es algo que se aplica ante todo y de la peor manera a los filósofos
y a los estados de ánimo filosóficos.
Federico Nietzsche
Más allá del bien y del mal
A pesar de que el concepto de stemning es una de las claves del pensamiento de Kierkegaard, casi nunca se le ha dado la atención e importancia que merece; por lógica consecuencia, tampoco se alcanzó a establecer su sentido con la suficiente precisión. Aunque las traducciones más comunes y aceptadas al español —tanto “estado de ánimo” como “talante” — se acercan en mucho a su sentido original, no pueden, sin embargo, por sí solas, entregar de manera directa e inmediata el sentido profundo y decisivo que encierra, por el simple motivo que, en realidad, esa no es una tarea de la traducción sino que corresponde al trabajo de elaboración y establecimiento de su concepto.
Por talante usualmente se entiende «el estado de ánimo que condiciona y colorea nuestro mundo de percepciones, pensamientos y sentimientos» ; pero con esta definición no alcanzamos siquiera a esclarecer porqué un hecho tan común y trivial como el allí señalado tendría tanta importancia. Por lo general los estudios sobre el talante no pasan de ser, la mayoría de las veces, un mero señalamiento acompañada de una enumeración sin orden ni criterio de fenómenos afectivos concomitantes que despierta o acompañan la actividad pensante y volitiva.
En el siglo XX ha sido Heidegger, con su conocido análisis del “encontrarse” y de la angustia, quien ha continuado con rigor pensando el “temple de ánimo”. En esta sintonía, muchas veces se recurre al stimmung heideggeriano —traducido también como “temple o estado de ánimo” — para tratar de explicar el stemning kierkegaardiano, maniobra que, más que ahorrarnos un trabajo, finalmente termina agregando otro de la misma o de mayor complejidad que el primero.
Donde Kierkegaard realiza unas breves pero sustanciosas reflexiones alrededor de stemning es en su libro El Concepto de la Angustia, publicado el 17 de junio de 1844 bajo el pseudónimo Vigilius Haufniensis. No está de más recordar que hasta ese momento había publicado Migajas Filosóficas, aparecido sólo cuatro días antes que el anterior, y que en el transcurso de 1843 —año en que comienza su carrera de escritor— había publicado los dos tomos de Enter-Eller, después Temor y Temblor y La Repetición, todos ellos bajo pseudónimo, y además Dos Discursos Edificantes, pero esta vez firmado con su propio nombre y apellido. Anteriormente, en septiembre de 1841, había publicado la tesis Sobre el concepto de ironía en constante referencia a Sócrates con miras a la obtención del título de Magister. Aunque la palabra stemning aparece repetidamente en diferentes pasajes de estas obras, en ninguna de ellas el autor se había detenido sobre la misma con tanto detalle como en El concepto de la angustia, especialmente y de manera explícita en la Introducción. En ésta trata de establecer no sólo el lugar exacto, dentro del campo de las ciencias, en el que se debe tratar la angustia y el pecado, sino también el modo adecuado de hacerlo, es decir, el stemning, el talante. Todo esto, a su vez, planteado en polémica abierta y explícita contra Hegel, específicamente contra su Lógica.
1.- El pensamiento y la realidad.
Dicha Introducción, sin embargo, no comienza directamente con el asunto del talante, sino que lo hace desplegando uno de los grandes temas filosóficos de todos los tiempos; me refiero a la relación entre el pensamiento y la realidad, cuestión central, además, del pensamiento hegeliano. Las preguntas que subyacen al texto de la Introducción son: ¿cómo se relaciona cada ciencia con la realidad que aborda?, y fundamentalmente: ¿es posible que la idealidad de la ciencia, es decir, el pensamiento, alcance a “tocar” la realidad misma? En la Introducción leemos: «Por lo general, siempre fue un supuesto de toda la filosofía antigua y de la Edad Media que el pensamiento tiene realidad. Con Kant se hizo dudoso este supuesto. Supongamos ahora que la filosofía hegeliana haya en realidad repensado el escepticismo kantiano. Digamos, entre paréntesis, que siempre será un gran problema averiguar este detalle...; imaginemos que Hegel, después de recapacitar en dicho escepticismo, ha logrado efectivamente reconstruir lo anterior de una forma más elevada, de tal suerte que el pensamiento no tenga realidad en virtud de una suposición previa. En este caso, ¿será una reconciliación esa realidad del pensamiento lograda de un modo tan consciente?» .
Erraríamos de cabo a rabo si consideráramos que estamos ante una de las tantas y estériles disputas académicas, pues lo que salta a la vista es que si no es posible la reconciliación entre ser y pensar, seguiremos separados por siempre del mundo, sin verdad y hasta sin ser, reducidos, por un lado, a meros entes biológicos, y presos, por el otro, de la subjetividad trascendental en la que nos dejó encerrados Kant. De lo que se trata, en el fondo, es de la posibilidad de superación real y vital del escepticismo relativista moderno, el mismo que Nietzsche bautizó como “nihilismo”, pues mientras siga dominando, el desierto seguirá creciendo y nosotros cayendo sin destino.
¿Cómo se plantea este problema hoy? Para el sentido común lo real es lo material, lo exterior, lo que existe antes e independientemente de ser pensado. El pensamiento, en cambio, es algo mental, un reflejo de lo real que no existe por sí mismo (algo así como una imagen en el espejo, como una sombra). La verdad, por tanto, consiste en la correspondencia de las ideas del pensamiento con lo real, en que reflejen de manera exacta lo que en verdad existe por fuera de ellas. Para el sentido común refinado el asunto se plantea aún peor: están las cosas y estamos nosotros, y entre ambos están los pensamientos; pero los pensamientos no reflejan las cosas tal cual son, sino tal como nuestra propia naturaleza nos hace verlas; por lo tanto nunca vemos ni podremos llegar a ver tal cual son las cosas en sí; en consecuencia, la verdad no existe, sólo existen verdades relativas a cada punto de vista. Para el sentido común cientificista, por último, lo real únicamente consiste en procesos fisicoquímicos; los llamados “pensamientos”, en realidad, no son más que meros epifenómenos mentales subproducto de las interconexiones sinápticas cerebrales; en sí y por sí los pensamientos no tienen ningún valor ni realidad. Podría seguir detallando el punto de vista de otros sentidos comunes como, por ejemplo, el que afirma que los humanos somos máquinas excelsas, nuestros cerebros sofisticadas computadoras, y nuestras mentes prodigiosos programas computacionales, etc.; pero no haríamos más que aburrirnos puesto que, aunque diferentes, en el fondo todos dicen más o menos lo mismo. En lo que no se diferencian en nada, en cambio, es en que a ninguno de ellos parece habérsele ocurrido que si las cosas fueran tal como dicen, sus propias ideas, por muy científicas que sean, no serían más que una sombra, una mera reacción electroquímica sin valor o un mero cálculo formal.
Pero no nos engañemos, nadie es ingenuo, no se trata de que no se dan cuenta, de lo que en realidad se trata es de no querer darse cuenta de lo insostenible de tales posiciones. Y esto es así porque la pregunta sobre la realidad del pensamiento es el verdadero talón de Aquiles de todos los sentidos comunes dado que, aunque no lo consideren real, aunque no lo puedan ubicar más que como flotando en un limbo fuera del mundo real, no pueden, sin embargo, lisa y llanamente, desconocer su existencia ni sus inocultables efectos en el mundo. Pero ninguno de ellos acierta a explicarse cómo ni porqué ocurre eso.
¿El pensamiento es real o es algo puramente mental, un mero reflejo de lo real? ¿Lo real es porque es pensado o es antes e independientemente de ser pensado? Estas preguntas, en apariencia anodinas, en realidad agitan nuestro ser más íntimo, puesto que si el pensamiento no es real, entonces tampoco lo es la verdad; y si la verdad no es, entonces estamos perdidos. Y nunca está de más aclarar que el asunto acerca de si hay o no hay verdad no es un asunto “objetivo”, como tampoco “subjetivo”: se trata de una decisión.
Ahora bien, ¿qué articulación existe entre el pensamiento y la realidad por un lado, y el asunto del talante por el otro? La articulación, en principio, no sólo no está a la vista sino que, para el sentido habitual, semejante relación resulta a todos luces forzada; sin embargo en la Introducción se ubica al “talante” o “temple de ánimo” justamente como la bisagra, o como el eslabón perdido entre el pensamiento y la realidad.
En primer lugar hay que recordar que antes y después de Kierkegaard ha habido muchos pensadores que han supuesto en el origen, no sólo antes de la dicotomía entre realidad y pensamiento sino incluso antes de la existencia del pensamiento mismo, una voluntad, un instinto, una pulsión o un temple de ánimo; pero también hay que recordar que en la mayoría de los casos ésto no pasa de ser una mera suposición, una representación o una teoría. En El concepto de la angustia, en cambio, no se desarrolla teoría alguna sobre el talante,como tampoco nos encontramos ante ninguna representación; allí lo que se señala con talante es el carácter, auténtico o inauténtico, verdadero o mentiroso, de la relación que se establece entre lo dicho y el acto de decirlo. Esta relación, aunque se constituye en el mismo acto en que alquien dice algo, no depende sin embargo de las intenciones de quien habla, como tampoco su realidad puede reducirse a lo que hoy se entiende por subjetividad (algo puramente mental e “interior”). Tampoco esta relación puede ser reducida a un mero “hecho lingüístico”, asunto propio de la lingüística, por el hecho de que la realidad de la relación a que nos estamos refiriendo no es visible ni accesible, como veremos, desde el dispositivo del discurso científico, dado que este discurso se constituye justamente desde la ceguera para consigo mismo, es decir, desde el rechazo originario a la pregunta sobre qué tipo de relación mantienen sus propios enunciados científicos con el acto que los formula.
En segundo lugar, en la relación entre lo dicho y el acto de decirlo se asienta y define la esencia misma de lo que calificamos como “existencial”. Cuando nos referimos a un texto, por ejemplo, nunca queda muy en claro el criterio por el cual le damos o le negamos el carácter de “existencial”. Podemos estar de acuerdo en que el carácter “existencial” no radica sólo en el tema o el contenido que despliega, como tampoco en su forma, si por forma entendemos algo así como un estilo o algo similar; tampoco en que deba referirse a alguna vivencia personal, expresar algo de manera visceral o ser emocionalmente impactante; aunque no sepamos bien el motivo, percibimos que todas éstas son características que se quedan en la superficie del asunto, sin poder penetrar en su esencia. Tomando, en cambio, los parámetros señalados, bien podríamos decir que lo que llamamos “existencial” radica en una forma de correspondencia entre lo dicho y el acto de decirlo, acto inseparable de la vida de quien lo dice, aclarando que no se trata aquí de la vida antes o después de lo dicho, ni de las cuestiones de la vida que en ese momento quedan por fuera de lo dicho, como, por ejemplo, si está con gripe o está sano, sino del acto de vida que se realiza en decir lo dicho.
La relación entre lo dicho y el acto de decirlo en realidad es uno de las preocupaciones constantes de Kierkegaard. Es uno de los principales temas en su primer libro Sobre el concepto de ironía…, y continúa desarrollándose, con mayor o menor explicitación, hasta su escrito final El Instante.
2.- El talante en las “ciencias”.
En la citada Introducción se analiza el talante correspondiente a cada ciencia. Quienes se inclinan a presuponer que talante señala fundamentalmente a cuestiones emocionales, deben quedar extrañamente sorprendidos por el ámbito en que el autor encuentra y rescata la realidad del talante. ¿No sería acaso la más íntima y hasta inefable subjetividad el lugar adecuado y exacto adónde ir a buscar el talante? ¿Qué tiene que ver la ciencia con las emociones? Sin embargo la Introducción dice así: «En nuestro tiempo se ha olvidado por completo que también la ciencia, tan plenamente como la poesía y el arte, presuponen un talante, tanto en el que la produce como en el que la recibe; de tal manera que una falta en la modulación adecuada causará efectos no menos perturbadores que la otra falta en la evolución del pensamiento» . Ésta sola observación debería al menos hacer sospechar que el talante en absoluto puede reducirse a una cuestión emocional o inefable.
Hay que aclarar que la palabra “ciencia” no alude aquí a lo que hoy comunmente llamamos “ciencia”, entendida como “ciencia empírica-experimental”; tampoco que el plural “ciencias” remita a la diversidad de las actuales ciencias, por ejemplo: la biología, la química, la física etc. Estas ciencias se diferencian por la región o ámbito del mundo al que cada una se dedica, pero, aunque difieren por el objeto de estudio, todas toman al mundo por “objeto” y se orientan al dominio de la naturaleza que tratan. Con tan sólo nombrar las “ciencias” que se analizan en la Introducción salta a la vista que se está hablando de otras “ciencias”; ellas son: la estética, la metafísica, la ética, la teología, la psicología, y al arte de la predicación.
El libro, entonces, tal como se adelanta en la Introducción, se propone tratar el concepto de la angustia de una manera psicológica, pero teniendo siempre in mente y ante los ojos el dogma del pecado original: recordemos que el subtítulo del libro es: «Un mero análisis psicológico en la dirección del problema dogmático del pecado original». Ahora bien, ¿la psicología en tanto ciencia alcanza a “tocar” la realidad misma de la angustia, o se ubica siempre por fuera de la misma? En todo caso, ¿qué tipo de relación establece con la realidad de la angustia? ¿El pecado es una realidad que también trata la psicología? ¿El pecado es una realidad?
La Introducción trata de establecer cuál es la ciencia que debe tratar el concepto de pecado. Para ello analiza la relación del pensamiento (la “idealidad”) de cada “ciencia” con la realidad que ella decide abordar o, dicho de otra manera, analiza la relación que se establece entre lo dicho por cada ciencia y el acto que realiza en ese decir.
Sobre la ética lo que se puede decir es que busca «introducir la idealidad en la realidad..., muestra la idealidad como tarea, presuponiendo que el hombre está en posesión de las condiciones requeridas para realizarla. De la ética se puede decir lo que se afirma acerca de la ley, que es un maestro de la disciplina, cuyas exigencias meramente condenan, pero no dan vida… Cuanto más ideal es la ética tanto mejor. La ética no se deja perturbar por esa vana charlatanería que siempre está diciendo que de nada sirve el que se exija lo imposible; pues sería inmoral el solo hecho de ponerse a oír semejante cháchara» . Puede decirse, entonces, que los enunciados de la ética, esto es, sus preceptos, no alcanzan a “tocar” la realidad; los preceptos se formulan con toda la intención de que la realidad se adecúe a ellos; pero lo hace, podríamos decir, desde arriba y desde afuera, sin lograr gran cosa en la misma realidad. Además, tanto la ética como la ley ni siquiera tienen en cuenta el problema de si es posible o imposible cumplir con sus preceptos, este asunto no les compete. Podríamos decir que la tarea de ambas no consiste en ayudar a cumplir los preceptos sino en establecerlos y, de ahí en más, en juzgar y condenar los actos que los transgreden. La ética y la ley, por lo tanto, no pueden ni quieren suponer la realidad del pecado pues «la idealidad de la ética desparecería en cuanto que ésta tuviera que asumir la realidad del pecado en su seno». Podemos decir que la ética es demasiado ideal para asumir la realidad del pecado, razón por la cual no puede hacerse cargo del concepto de pecado.
La disposición de la psicología, por otro lado, es muy diferente. A la inversa que la ética, «esta ciencia puede ocuparse y estar ocupada con el problema de cómo es posible que surja el pecado, pero no del hecho de su existencia», es decir, le interesa ver cómo surje el pecado pero le tiene sin cuidado si la realidad del pecado crece o decrece, puesto que no está en la naturaleza de su tarea la acción de juzgar y condenar las transgresiones, y menos aún la lucha contra el pecado; su tarea simplemente se reduce a observar las formas en que se desarrolla el pecado y su relación con la angustia. Pero al mismo tiempo, aunque «psicológicamente hablando es muy exacto que la naturaleza humana ha de estar constituída de tal forma que haga posible el pecado», la pregunta acerca del por qué la naturaleza humana está dispuesta al pecado tampoco es una tarea que pertenezca a la psicología, pues el mismo acto que pretendiera estudiar psicológicamente la realidad del pecado, transformaría al pecado en una realidad ya dada y establecida, cuando de lo que se trata solamente es de una posibilidad. Digámoslo de la siguiente manera: no se puede decir “en el mundo ya está el pecado y ya está la fe”, porque el pecado en realidad no está, con perdón de la licencia, “objetivamente” dado y puesto en el mundo, sino que somos los hombres los que día a día lo seguimos poniendo. Por eso es que «esta pretensión de la psicología de convertir en realidad la posibilidad del pecado, es algo que subleva a la ética y suena a blasfemia en los oídos de la dogmática», pues ello constituiría en sí mismo la aceptación del pecado. Lo que con esto nos dice la Introducción, entonces, es que hay ciertas realidades que no pueden ser estudiadas por la psicología pues, al transformarlas en una realidad establecida y existente, lo que hace es alterar la esencia de las mismas.
«Con la dogmática —continúa la Introducción— comienza la ciencia que, en contraste con aquella ciencia estrictamente llamada ideal —la ética—, parte de la realidad. La dogmática comienza con lo real para elevarlo a la idealidad —en esto se diferencia de la psicología, que no pretende elevar nada a nada—. Esta ciencia no niega la presencia del pecado, al revés, lo presupone y lo explica suponiendo el pecado original...; la dogmática no tiene que explicar el pecado original, su única explicación es suponerlo, pero no como algo que pertenezca casualmente a un individuo cualquiera, sino como algo que va retrotrayéndose cada vez más profundamente, en el sentido de un prespupuesto que sin cesar acrece, al mismo tiempo que trasciende al individuo» . La concepto de pecado, entonces, se sitúa completamente fuera del alcance tanto de la ética como de la psicología, puesto que aun cuando ambas llegen a suponer la realidad del pecado, no lo pueden registrar como tal, en el preciso sentido de que el mismo registro sea parte de la lucha contra él. Ésta es la tarea de la dogmática, y para tal fin se articula con la predicación: «En realidad, el pecado no tiene domicilio propio en ninguna ciencia. El pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla como individuo al individuo».
En cada ciencia, entonces, los enunciados y el acto que los establece se articulan de diferente manera. Los enunciados de la ética, por ejemplo, son prescripciones generales válidas para todos, que dicen cómo tendría que ser la realidad y buscan elevar la realidad a su idealidad, aunque no tienen el poder de obligarla a ser tal como prescriben deber ser. La psicología, por su lado, parte de la realidad, la observa y la registra de arriba abajo, pero no le interesa prescribirla ni manejarla en ningún sentido; más aún, cree ciegamente que por su propia disposición originaria está imposibilitada siquiera de tocar la realidad, pues según cree, ella misma se encuentra fuera de la realidad o en otro plano de realidad, es decir, en la idealidad. Sin embargo, y justamente por esta ceguera aludida, puede, aunque sin saberlo, terminar alterando ciertas realidades. La dogmática, finalmente, parte de la realidad, por eso parte de suponer la presencia del pecado original, pero no lo hace para proporcionar una explicación mítica, sino para que cada individuo entre en relación consigo mismo retrayéndose del pecado, tarea que lleva adelante por la predicación.
Ahora bien, ¿dónde ha quedado ese aspecto del talante que señala al afecto, al ánimo? ¿No lo hemos perdido acaso por el camino? La misma Introducción, sin embargo, es la que se encarga de establecer un vínculo indisoluble entre el concepto de pecado y el talante (stemning) adecuado para abordarlo, a punto tal de volver prácticamente indisociables a talante y concepto.. Si el pecado es tratado en la psicología, dice, el talante será insistencia observadora y tenaz espionaje, pero todo dentro de una curiosidad desapasionada y una distancia indiferente por el destino de su objeto, disposición que finalmente resulta ser la inadecuada, pues el talante adecuado para tratar el pecado es la seriedad en la resistencia y en el apartamiento constante del mismo. De no abordarse así, no sólo cambia el talante sino que se altera el mismo concepto, pues el pecado ha de ser superado concibiéndolo no como algo a lo que el pensamiento no puede dar vida puesto que su existencia, en última instancia, es ajena e independiente de él, sino como algo que está constantemente al acecho, y que el paso de dejar de ser una posibilidad para llegar a ser una realidad depende del acto de cada individuo. Si el pecado, por otro lado, es tratado en la ética, al reconocer ésta la imposibilidad de asumir la realidad del pecado, manteniéndose siempre exterior a él «como un maestro de disciplina que sólo exige y condena pero no da vida», su talante siempre será una tensión amenazante, puños crispados y ceño fruncido, con un constante y omnipresente tono, además, de agritud y amargura en el alma al saberse definitivamente impotente para cumplir con su objetivo. De esta manera también se altera el concepto, pues así el pecado se trasnforma en una mera transgresión, y debe ser obcecadamente desconocido en su realidad como única manera de hacerle frente, lo que de por sí constituye el triunfo del pecado.
«El pecado —termina diciendo la Introducción—tiene su lugar determinado; o mejor dicho, no tiene ningún lugar en absoluto, y ésta es cabalmente su determinación. Si se lo trata en otro lugar cualquiera, entonces resultará indefectiblemente alterado, puesto que se le enfoca desde un ángulo de reflexión inesencial. De este modo quedará alterado su concepto, y al mismo tiempo aquel talante que auténticamente corresponde al concepto exacto, de suerte que se pierda la continuidad del talante auténtico, dando lugar a las fugaces fantasmagorías de los talantes falsos» .
En base a lo dicho hasta aquí podemos sacar las siguientes conclusiones. En primer lugar, la expresión “talante adecuado a cada ciencia” no se refiere a ningún tipo de sentimiento o vivencia personal que habría que tener como condición para entrar a dicha ciencia, por el contrario, el talante adecuado a cada ciencia es consustancial a la ciencia misma, y cada persona que trabaje, se ubique o hable desde una ciencia determinada, no puede eludir el talante que ella férreamente dispone. Por lo tanto, este talante no es una especie de humor pasajero y caprichoso, sino una disposición anímica muy precisa y determinada, a la que nadie puede acoplarse o sustraerse a voluntad. Esto nos lleva a una segunda observación: a contrapelo de la opinión habitual, que cree que cualquier realidad y todo concepto es accesible desde la ciencia o la filosofía, es decisivo establecer que cada realidad y cada concepto tiene su “ciencia” pertinente, queriendo decir esto una particular manera de relación entre lo dicho y el acto de decirlo, al mismo tiempo que cada concepto se desarrolla en íntima continuidad con su talante adecuado. En tercer lugar, una vez dicho esto queda en claro que concepto y talante van de la mano, tanto sea para establecerse en su exactitud y autenticidad, como para degenerar en su alteración e impostura. Por concepto, entonces, debemos entender no sólo el contenido intelectual dicho y explícito, sino también y al mismo tiempo el acto realizado al decirlo. Ambas facetas indisolubles del concepto son registradas y experimentadas, es decir, son vividas por el hombre como un afección, un sentimiento o una pasión, esto es, un talante.
Cada ciencia, entonces, lejos de ser un mero reflejo abstracto y separado del mundo, en verdad constituye una forma de ser en el mundo, y cada forma de ser en el mundo realiza, o mejor dicho, consiste en realizar actos propios y específicos que transforman el mundo a su manera de ser, es decir, haciendo un mundo a su manera. En consecuencia, tampoco el pensamiento puede reducirse simplemente a lo dicho olvidándose tanto del acto de decirlo como del talante que supone: el pensamiento es una forma de ser haciendo el mundo.
3.- El talante en el individuo.
Esta íntima consustanciación entre el concepto y el talante, ¿únicamente es una realidad que se expresa en las ciencias, o también se manifiesta entre el contenido intelectual y el talante en la vida cotidiana de cada individuo?
A diferencia de la Introducción, donde se analiza la relación entre el concepto y el talante en las ciencias, el Cap.IV de El concepto de la angustia analiza justamente la relación entre el pensamiento del individuo y el talante. Comienza ubicando el talante fundamental al que apunta todo el libro: la angustia. Este pasaje trata de la angustia como consecuencia del pecado en el individuo, y describe las dos formas en que se presenta: la primera como «la angustia ante el mal», y la segunda como «la angustia ante el bien (Lo demoníaco)». Las define así: «En la primera formación tenemos que el hombre está en pecado, pero se angustia por el mal. Esta formación, vista desde una perspectiva más elevada, se halla en el bien; pues, por eso mismo, tiene el individuo angustia del mal. La segunda formación es lo demoníaco. El individuo está en el mal y se angustia ante el bien. La esclavitud del pecado —la primera— es una relación forzada con el mal, pero lo demoníaco —la segunda— es una relación forzada con el bien» . Lo demoníaco, entonces, tiene una sola pero doble determinación: a la vez que, por un lado, es una relación constante con el mal, por el otro, es una relación forzada con el bien.
Refiriéndose a ésta caída espiritual, dice lo siguiente: «Lo demoníaco, naturalmente, no depende del diverso contenido intelectual, sino de la relación de la libertad con el contenido dado…» ; es decir, que lo demoníaco no consiste simplemente en no creer en Dios, por ejemplo, sino que aún creyendo creer en Dios se puede estar en lo demoníaco; lo demoníaco depende, entonces, de la relación que hay entre lo que digo creer y mi libertad, es decir, el acto que en esa declaración realizo. Como ejemplificación aclaratoria de esta idea el texto remite al Nuevo Testamento, a un pasaje de Santiago en el que la categoría de lo demoníaco resulta nítida. El pasaje dice así: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o a una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: “Vayan en paz, caliéntense y coman”, y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta.
«Sin embargo, alguien puede objetar: “uno tiene la fe y otro las obras”. A ése habría que responderle: “Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe”. ¿Tu crees que hay un solo Dios? Haces bien. Los demonios también creen, y sin embargo, tiemblan.» (Santiago 2, 14-20) .
Como vemos, lo que tanto el espíritu como la letra de este pasaje denuncian es la falsedad que se manifiesta en la discordancia entre lo que se dice por un lado y lo que se hace al decir eso por otro. Esto es lo demoníaco. A éste carácter, entonces, no podemos afirmarlo ni negarlo por la simple evaluación de una declaración exterior, o por el contenido manifiesto de los enunciados dichos; únicamente podemos negarlo o afirmarlo por la concordancia o discordancia entre lo dicho y el acto de decirlo. Veamos algunos otros ejemplos que nos ofrece el propio autor: «...toda individualidad que sólo sepa darnos pruebas de la inmortalidad del alma, mas sin que esté personalmente persuadido de la misma, experimentará siempre alguna angustia en cualquiera de los fenómenos [demoníacos] aquí descriptos». Y a la inversa, «…no es nada imposible que un partidario de la más rígida ortodoxia [religiosa] esté endemoniado. Éste tal lo sabe todo, es sumiso ante lo santo, habla de acudir al altar de Dios, etc.etc. Sí, todo lo sabe como aquel que puede demostrar un teorema matemático usando los letras A B C, pero no da pie con bola en cuenta usa las letras D E F. Por eso siente angustia tan pronto como oye algo que no es literalmente idéntico» .
Y un poco más adelante agrega: «Entender un discurso es una cosa, y otra muy distinta entender aquello en que el discurso hace hincapié; entender lo que uno mismo dice es una cosa y entenderse a sí mismo en lo dicho es otra bien distinta… Así, cuando un [religioso] ortodoxo rígido emplea toda su diligencia y toda su erudición en demostrar que cada palabra del Nuevo Testamento proviene de tal o cual Apóstol, da muestras con ello de que su interioridad va desapareciendo poco a poco, hasta que en definitiva acaba por entender algo completamente distinto de lo que quería entender. Cuando, por otra parte, un librepensador emplea toda su agudeza en mostrar que el Nuevo Testamento ha sido escrito lo más pronto en el siglo II, lo que demuestra con ello, sobre todo, es que tiene miedo de la interioridad; a esto se debe su tozudo empeño en catalogar el Nuevo Testamento entre todos los demás libros” .
Aunque es correcto afirmar que lo demoníaco se basa en la discordancia o contradicción entre lo dicho y el acto que se realiza al decirlo, este solo hecho, sin embargo, no basta para definirlo plenamente; lo que se debe aclarar y agregar es que mientras en lo dicho se manifiesta un contenido intelectual «acorde con el bien» o, más modestamente, un contenido que la persona asume públicamente con orgullo o al menos sin temor ni vergüenza, este contenido queda contradicho de manera palmaria en y por el mismo acto en que es dicho. Como el prestidigitador, mientras que con una mano distrae al público, con la otra realiza el truco. Esta misma forma de ser, en otros momentos y contextos, es nombrada por Kierkegaard como Hipocresía.
¿Cuál es el talante correspondiente a lo demoníaco? Es «el mutismo y el ensimismamiento» . En lo demoníaco lo dicho está para distraer y ocultar lo que se manifiesta en la discordancia con el acto de decirlo; de tal manera estamos ante una verdadera clausura sobre sí mismo. Lo demoníaco se refugia en la oscuridad de lo oculto, en los plieges y replieges de la simulación, en la táctica y estrategia del silencio forzado, pues resulta claro que si ambos contenidos fuesen explicitados al mismo tiempo y en el mismo plano, quedaría expuesto a la luz del día la contradicción entre ellos y, de esa manera, el engaño se derretiría como helado al sol. «Se echa de ver con toda facilidad que el ensimismamiento descrito no es más que mentira o, si se prefiere, falsedad» . Pero este encierro y mutismo, hay que aclarar, no es tan sólo con los demás sino también y principalmente con uno mismo: el encierro llega a ser tan profundo y tan extenso que hasta uno mismo ha quedado afuera y ni siquiera él mismo puede ya penetrar dentro de sí.
Si en relación a las ciencias decíamos que por “talante adecuado” no debía entenderse una especie de humor pasajero y caprichoso, sino una disposición anímica muy precisa y determinada, consustancial a la ciencia misma y a la que nadie puede acoplarse o sustraerse a voluntad, ¿cómo podemos entender ahora el talante en relación con el individuo? ¿Se confunde simplemente con el sentimiento? El talante siempre remite al afecto registrado y experimentado por una persona, es decir, al afecto vivido. Sin embargo esta afirmación nunca aclara de fondo el asunto, pues en la base hay algo que constantemente arremolina las ideas y lo confunde todo, y es el hecho de que por sentimiento o afecto usualmente se concibe una realidad ajena y más allá de todo pensamiento, realidad que, como enfáticamente se dice, viene “desde las tripas”. Pero así como cuando hablábamos de las ciencias aclarábamos que, más allá de lo que cada ciencia crea o descrea, en realidad no existe pensamiento sin talante, ahora debemos recalcar que tampoco existen sentimientos o afectos sin pensamiento. Más allá de lo que crean los afectados, todo sentimiento es y manifesta un pensamiento.
Sin embargo lo que habitualmente circula y ya ha quedado como establecido es que estas dos realidades están tajantemente separadas: pensamiento sin talante por un lado, y sentimiento sin pensamiento por el otro. Esta realidad, sin embargo, no es para nada ingenua —en verdad, ninguna realidad es ingenua. Lo que la ciencia en verdad pretende al presentarse como puro pensamiento aséptico, es desconocer, es decir, negar, negar que su actividad haga y produzca algo más que un espectral conocimiento objetivo y neutral que sobrevuela la realidad sin tocarla. Por su lado, lo que el sentimiento busca al pretenderse ajeno a todo pensamiento, es presentarse como la ingenuidad misma personificada, incapaz del más mínimo doblez, absolutamente por fuera de cualquier mentira. La por demás generalizada pretensión de que los sentimientos no mienten porque hablan “desde las tripas” en realidad no tiene nada de ingenua, y lo que solapadamente busca es tapar la también por demás generalizada realidad de los sentimientos mentirosos y falsos, tales como la indignación, la compasión, la ofensa, etc.
Teniendo en cuenta esto, entonces, ¿cuál es el talante adecuado para enfrentar el pecado? La «seriedad». ¿Y qué es seriedad? Es certeza e interioridad. «La certeza y la interioridad —que sólo se dan en la acción y sólo se obtienen por medio de la acción— son las que deciden si un individuo está o no endemoniado». «Lo que yo digo —continúa diciendo el autor de El concepto de la angustia— es algo muy simple y sencillo, a saber, que la verdad solamente existe para el individuo en cuanto él mismo la produce actuando. Si la verdad existe de cualquier otro modo para el individuo y éste no hace más que impedir que ella exista para él del modo dicho, entonces es que tenemos delante un fenómeno peculiar de lo demoníaco» . ¿A qué se refiere con que la certeza y la interioridad se dan en la acción y sólo se obtienen por medio de la acción? ¿A qué se refiere con que la verdad sólo existe para el individuo en cuanto él mismo la produce actuando? Se refiere a que por verdad debe entenderse la correspondencia o la concordancia entre lo dicho y el acto de decirlo; y que ese corresponder es lo que debe llamarse “talante verdadero”, y la no correspondencia “talante falso”.
4.- Talantes falsos.
Hay, pues, talantes verdaderos y talantes falsos. Esta simple constatación, si se la empuña hasta el final, abre todo un mundo nuevo. Estamos acostumbrados a aceptar que hay pensamientos falsos, y los calificamos así porque no concuerdan con los hechos reales. Si además, como ya hemos dicho, para el sentido común aún los pensamientos verdaderos son meros reflejos de la realidad que por sí mismos no tienen realidad propia, ¿qué destino más triste, todavía, les espera a los pobres pensamientos falsos?
No es tan fácil para nuestro sentido común aceptar que hay sentimientos falsos o realidades falsas. Cuando en sentido habitual usamos la expresión “realidad falsa” nos referimos a que estamos frente a una mera apariencia, ante algo que parece ser real pero que en definitiva no es real; menos que menos, entonces, preguntarnos si estamos ante una verdadera “realidad falsa”. Cuando en sentido habitual hablamos de “sentimientos falsos”, queremos decir que estamos ante algo que parece ser tal o cual sentimiento pero en realidad es una simulación, ante un sentimiento que o bien no existe o bien es otro. Para el sentido habitual los sentimientos siempre son, y si son no pueden ser falsos; y lo mismo pasa con la realidad: la realidad es, y si es no puede ser falsa. Falsas únicamente pueden ser las ideas acerca de ella. Para el sentido común, entonces, la realidad es, y si es entonces es verdad; el pensamiento no es real o no es tan real como la realidad, y si no es entonces es radicalmente falso: tal es la conclusión a la que se aferra el escepeticismo- relativismo reinante. ¿Y los sentimientos? Como el sentido común no maneja los sentimientos tal como cree manejar los pensamientos, entonces los ubica del lado de la realidad; por lo tanto son reales, y si son reales, siempre son verdaderos. Esta es la lógica del sentido común.
Que un talante sea falso necesariamente implica que haya discordancia o contradicción entre lo dicho por una parte y el acto del decirlo por el otro; esta discordancia conduce a —y consiste en— mantener oculto tras lo dicho lo que el acto de decir dice. Ante esto bien se podría pensar que sólo uno de los términos es falso —lo dicho, si bien lo es bajo una apariencia de verdad; el acto de decirlo, en cambio, no sólo no miente sino que finalmente es el que termina deschavando la mentira, motivo por el cual bien puede afirmarse que él es el único verdadero. Sin embargo esta perspectiva pasa por alto algo decisivo. Cuando, por ejemplo, ante el insistente pedido de un chico gritando “¡quiero más coca-cola!” respondemos con un firme y cortante “¡No!”, lo más probable es que el chico se enoje y nos comience a gritar “¡malo!”, “¡te odio!” o cosas peores. Nadie diría que con tal reacción el chico está mintiendo, por el contrario, todos diríamos que su reacción es de lo más verdadera. Sin embargo, a nadie en su sano juicio se le ocurriría pensar que su reacción esté justificada. Dicha reacción, a la vez, más que enojo lo que nos despierta es ternura y ganas de ayudarlo, pues vemos que el chico ha caído en una situación de extrema exposición y debilidad. Pero más allá de cómo reaccionemos, lo que para todos resulta indudable es que la reacción del chico no sólo no oculta nada, sino que, por el contrario, lo dice todo: no encontramos en ella ningún doblez. Más aún, aunque podamos sentirla como “mala”, sin embargo nunca la calificaríamos como “maldad”. Ante tal situación lo que haríamos sería abrazar al chico, tranquilizarlo, y esperar a que se le pase, pues todos sabemos que este odio pasa.
Totalmente diferente es el caso cuando en un adulto, por ejemplo, el enojo se disimula, se niega y se oculta, y lo que sale a la luz en su lugar finalmente es una luminosa sonrisa de compromiso diciendo “está todo bien, no pasa nada”. En este caso, la bronca y el odio —ya no importa si son justificados o no—, no sólo no pasan sino que, de ahí en más, siguen incrementándose ininterrumpidamente, pero ahora de manera subterránea, sotto vocce, inconsciente, envenenando toda la situación. Con muchas de estas situaciones se termina envenenado la vida entera. ¿Qué ha cambiado en relación con el niño? Que ahora no sólo se oculta el odio primitivo sino que, para ocultarlo, se produce una nueva realidad, sonriente y feliz, pero falsa, encargada de hacer olvidar, es decir, reprimir el odio verdadero. Lo decisivo es que esta realidad es nueva y que su esencia está constituída por el doblez, es doblez, es la política del tero, que canta en un lado pero los huevos los pone en otro. Ésta es la estructura de la disociación, a la que hay que entender bien: si bien se trata de la existencia de dos términos opuestos y simultáneos, sin embargo ambos no son homogéneos ni se enfrentan en el mismo plano, sino que cuando tenemos y vemos uno, el otro desaparece, y viceversa. Que el odio no sea vivido y expuesto de manera abierta sino que sea negado y ocultado, no es un hecho que lo deje inalterado en su esencia; por el contrario, el odio primitivo, de ser originariamente un sentimiento simple y claro que por su propia liviandad termina pasando sin dejar huellas enfermizas, se transforma en una pesadez constante y odiosa, en un resentimiento, en un diabólico disentir consigo casi imposible de digerir.
Con “talante falso”, entonces, debemos concebir una falsedad muy diferente a la entendida en sentido habitual; recién ahora nos topamos con una “verdadera y real falsedad”, ante una “falsedad ontológica” o, como se expresa en El concepto de la angustia, ante una “realidad injustificada” . Esta falsedad real es inconcebible para el sentido habitual. Sin embargo, únicamente desde ésta región es de donde proviene lo verdaderamente falso, y desde esa misma boca de la nada de la “realidad injustificada” es de donde se nutre la carne misma de la realidad cotidiana. La falsedad con la que nos topamos no es el error ni la equivocación, asuntos que pueden corregirse o salvarse, pues son avatares de las meras representaciones de lo real. Aquí nos topamos con la verdadera y real falsedad, la que nunca puede surgir del ámbito que habitualmente llamamos “naturaleza”, puesto que allí no hay ni puede haber falsedad. La verdadera y real falsedad únicamente puede surgir del pensamiento, del concepto falso realizado. Para el sentido habitual, la única forma de acercarse a esta falsedad es tomándolo como el mal y la maldad.
Como ya dijimos, se puede abordar un concepto desde un talante impropio, ésto no sólo altera el concepto sino que, esencialmente, introduce en el mundo un modo de ser impropio que altera tanto el concepto como del talante. Lo que debe quedar claro es que no se trata sólo de la alteración de un conocimiento o de un mero concepto, entendiendo por mero concepto un especie de reflejo mental sin realidad, sino que se trata de la introducción de un modo de ser y de estar en el mundo falso y, por ende, un modo de realizar y ser falso del mundo. Y una vez que esta realidad ha sido introducida, no es tan sencillo eliminarla. Como resulta obvio, el chico de nuestra historia cuando grita “¡te odio!”, no es que dice la verdad porque así lo ha decidido, sino porque por su edad aún no puede mentir. Podemos decir que está condenado a vivir en la verdad. Entre esa posición o estado y la del adulto, como se ve, media un abismo, entre ambas hay una diferencia cualitativa, un salto que no se puede remediar por pura voluntad. El pasaje de ser niño a ser adulto se opera justamente por la aparición de la disociación entre lo dicho y el acto de decirlo que, una vez establecida, no tiene vuelta atrás. Podemos decir que el adulto está condenado a vivir enfrentando el doblez, teniendo siempre a mano la posibilidad de mentir. ¿Hay alguna alternativa que supere este doblez que no sea volver a la del niño?
5.- Talante verdadero.
Primero hemos visto cuál es el talante adecuado para abordar el concepto del pecado en las ciencias, y después cuál el talante adecuado para enfrentar no ya el concepto del pecado sino el pecado mismo en la vida de cada individuo; en ambos casos el talante adecuado es la seriedad, la certeza e interioridad. De esto puede deducirse que el pecado es el mismo en todos lados, y ante él no cabe otro talante que la constante resistencia y tenaz apartamiento de la seriedad. Pero así como pensar el concepto sin el talante adecuado altera el mismo concepto, tampoco podemos acceder al talante verdadero si no aprehendemos el concepto exacto; de ahí que, entonces, seriedad e interioridad no son meros y simples sentimientos o actitudes, sino la realidad misma de la aparición de la verdad como talante.
¿Cómo pensar la relación entre el talante y la seriedad? ¿El talante es el género y la seriedad una especie dentro de los posibles talantes? ¿Hay una diversidad indiferente entre sí de los talantes, o hay una jerarquía donde cada uno se eleva hacia otro superior? ¿Hay un desarrollo desde los talantes falsos hacia los talantes verdaderos? ¿Hay, por fin, un verdadero talante, en el sentido de que, por un lado, no contenga ninguna discordia interna y, por otro, sea la consumación misma del talante? ¿En qué consiste un talante verdadero?
En el cap IV de El concepto de la angustia leemos lo siguiente: «En la psicología de Rosenkrantz —de la cual dice que «se trata de una obra francamente buena»— encontramos una definición del talante. Dice que el talante es la síntesis del sentimiento y de la conciencia del yo. En la exposición…explica Rosenkrantz de modo excelente: “Que el sentimiento se abre a la conciencia del yo, y al revés, que el contenido de la conciencia del yo es sentido por el sujeto como suyo. Solamente esta unidad puede llamarse talante. Porque si falta la claridad del conocimiento, el saber del sentimiento, entonces sólo existe el impulso del espíritu natural, la hinchazón de la inmediatez. Pero si falta el sentimiento, entonces sólo hay un concepto abstracto, un concepto que no ha alcanzado la intimidad última de la existencia espiritual, que no se ha hecho una sola cosa con el yo del espíritu”» .
Se impone realizar aquí algunas aclaraciones referidas a la traducción. En el texto original en danés la cita de Rosenkrantz está en alemán; el traductor al español Demetrio G. Rivero la vierte al castellano y traduce por talante tanto la palabra alemana Gemüt como su correspondiente danesa Gemyt. Por lo tanto, hay que aclarar que en esta traducción se vierte como talante tanto a Gemyt, utilizad por Kierkegaard en este pasaje, como a Stemning, que es la palabra utilizada en la Introducción. En la edición de Espasa-Calpe de El concepto de la angustia, en cambio, a Gemyt se la traduce por “espíritu” y a Stemning por “estado afectivo” . La decisión de utilizar una sola palabra —talante— para traducir dos palabras diferentes del danés —Stemning y Gymet— puede discutirse, pero al mismo tiempo tiene la virtud de enfrentarnos al hecho ya planteado de que con Stemning no estamos ante un puro y simple problema de traducción —si es que los hay—, sino que a lo que realmente nos enfrenta es a la tarea de dilucidación y establecimiento de un concepto.
Volviendo a la pregunta sobre cómo podemos determinar en qué consiste un talante verdadero teniendo en cuenta ahora lo aportado por Rosenkrantz, podemos afirmar que todo contenido de la conciencia es, al mismo tiempo, también un sentimiento (Gefühlt) o, al menos, que va asociado a un sentimiento; y que todo sentimiento es o implica o expresa, a su vez, un contenido intelectual: «Solamente esta unidad —del sentimiento y del contenido de la autoconciencia— puede llamarse talante». En el fragmento citado Rosenkrantz especula con que en el caso extremo de que al contenido intelectual de la conciencia le faltara absolutamente el sentimiento, nos encontraríamos ante un concepto abstracto y sin vida; y a la inversa, si al sentimiento le faltara el contenido o saber de la conciencia, nos encontraríamos ante una excitación caótica y bestial. Pero ante esto nunca está de más insistir en que tales alternativas no son más que meras abstracciones, puesto que en la realidad de la vida dicha unidad es indisoluble; ni siquiera en las ciencias, como ya vimos con anterioridad, se da el caso de un contenido de conciencia abstracto y sin vida.
Esta afirmación, sin embargo, sin dejar de ser categórica, no dice nada acerca de la concordancia o discordancia entre el sentimiento y el contenido intelectual. Sobre este punto específico, la citada definición de Rosenkrantz no resulta ser clara. Por un lado parece asumir una postura extremadamente restrictiva, puesto que «el sentimiento se abre a la conciencia del yo, y al revés, el contenido de la conciencia del yo es sentido por el sujeto como suyo» puede interpretarse como que sólo la exacta concordancia entre el sentimiento y el contenido de la conciencia del yo puede ser llamado talante. De ser así, no podríamos hablar de talantes inadecuados ni de talantes falsos, ya que el talante sería lo opuesto o ajeno a toda discordia, lo que nos aleja bastante de la idea de talante expresada en El concepto de la angustia. También se aleja, y groseramente, de la observación que cualquiera puede realizar, puesto que lo que todos podemos ver es que la discordancia entre lo dicho y el acto de decirlo no sólo no es imposible sino que, por el contrario, es lo que se da con mayor frecuencia . Pero también puede interpretarse de otro modo, que cuando dice «el sentimiento se abre a la conciencia del yo, y al revés, el contenido de la conciencia del yo es sentido por el sujeto como suyo», este «suyo» es el índice de la correspondencia, concordancia y compenetración entre lo dicho y el acto de decirlo. Y que en esto radica la esencia no del talante a secas, sino del talante verdadero.
Llegados a este punto vale la pena recordar la pregunta sobre el sentido de «reconcialiación» que aparecía en la Introducción acerca de la superación del esepticismo kantiano por parte de hegel: «Supongamos ahora que la filosofía hegeliana haya en realidad repensado el escepticismo kantiano. Digamos, entre paréntesis, que siempre será un gran problema averiguar este detalle...; imaginemos que Hegel, después de recapacitar en dicho escepticismo, ha logrado efectivamente reconstruir lo anterior de una forma más elevada, de tal suerte que el pensamiento no tenga realidad en virtud de una suposición previa. En este caso, ¿será una reconciliación esa realidad del pensamiento lograda de un modo tan consciente?». ¿Es el talante verdadero equivalente a la «reconciliación»?
Curiosamente, a este mismo hecho también lo encontramos en el corazón mismo del psicoanálisis, siendo prácticamente el eje de lo que en él entiende por “cura”. Dice Freud: «Cuando comunicamos a un paciente una idea por él reprimida en su vida y descubierta por nosotros, esta revelación no modifica en nada, al principio, su estado psíquico. Sobre todo, no levanta la represión ni anula sus efectos, como pudiera esperarse, dado que la idea antes inconsciente ha devenido consciente. Por el contario, sólo se consigue al principio una nueva repulsa de la idea reprimida. Pero el paciente posee ya, efectivamente, en dos lugares distintos de su aparato anímico y bajo dos formas diferentes, la misma idea...El levantamiento de la represión no tiene efecto, en realidad, hasta que la idea consciente entre en contacto con la huella mnémica inconsciente después de haber vencido las resistencias. Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión. A primera vista parece esto demostrar que la idea consciente y la inconsciente son diversas inscripciones, tópicamente separadas, del mismo contenido. Pero una reflexión más detenida nos prueba que la identidad de la comunicación con el recuerdo reprimido del sujeto es tan sólo aparente. El haber oído algo y el haberlo vivido son dos cosas de naturaleza psicológica totalmente distinta, aunque posean igual contenido” .
A una conclusión muy similar también parece llegar el texto de El concepto de la angustia cuando afirma que «la seriedad y el talante se corresponden entre sí de tal manera que la seriedad es una expresión más alta y al mismo tiempo la más profunda que se pueda dar de lo que es el talante. Éste es una determinación de la inmediatez; la seriedad, en cambio, es la originalidad adquirida del talante, su originalidad defendida en la responsabilidad de la libertad» .
6.- «Abrir los ojos».
Un antiguo y muy conocido mito dice así: «La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que el Señor Dios había hecho, y dijo a la mujer: “¿Así que Dios les ordenó que no comieran de ningún árbol del jardín?”. La mujer le respondió: “Podemos comer los frutos de todos los árboles del jardín. Pero respecto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: ´No coman de él ni lo toquen, porque de lo contrario quedarán sujetos a la muerte´”. La serpiente dijo a la mujer: “No, no morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal”. Cuando la mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir discernimiento, tomó de su fruto y comió; luego se lo dio a su marido, que estaba con ella, y él también comió. Entonces se abrieron los ojos de los dos y descubrieron que estaban desnudos. Por eso se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de higera. Al oír la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín, a la hora en que sopla la brisa, se ocultaron de él, entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?”. “Oí tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí”. Él replicó: “¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí?”. El hombre respondió: “La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él”. El Señor Dios dijo a la mujer: “¿Cómo hiciste semejante cosa?”. La mujer respondió: “La serpiente me sedujo y comí”».
El pecado original cometido por Adan y Eva consistió en haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal. ¿Qué significa esto?
El estado de inocencia, anterior a comer el fruto del árbol prohibido, era un estado de absoluta trasparencia donde todo era visible y donde no existía la posibilidad de “ocultarse”. ¿Cuáles son las condiciones necesarias para que sea posible ocultarse o, con mayor precisión, para que sea posible que venga al mundo la acción de “ocultarse”? Poder ocultarse supone poder verse viéndose desde la mirada ante la cual se busca ocultar. En el estado de inocencia se puede mirar, sentir, hablar, pero lo que no se puede es verse viéndose ver; es decir, lo que no se puede es tomarse como objeto y, a partir de ello, calcular dónde conviene ponerse, qué decir y qué no decir, etc. Para poder hacer estas cosas es necesario poder salir de sí mismo, salir de uno y mirarse desde afuera. En eso consiste “abrir los ojos”; es verse viéndose ver. Antes de eso hay ojos para mirar, pero no para verse viéndose ver. Aparece así en el mundo una mirada, una realidad que no existía.
Dada esta condición, recién ahí se abre la posibilidad de mentir; hasta allí no es posible mentir. Tampoco había verdad, o mejor dicho, se vivía en ella sin saberlo; en realidad lo que no había era bien ni mal, en ese estado todo simplemente es. «En la inocencia el espíritu está como soñando» . En el sueño el soñante mira, pero no puede verse viéndose ver. Cuando el espíritu dormido que está soñando despierta, inmediatamente aparece la conciencia, la disociación, la discordia —es decir, aparece la Discordia como posibilidad pues hasta allí no existía ni la sombra de posibilidad. Discordia significa la posibilidad de decir una cosa pero diciéndola, hacer, sentir, pensar, decir otra. Aparece aquí el doble registro o el doblez del discurso, la realidad disociada entre lo dicho y el acto de decirlo, y con él la posibilidad del disenso entre ambos. Cuando se vive en un único registro, se mira, se siente, se habla, pero no hay la menor posibibilidad de discordia por la sencilla razón de que para que sea posible es necesario que deban hayarse puestas dos instancias que puedan contraponerse o bien componerse.
La realidad de lo que se dice y el acto de decirlo, por supuesto, no se reduce al registro auditivo: se dice con los gestos, con la mirada, escondiéndose, cubriéndose con taparrabos, etc. Todo dice, la vida entera dice, al mismo tiempo que también escucha.
Donde antes no había ninguna mirada, ahora se registra una infinidad de miradas: mirar, ser mirado, verse, verse mirando, verse mirándose, etc., etc. «Entonces se abrieron los ojos» equivale a la pérdida de la inocencia, en sentido estricto: el verse mirando ver. En los sueños el soñante se ve, puede verse, pero lo que no puede es verse mirando que se mira, es decir, verse soñando: en ese instante despierta.
Sólo cuando aparece la mirada que se ve es posible que aparezca el acto de calcular qué hacer, de ocultarse, de espiar, es decir, de ponerse en el lugar donde no se está, de parecer lo que no se es, de contradecir lo que se dice.
¿Cómo y por qué aparece la disociación? ¿Por qué en el mismo acto aparece la sexualidad y la muerte? «Tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí», dice Adan. ¿Por qué la angustia? La obra sobre la que he basado mi estudio se propone tratar, como lo dice su título, el concepto de la angustia. Ahora bien, ¿la angustia es un concepto o es un afecto ajeno, independiente y exterior al pensamiento, al que éste tan sólo busca entender mediante conceptos? Angustia y concepto, ¿pertenecen a mundos diferentes, heterogéneos, impenetrables uno al otro, o son realidades heomogéneas y, por lo tanto, ya articuladas? En definitiva: ¿la angustia y el pensamiento tienen alguna relación interna, o simplemente no tienen nada que ver? Ante estas cuestiones se pueden ofrecer diferentes respuestas, lo único que no se puede es no planteárselas.
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