UNO LA LEY Y EL PODER[1]
Por Héctor Fenoglio
Uno piensa al poder del Estado como la llave que abre todas las puertas. Sin poder, se piensa, no hay ninguna posibilidad de cambios ni revolución posible. Al poder y al Estado, uno los piensa como “instrumentos” que puede manejar a su antojo; sin embargo muchas señales indican que las cosas más bien son a la inversa. ¿Acaso no se ha constatado, y reiteradamente, que la mayoría de los que supuestamente han “conquistado el poder” del Estado terminaron siendo “instrumentos” del mismo?
El verdadero problema es que la esencia del poder no está pensada, y uno no es ajeno a ese problema. A partir del conocido relato Ante la Ley de Franz Kafka, uno tratará de poder pensarlo.
1
ANTE LA LEY
Franz Kafka
«Ante la ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.
—Es posible —dice el guardián—, pero ahora, no.
Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:
—Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.
El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo —hasta lo más valioso— en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:
—Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.
Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.
— ¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable.
—Todos buscan la Ley —dice el hombre—. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián comprende que el hombre está a punto de expiar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.
—Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.
2
LA DIALECTICA DEL GUARDIAN Y EL CAMPESINO
El campesino, en un momento decisivo de su vida, cae en la cuenta de que su vida no merece ser vivida sin la Ley. Por tanto abandona todo lo que hasta allí había sido la gracia y desgracia de su vida: mujer, hijos, familia, hacienda, y rectamente se dirige a la Ley. Los que aún vivimos enredados en esas gracias y desgracias, no podemos menos que admirar semejante decisión: el hombre no es un vacilante ni un timorato que se anda con vueltas: no, es un hombre hecho y derecho que cuando tiene que actuar, actúa.
Cuando llega ante las puertas de la Ley se encuentra conque un guardián le niega la entrada. El guardián no lo hace por propia cuenta y decisión, sino como representante y “en nombre” de la Ley (tal como debería, por ejemplo, hacerlo un policía). A la vez, como sabemos que esta entrada estaba destinada solamente al campesino, podemos concluir que cada hombre tiene una puerta abierta a la Ley destinada únicamente a sí, la que, a su vez, es custodiada por uno o varios guardianes. Dicho todo esto salta a la vista que el “guardián” no necesariamente debe ser otro hombre de carne y hueso, sino que es la personificación de una instancia propia de la Ley. Lo que define al “guardián” es la función que desempeña. Y esta función bien la puede desempeñar una persona cualquiera —un padre, una madre, una esposa, un médico, etc.—, incluso la propia persona sobre sí misma —la conciencia moral, el “súper yo”, etc.—.
El guardián, siguiendo el texto, realiza dos cosas: a la vez que prohíbe la entrada, también constituye, por sí mismo, una terrible amenaza ante una posible trasgresión. En ningún momento dice “si intentas pasar, te mataré”, pero su fiereza da a entender algo peor que la propia muerte. Ante esto, el campesino se decide a esperar que el guardián le conceda el permiso para entrar. ¿Algún día le concederá el permiso? Recordemos que ante la pregunta de si es que podrá entrar más tarde, el guardián sólo responde: “—Es posible, pero ahora, no”. Podríamos, como hace el campesino, tomar esta respuesta como una débil promesa; pero, a decir verdad, nunca hubo una verdadera promesa de que más adelante le dará permiso. Finalmente, como sabemos, el guardián nunca concederá tal permiso.
¿Qué hacer entonces? El campesino intenta sobornarlo inútilmente: el guardián acepta todos los presentes pero, le aclara, sólo “para que no creas que has omitido algún esfuerzo”. En conclusión: no hay forma de entrar a la Ley “por izquierda”. Tampoco por compasión, por tiempo de espera, etc. ¿Por qué no vuelve el campesino a su antigua vida? Es que desde el momento en que lo abandonó todo por entrar en la Ley, la antigua vida perdió todo sentido, y volver allá sería condenarse a estar muerto en vida.
Esto nos lleva, por último, a la objeción más común y rotunda, la que afirma que el campesino es un simple cobarde, puesto que debería haber intentado entrar de cualquier manera, aún por la fuerza y a riesgo de la propia vida. ¿Será así? ¿Todo se reduciría, entonces, a una mera cuestión de coraje? Recordemos que el campesino, cuando abandonó todo, dio muestras de gran valentía y decisión, y que desde entonces ya estaba “jugado”. Bien puede pensarse, entonces, que si no lo intentó es porque tal vez tenía sus buenos motivos. Pienso en dos: uno, porque no se puede entrar a la Ley por la fuerza; y el otro, porque el acto de entrada a la Ley nunca podría ser idéntico al acto de trasgresión a la Ley, de desobediencia a la prohibición de entrar. De ser válidos estos motivos, el campesino no sólo no resultaría ser un cobarde sino que, además, daría muestras de una valentía incluso más elevada que la común, puesto que, al tiempo que se aguanta la impaciencia de entrar pase lo que pase y terminar de una vez por todas con semejante martirio, estaría aceptando, con dolor y humildad, que sólo le cabe esperar, puesto que las cosas todavía no están lo suficientemente claras o maduras como para que él pueda entrar a la Ley.
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LA DIALECTICA DE LA FUERZA Y LA LEY
El campesino no había previsto semejantes dificultades: “después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento”, piensa. ¿Acaso nosotros no pensamos lo mismo? ¿Qué Ley es ésta que no sólo no nos es accesible fácil y directamente, sino que, además, nos prohíbe la entrada y, encima, nos amenaza con terribles consecuencias si, a pesar de todo, intentamos entrar? Del relato quedan en claro dos cosas: en primer lugar, que la Ley nunca nos dará permiso para entrar; y segundo, que este proceder de la Ley se nos presenta como algo incomprensible y hasta absurdo.
¿Qué es la Ley? Como vivimos en un estado de derecho, al abrir los ojos ya se nos presenta el hecho consumado de que tenemos derechos; de que la Ley ya está y que, al parecer, ya estamos en la Ley. El único asunto peliagudo que se nos puede llegar a plantear es el de poder cumplir y/o hacer cumplir la Ley, porque la Ley, tanto para el campesino como para nosotros, equivale a lo que tenemos prohibido o tenemos permitido hacer. Pero, ¿esto es haber entrado en la Ley o esto es estar sometido a la Ley? ¿Esto es estar en la Ley o es estar ante la Ley? ¿Es lo mismo asumir que acatar la Ley? Nuestra sociedad exige que no violemos la Ley, pero le tiene sin cuidado si lo hacemos por temor al castigo o porque realmente respetamos o encarnamos la Ley.
Aparece aquí, entonces, una pregunta: si el campesino intentara entrar en la Ley a pesar de la prohibición del guardián, ¿sería una trasgresión a la Ley? ¿Qué quiere decir transgredir la Ley? Quiere decir que aceptando la Ley (por ejemplo “no robar”), sin embargo se la viola. Esta violación puede obedecer a los motivos más diversos, incluso a los más “justos”, por ejemplo: porque mis hijos pasan hambre. No hablemos ya de, por ejemplo, “si todos roban por qué yo no voy a robar”, o casos peores. Todos estos casos son “trasgresiones” porque anteponen y se hacen “en nombre” de un interés “personal” en detrimento del interés “general”.
¿Qué decir de un robo que se hace, por ejemplo, “en nombre de la Revolución”? Es claro que aquí la violación de la Ley no se hace por un interés “personal” sino por un interés no sólo “general” sino, además, mucho más loable que la común y leguleya defensa “general” de la Ley. Esta ya no es una mera trasgresión sino una “suspensión” o un “desconocimiento limitado y transitorio” de la Ley; pues, una vez restablecida la Ley, ahora otra Ley más justa, esa Ley que ahora violo muy probablemente volverá a regir enteramente como Ley, y yo seré el primero que la defienda y la aplique con el máximo rigor.
Avancemos un poco más: ¿qué significa “Revolución”? (No hace falta delirar aquí con la Revolución Socialista, sencillamente pensemos en la Revolución Francesa o en la Revolución de Mayo). En primer lugar significa: “desconocimiento” o “suspensión” de la Ley precedente; y en segundo lugar: instauración de una nueva Ley. (En realidad no hay primer y segundo lugar, pues se trata de un solo y único acto). Este acto, visto desde la antigua Ley, es el acto de la más extrema ilegalidad, en tanto “revoluciona” toda la antigua Ley; y visto desde la nueva Ley también está fuera de la ley, puesto que está en el origen y, por tanto, es anterior a ella misma.
La Ley, entonces, para que sea —para ser—, necesita y reclama necesariamente en su origen un acto ilegal: la Ley nace de la Ilegalidad. Pero con esto no estoy diciendo nada nuevo: este asunto ya fue dilucidado por todos los grandes pensadores. Y en realidad se dice “ilegalidad” para no decir directamente “por la fuerza”. De todo esto Lenin sabía bastante; fue él quien afirmó que “el Estado es el instrumento de dominación de una clase social sobre otra”; y que la clase obrera, tras la toma del poder, debía instaurar una Dictadura del Proletariado.
Cualquier persona con dos dedos de frente tiene que reconocer que en la base de la Ley está el momento necesario de la fuerza. Pero aunque éste sea un momento y condición “necesaria”, no es todavía condición “suficiente” para entrar en la Ley. Los dos momentos descriptos (uno: desconocimiento de la Ley; dos: instauración de la nueva Ley) aún “no permiten” el acceso a la Ley, pues es fácil comprender que bien puede llevarlos a cabo un Tirano, estableciendo, por tanto, una Ley Tiránica; y que, aunque lo consiga, no por eso debemos concluir en que el Tirano entró en la Ley. Con esto esclarecemos el otro de los posibles motivos de la inacción del campesino: no se puede entrar a la Ley por la mera fuerza, puesto que, de tal manera, tan sólo accedemos a la Tiranía. (Y si lo pensamos bien, este punto es demoledor en más de un sentido. Supongamos que no es un solo tirano sino dos, ¿sigue siendo tiranía? Debemos responder que sí, que da lo mismo que sean uno, dos o diez, pues la Ley impuesta de esta manera sigue siendo Tiranía. Sigamos preguntando, ¿y si a la Ley, de esta ésta misma manera, es impuesta por millones, digamos, por la mayoría de las personas de un país? ¿Sigue siendo una tiranía?).
Tenemos, entonces, dos conclusiones: que la Ley no sólo nunca nos dará permiso para entrar, sino que ella misma es la que, para ser, nos reclama ese momento “necesario” de “desobediencia”, momento que nos enfrenta un verdadero desafío a muerte. Pero que, al mismo tiempo, aunque estemos dispuestos a morir, no podemos entrar a la Ley por la fuerza, pues, aún de conseguirlo, no estaríamos entrando a la Ley sino en la Tiranía.
El campesino, entonces, debe esperar.
4
LA IMPOTENCIA DE LA FUERZA
Pensemos por un momento en la “subjetividad” que intenta entrar a la Ley por la fuerza, ¿este acto produce en ella una cambio “necesario”, es decir, inevitable? No. Los mismos principios y cálculos que realizó antes de entrar se continúan después de haber entrado. Si jugó su vida para “entrar” es justamente por eso, para poder realizar un “programa” que ya había pensado “antes”, sino ¿para qué “entrar”? El único cambio significativo es que en el momento anterior padecía la Ley y ahora la ejerce, pero estos son meros cambios “externos” en relación con la Ley, mientras que “interiormente” sigue siendo el mismo.
Y la Ley, ¿sigue siendo la misma? Seguramente ha cambiado el “contenido” (esperemos que para mejor), pero sigue teniendo la misma forma, es decir: sigue siendo tanto una prohibición (que prohíbe unas cosas y permite otras) como una amenaza. Situación que, más pronto que tarde, volverá a recrear en quienes ahora les toca padecerla los mismos antiguos impulsos de “entrar” en la Ley para cambiarla; regenerándose así infinitamente el mismo circuito. De esta manera, obviamente, nunca nadie entrará en la Ley.
Que la entrada “por la fuerza” a la Ley es “externa” a la Ley quiere decir que esa forma de entrar es un mero acto “físico”; acto que, por supuesto, no sólo es posible tanto histórica como políticamente, sino que precisamente es el que viene repitiéndose desde hace milenios. Pero este acto no sólo deja al “ser” del hombre tal cual estaba (y “ser”, aclarémoslo, no es “subjetividad”), sino que lo sigue afirmando en su mismo ser, y creando continuamente las mismas condiciones para su infinita repetición. Salta a la vista, entonces, que el acto político más fuerte y potente, en realidad es definitivamente impotente para alcanzar lo que pretende.
Cuando alguien entra a la Ley “por la fuerza” (y da lo mismo que sea uno o sean millones), después tiene que sostenerla (hacer que los demás también “entren”). En eso consiste un Estado. Todo Estado consiste en la transformación de un acto en un estado; estado que, de ahí en más, siempre será policial. En realidad el uso de la fuerza nunca se circunscribe al momento inaugural de la Ley, sino que, de ahí en más, el “monopolio del uso de la fuerza” es constitutivo de la misma, estando presente en todo momento, tanto sea como amenaza o ejercicio directo de la fuerza. En ese estado de cosas, ¿hay Ley? Sí: hay ley; pero ya no es la Ley a la que el campesino quería entrar, sino que se ha transformado en Derecho. Pero resulta que en ese estado ya estamos todos desde que nacemos, tanto el campesino como nosotros.
En el acto “físico” el sujeto de la “acción eficaz” queda esencialmente inalterado; y en tanto que el acto parte de él y se realiza frente a él sigue siendo “externo” a él. Es un acto esencialmente “técnico”, “instrumental”, y esta es la razón por la que la política se entienda como una “acción eficaz” para cambiar el mundo. Es claro que por esta vía el sujeto de la “acción eficaz” puede cambiar el mundo, pero en ella no se cambia él mismo ni, por tanto, consigue entrar en la Ley, como tampoco consigue resolver el malestar que lo impulsó a la acción.
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LAS PUERTAS
Las Puertas de la Ley tampoco son algo meramente “físico”. En realidad ninguna puerta es algo meramente “físico”. Ni siquiera las puertas “reales” son algo “físico”; quiero decir: todas las puertas “físicas” son “violables por la fuerza”: un hacha, una bomba, un misil; algo siempre las puede derribar. Pero hay puertas que, si lo decidimos, nada ni nadie podría derribar.
¿Cerrás con llave una puerta? Puede que no haga falta, alcanza conque esté cerrada, o acaso apenas entornada, para que el que venga tenga que golpear: “Toc-toc: ¿se puede?”. Las puertas, en realidad, están para “decir” si alguien es o está “adentro” o “afuera”, si alguien puede o no puede pasar. Y en nuestro mundo, en el mundo humano —el único que conocemos—, el orden “físico” siempre está subordinado a este “otro” orden. Una cortina, incluso una simple abertura, puede oficiar de puerta. Es cierto, existen “otras” puertas: las de la cárcel, las blindadas de un banco, las súper vigiladas de una instalación militar. Es cierto: “esas” son súper-puertas; pero así y todo, en tanto meramente “físicas”, siguen siendo posibles de derribar por la fuerza también física.
Las puertas, entonces, nunca son algo meramente físico: en ellas nunca se puede entrar por la fuerza de la fuerza. Claro que se puede entrar a la fuerza, pero así nunca entrás, así siempre te quedás afuera. ¿Cómo vas a ir a la pieza de tus papás por la fuerza? Tenés que seducirlos, o llorar, o enfermarte: “¿me puedo acostar con ustedes?” ¿Cómo vas a entrar a la cama de tu amor por la fuerza? ¿Cómo vas a entrar al amor por la fuerza? ¿Cómo vas a entrar a la dignidad, o a la amistad, o a la fe, por la fuerza?
Vivimos en una civilización “bruta”. Nuestra civilización cree y hasta se funda en la fuerza bruta, tanto sea en la fuerza bruta bruta, como en la fuerza bruta del conocimiento; nuestra civilización solamente alcanza a ver un lado de la vida (el que tal vez sea un lado de un lado de un lado); y sólo tiene ojos para ver la fuerza que surge de la fuerza, pero no alcanza a ver la fuerza que emana de la extrema debilidad. Sin embargo hay “otras” puertas, abiertas todo el tiempo, por las que no podemos pasar justamente por nuestra brutalidad; puertas que no se pueden atravesar si previamente no hemos renunciado y depuesto todo recurso a la fuerza; y no precisamente por cobardía, sino porque la única manera de entrar es con la fuerza de la debilidad. Pero a esa fuerza de la debilidad la fuerza de la fuerza no la ve o, si por acaso la intuye, la desprecia.
Las puertas de la Ley están abiertas todo el tiempo, y el campesino, vos, yo y todos podemos entrar; la invitación es para todos, pero cada uno debe entrar por la única puerta dispuesta únicamente para sí. A la Ley no se puede entrar colectivamente; pues aún cuando la acción se haga de a miles (como en una Revolución, por ejemplo), así y todo es cada uno el que entra. Hay acciones que no pueden hacerse comunitariamente, pero la izquierda stalinizada jamás entenderá esto; más bien piensa lo contrario, piensa que las verdaderas acciones o se hacen entre todos o nunca podrán hacerse; y a todo acto “singular” lo mal interpreta (y condena) como un mero acto “individualista”.
La Ley no puede imponerse, ni instituirse, ni nada de eso; la Ley que busca el campesino ya está desde siempre, y a ella sólo puede acceder cada uno por su lado. El mero hecho de tratar de imponer la Ley a otros, no puede dejar de producir el efecto contrario, es decir, de degradarla a ley de prohibición y amenaza y, por consecuencia, de que por ello se la rechace o, al menos, obstaculice o confunda el acceso a la Ley. La entrada a la Ley implica, también, la renuncia definitiva de imponer, tanto a los demás como a uno mismo, una Ley general a la que deberíamos someternos. Sólo hay Ley cuando se la obedece; el sometimiento no sólo vuelve hipócrita al sometido sino que también hace desaparecer la Ley. Como es notorio, en esto consiste el fin de la Ley.
Tal como ocurre con las puertas, el acto de entrar, entonces, tampoco es algo meramente físico. Se trata de otro tipo de acto, tal que cuando uno entra en la Ley, la Ley entre en uno y, “en y por ese mismo acto”, uno deja de ser tal como era. Este cambio no es meramente “subjetivo”, es decir, un cambio que tan sólo cambie las ideas que tenemos sobre el mundo pero que, en el fondo, sigamos siendo los mismos, sino un cambio que cambia nuestro ser. Este cambio más que físico es “metafísico” (se escuchan risas).
Ya escuché las risas, pero por ahora no tengo otra palabra mejor que “metafísica” para definir un cambio que vaya más allá de cambios en los hechos “objetivos” y “subjetivos”. ¿Que busca el campesino? Es evidente que no busca un bien material, busca algo mucho más valioso que el más valioso de los bienes materiales. Todo indica que se trata de una ganancia absoluta, incomparable con todos los bienes conocidos (todos comparables entre sí), al punto de abandonar todo en pos de alcanzarlo. El capitalismo no produce sólo bienes materiales sino también, y muy especialmente, un tipo de “ser” del hombre; es decir, actos “metafísicos”. Pero lo hace de forma alienada, sin saber que los hace y, más aún, obturando necesariamente toda conciencia sobre su propio hacer, creyendo que sólo hace actos “físicos”.
La toma del poder, la constitución de un Estado Socialista, etc., etc., tal como la viene pensando la izquierda, puede mejorar notablemente la vida de las personas, y producir los cambios necesarios que todos deseamos; pero no por eso estos cambios y acciones dejan de ser “técnicos”, “acción eficaz”, y por esa vía jamás se producirán cambios en el “ser del hombre”, sino que, por el contrario, se seguirá reproduciendo el mismo ser que el capitalismo está llevando al paroxismo.