FRANQUEZA PERFECTA
El vínculo terapéutico con psicóticos
Por Héctor Fenoglio. 2009/2010
Recientemente he caído en la cuenta, con gran sorpresa para mí, de una característica que tiñe de manera decisiva toda mi relación terapéutica con psicóticos, a quienes vengo tratando, varias horas por día, desde hace más de 20 años. Esta característica no siempre estuvo, apareció hace unos 12 años y continúa hasta hoy. Antes venía trabajando de manera frecuente con niños y adultos psicóticos, pero esta característica no era parte de mi praxis terapéutica.
Digo “no estuvo siempre” o “apareció” porque la manera fue exactamente esa, quiero decir, no comencé a implementarla de forma deliberada y conciente, sino que simplemente se fue dando. Hasta hoy no fui conciente de ello, de allí mi gran sorpresa al darme cuenta de que durante muchos años vine haciendo algo, con gran gusto además, sin tener conciencia de ello. Y no sólo eso; lo que aumenta aún más mi desconcierto es que recién ahora registro que este asunto es central y decisivo en el tratamiento con psicóticos, a tal punto que me resulta muy difícil pensar una relación terapéutica con ellos que no la contemple. Esta característica, en apariencia intrascendente, cuestiona todo lo que venía pensando sobre el concepto de la relación psicoterapéutica psicoanalítica.
¿Cuál es esta nota principal que caracteriza mi relación terapéutica con psicóticos? Es algo muy sencillo: antes de tener y de ser una relación terapéutica, yo tengo y desarrollo con ellos una relación personal amistosa. En algunos casos, además de ser paciente y terapeuta, directamente somos amigos. La relación terapéutica, entonces, se incluye en una relación personal que la contiene, relación ésta que, cuando la pienso, se me impone como previa, aunque veo que se va construyendo al mismo tiempo que la terapéutica. Con los pacientes neuróticos, en cambio, las cosas se dan de manera diferente; con ellos desarrollo, de una manera deliberada y muy cuidada, una relación terapéutica que podríamos llamar clásica, donde lo personal queda afuera.
En muchas de nuestras relaciones mundanas (comerciales, laborales, vecinales, etc.) no se da ni es necesario que, en el seno de las mismas, se plantee una relación personal; tampoco exigen lo inverso, es decir, que lo personal no deba darse, tanto sea por dentro como por fuera de esas relaciones. Por otro lado, mantenemos a diario relaciones personales muy intensas e importantes, como la de padre-hijo, esposo-esposa, etc., que no tienen como objetivo lo terapéutico. En el ámbito que nos ocupa, en el vínculo terapéutico con psicóticos, las cosas se me plantean de otra manera a todas las anteriores. Para que una relación terapéutica con psicóticos sea posible, se me impone que debo entablar, de manera necesaria, una relación personal amistosa a la vez que terapéutica, mientras que con los neuróticos, a la inversa, también de manera casi necesaria, debo evitar la relación personal, pues de otro modo la terapéutica se volvería inviable. Podemos resumirlo así: mientras que con neuróticos la relación debe ser puramente terapéutica, con los psicóticos debe ser personal terapéutica.
¿Cuándo y cómo una relación terapéutica es al mismo tiempo personal y cuando no? Con neuróticos la relación no es personal porque el eje por donde transcurre el devenir de un tratamiento no se instala en la relación efectiva-actual con la persona real del analista sino con su función, de la misma manera que con el médico, en tanto paciente, no se entabla un vínculo personal sino con su función profesional. Aun cuando el médico y el paciente sean amigos, en el momento y acto de la consulta la amistad queda de lado, y lo que prima es la relación médico-paciente. Las cosas cambian con el vínculo terapéutico con el psicótico. En este caso, para que la relación profesional-terapéutica sea posible, se me impone que debe estar enmarcada en una relación personal.
Si bien para el neurótico el analista puede ocupar el lugar del padre o de la madre, debe aclararse que lo ocupa de manera simbólica; para el psicótico, en cambio, el analista también ocupa ese lugar o función de manera real. Con los psicóticos, ambas esferas, la real y la simbólica, parecen unirse en una sola y misma cosa, mientras que con los neuróticos, ambos planos están nítidamente diferenciados y separados, y la relación terapéutica se desarrolla fundamentalmente en la esfera simbólica. En este punto hay que aclarar algo importante: ni los neuróticos ni los psicóticos confunden el lugar o función, tanto sea simbólica como real, con la realidad cotidiana; ninguno confunde su analista con su padre real. El padre de la realidad es el padre de familia, el padre jurídico; la función real de padre, en cambio, la pueden ejercer, de manera efectiva, diversas personas de la realidad; el lugar simbólico de padre, también lo pueden personificar diversas figuras e instancias de la realidad, pero no lo ejercen de manera real sino simbólica.
No creo estar diciendo nada novedoso al reconocer que con los psicóticos se impone establecer una relación personal-terapéutica; a este hecho lo vienen señalando todos los terapeutas, trabajen o no con psicóticos, cuando reconocen que éstos son pacientes complejos y difíciles de atender, que no todo profesional soporta, porque requieren una gran disponibilidad y estar muy atentos a su evolución, porque no se los puede desatender en el intervalo de tiempo entre sesión y sesión, etc. Planteadas así las cosas, parecería que el trabajo con psicóticos exige un enorme sacrificio personal, pero no creo que sea así, al contrario, creo que es mucho más lo que se gana que lo que se pierde.
I.- CON NEURÓTICOS
¿Por qué con los neuróticos no desarrollamos una relación personal durante el tratamiento[1] sino, además, nos preocupamos por evitarla? Veo dos caminos de abordaje a esta pregunta: el primero pone los reparos del lado del analista, centrados en la neutralidad y la abstinencia; el segundo los pone del lado del paciente, en la agresividad del neurótico.
A.- VIDA PERSONAL Y FUNCIÓN DE ANALISTA: NEUTRALIDAD Y ABSTINENCIA.
Desde esta posición se plantea que una relación personal con el paciente violaría los principios de neutralidad y abstinencia del analista. Considera que los aparejos simbólicos que hacen posible el despliegue de la transferencia y aseguran la marcha de la cura se sostienen de la función del analista y no de la persona real del analista[2]; y se afirma que lo decisivo de nuestra tarea se desarrolla y juega dentro de la sesión, y lo que hagamos o dejemos de hacer fuera de ella no altera ni afecta nuestro quehacer psicoanalítico ni es de incumbencia del paciente. Considero que esta posición está errada.
Es innegable que para la instalación de la relación terapéutica, se la llame transferencia, sujeto supuesto saber o como se quiera, es necesario que el paciente coloque al analista en una posición de un saber hacer terapéutico que, en su imaginación, es equivalente o se corresponde con un saber vivir la vida personal. El hecho de adjudicarle al analista este supuesto saber hacer y saber vivir, como si fuera un verdadero ideal viviente, es algo puramente imaginario que, más para bien que para mal, acompaña y motoriza el pedido de tratamiento y va cayendo paulatinamente durante su desarrollo hasta que, al final de la cura, cae total y definitivamente. Teniendo en cuenta este hecho, el mantener una relación personal más o menos estrecha puede atentar, y por lo general atenta, contra el inicio y la continuidad del tratamiento.
En oposición a esta prevención, también es necesario señalar los riesgos y peligros que pueden venir desde la otra parte, es decir, del lado de los psicoanalistas. Puede ocurrir que este velamiento de lo personal sea usado por el analista como una coartada perfecta para cubrir aspectos de su vida que, decididamente, entran en conflicto con el desempeño de su función. No resultaría extraño constatar que para algunos psicoanalistas resultaría bastante dificultoso seguir sosteniendo su función si sus pacientes conocieran un poco más de su vida personal.
¿Hay una separación absoluta entre la vida personal de un analista y el desempeño de su función? Creo que no. Para empezar, recordemos que Freud estableció que la principal condición para ser analista es haber realizado un extenso análisis. Y todo análisis es personal. Esto posibilita liquidar represiones y acceder a una nueva disposición deseante. No estoy planteando la exigencia de que el analista deba tener una vida impecable o deba ser el campeón que nunca traiciona su deseo; simplemente señalo que no se puede operar en función de liberar las represiones ajenas si al mismo tiempo, por ejemplo, se retrocede espantado y reprime los propios deseos o el de los seres queridos más cercanos. Muy a menudo se escuchan sesudas elucubraciones acerca de la manera exacta de cómo “ocupar el lugar de analista”, como si se tratara de algo simple, como ocupar el asiento en un colectivo o con quien sentarse en una cena, cuando en este asunto, como en cualquier otro de importancia en la vida, nadie puede ser otra cosa de lo que es.
Todo esto, que parece ser muy abstracto, tiene traducción directa en la vida cotidiana. Por ejemplo: ¿puede ser buen psicoanalista quien, por otro lado, cumple tareas policiales represivas o, directamente, es un torturador? Me dirán que esto es una exageración de ocurrencia imposible. Sin embargo ocurrió, hace muy poco tiempo y en un lugar muy cercano: el Dr. Lobo, mientras era un reconocido psicoanalista y ocupaba un alto cargo en los años 70 en la Asociación Psicoanalítica de Río de Janeiro, Brasil, a la vez era un importante cuadro torturador de la dictadura brasileña. Pero no hace falta referirse a ejemplos tan extremos, pensemos posibilidades cercanas y cotidianas: ¿incide en su praxis terapéutica que un psicoanalista tenga como aspiración (y digo “aspiración”, no ya “mayor sueño”) llegar a tener una casa en Cariló y una lujosa camioneta 4x4? ¿Da lo mismo para su praxis que vea el mundo y viva la vida desde el cinismo posmoderno que desde las 20 verdades de la doctrina peronista? ¿Influye en su praxis que el analista la considere un simple medio de ganarse la vida, una praxis revolucionaria o un apostolado por la verdad?
En la tradición psicoanalítica estos asuntos han sido tratados dentro de los conceptos de neutralidad y abstinencia. Por neutralidad usualmente se entiende la exigencia al analista de abstenerse de inculcar a los pacientes sus valores políticos, religiosos o morales, con la aclaración de que tal exigencia «no alude a la persona real del analista, sino a su función».[3] Planteada así, esta exigencia es doblemente inconveniente: primero porque es imposible de cumplir y, segundo, porque la separación entre la persona real del analista y su función no es algo tan sencillo y evidente como parece serlo, por ejemplo, en un dentista.
Digo que es imposible de cumplir porque dicha exigencia tal vez pueda observarse con las sugerencias más groseras y explícitas, pero ¿acaso no transmitimos cantidad de valores de manera implícita, en cómo vestimos, dónde atendemos, cuánto cobramos, etc.? Para colmo, estas otras maneras, mudas e invisibles, son mucho más eficaces y dañinas, pues pasan inadvertidas y sin mayor obstáculo las prevenciones del paciente más atento.[4] Reducir la exigencia de neutralidad y abstinencia solo a lo expresado de manera directa y manifiesta por el analista es, a mi entender, algo ajeno y hasta opuesto al espíritu del psicoanálisis.[5]
No podemos ser neutrales. La idea y la exigencia de neutralidad ya son, por sí mismas, no neutrales. La pretensión de estar más allá de las ideologías es una ilusión pues, por más que nos obstinemos en negarlo, no podemos dejar de encarnar y transmitir una ideología, si por ideología entendemos no meramente un sistema consciente de representaciones (cosmovisión) sino una forma concreta de vivir.[6] La tarea, entonces, no consiste en alcanzar un grado superlativo de supuesta objetividad y neutralidad que esté más allá de toda duda y parcialidad, sino en que, aceptando que encarnamos posiciones diferentes a las de otros, podamos mantenernos abiertos en constante revisión, elaboración y decisión de nuestro propio lugar. Visto así, nada podrá evitar los conflictos y enfrentamiento que están inscriptos, cual destino irremediable, en el desarrollo de una y otra posición.
Algo similar ocurre con la indicación de abstinencia cuando ésta se basa y reduce a la separación tajante entre la función y la vida personal del analista, pues se sostiene más como un ritual obvio y sin alma, como ya establecido para siempre (como tantos otros: el uso del diván, el tiempo de sesión, etc.), que de una manera espontánea y creativa. Se ha llegado a tal punto de vaciamiento conceptual que la seriedad del psicoanalista y hasta del mismo psicoanálisis se identifica con la exactitud en la repetición meticulosa de estos ceremoniales externos y burocratizados, cuando en realidad gran parte de su realidad funciona exactamente en contra de la seriedad bien entendida, es decir, funciona como armadura protectora contra la angustia que emerge cuando el analista debe sostener su función no desde esos rituales sino desde su propia praxis deseante.
B.- LA AGRESIVIDAD DEL NEURÓTICO.
La segunda vía de abordaje a la pregunta sobre por qué, como analistas, no sólo no desarrollamos una relación personal con los pacientes neuróticos sino, además, nos preocupamos por evitarla, recae del lado del paciente. Se funda en la presunción de que tanto el acceso a la información personal sobre el analista como el contacto social o personal frecuente por fuera de sesión, puede ofrecer y hasta disparar en el paciente la oportunidad de entorpecer o de hacer naufragar el desarrollo de un tratamiento. De ahí el empeño que la mayoría de los psicoanalistas ponemos en cuidar y sostener lo que llamamos encuadre, consistente en una serie de condiciones y pactos que enmarcan, podríamos decir “por fuera”, la relación y el trabajo terapéutico “por dentro”: intimidades personales y familiares del analista, sus gustos personales, los horarios del tratamiento, los honorarios, la forma de pago, proceder ante las suspensiones, vacaciones, etc.
La función del encuadre es propiciar que toda aquella producción que el paciente busca dejar por fuera del tratamiento (comentarios al margen, faltas a sesión, llegadas tarde, problemas con el pago de honorarios, etc.) sea incorporada y tomada por el trabajo analítico como una producción más del inconsciente. Es muy común que los pacientes transgredan o busquen transgredir los pactos y condiciones establecidas de común acuerdo y que, para hacerlo, recurran a artilugios y maniobras que, después, les resultan muy arduos de reconocer. Faltar a sesión para evitar pagar y así ahorrar el dinero de las mismas, llegar tarde a la sesión como forma de venganza por un enojo con el analista o por simple fiaca, etc., son maniobras habituales que el paciente cree manejar a su antojo y voluntad cuando, en realidad, es manejado por motivaciones inconscientes o ha sido tomado por intensas reacciones pasionales que son necesarias y posibles de analizar.
El objetivo, entonces, es sustraer estos actos y producciones del plano cotidiano y mundano, evitar que queden dentro de la relación personal actual con la persona del profesional, y permitir que se incorporen a la esfera del tratamiento, es decir, a la relación terapéutica. La insistencia en mantener todas estas producciones dentro del ámbito mundano y de la relación personal es propio de la neurosis, así como la reticencia de tomar sus propios actos y ocurrencias como síntomas, tanto como considerar ajenos a sí mismo también los síntomas de los que padece pero de los que no quiere saber nada, salvo desembarazarse de ellos lo más rápido posible y con el menor esfuerzo.
En el mismo sentido funciona la regla de abstinencia por parte del analista. Como ya vimos, la exigencia de abstenerse de inculcar a los pacientes sus valores políticos, religiosos o morales es, desde el punto de vista práctico, un ideal impracticable, y desde el punto de vista teórico, una estafa, puesto que con ello se postula como ideal una neutralidad a todas luces engañosa y falsa. La abstinencia del analista de dar a sus pacientes consejos sobre el buen vivir no se basa en que él no está, al respecto, en mejor posición que el común de los mortales; tampoco en reconocer, como lo hace la sabiduría popular, que los consejos, aún los mejores, están hechos para no seguirse; menos aún porque nos ubiquemos en un lugar de pureza que huye espantado del adoctrinamiento ideológico, de los pacientes o de quien sea, pues está a la vista que de nuestra parte, como lo vimos, no estamos ni podemos quedar libres de todo pecado de adoctrinamiento y, por parte de los pacientes, o saben defenderse bastante bien o, también, quieren ser adoctrinados.
La razón profunda de la regla de abstinencia analítica, en realidad, radica en otro lado, en la posible incitación a la reacción agresiva del paciente:
¿Qué preocupación —pregunta Lacan— condiciona pues, la actitud del analista?[7]
Y contesta: Queremos evitar una emboscada…; es la reacción hostil la que guía nuestra prudencia y la que inspiraba ya a Freud su puesta en guardia contra toda tentación de jugar al profeta. Sólo los santos están lo bastante desprendidos de la más profunda de las pasiones comunes para evitar los contragolpes agresivos de la caridad.
Los resortes de agresividad —termina afirmando— deciden de las razones que motivan la técnica del análisis.[8]
Es, entonces, la reacción hostil del paciente la que guía nuestra prudencia, reacción hostil que espera, siempre lista y agazapada entre los pliegues de la ambivalencia afectiva, el momento oportuno de hincar el diente; hostilidad de mil caras, que bien puede expresarse en el reproche que nos hace culpables de que, por seguir nuestro consejo, todo resultó un fracaso; en el orgullo herido de no ser él quien decide sus cuestiones; o en la emboscada ladina y taimada de, primero, ponerse sin reparos en posición de objeto para, después, levantarse desde la humillación simulada, reclamando agriamente haber sido atropellado en sus derechos y desconocido como sujeto adulto y libre.
¿Desde qué abismos insondables emerge esta reacción hostil? Emerge, al menos, desde dos vertientes que hunden sus raíces en las más profundas grietas inconscientes: por un lado, del inveterado amor propio y la adoración del brillo fálico como forma de ser y, por otro, del uso consuetudinario de la represión como medio de evitar los conflictos.
a).- En relación a la primera vertiente, dice Lacan, «Lo que aparece aquí como reivindicación orgullosa del sufrimiento mostrará su rostro —y a veces en un momento bastante decisivo para entrar en esa “reacción terapéutica negativa” que retuvo la atención de Freud— bajo la forma de esa resistencia del amor propio…[9]
¿Por qué, ante nuestra intención de hacer un bien, ante nuestra ayuda “desinteresada”, el paciente siempre nos devolverá, casi segura e inevitablemente, la más furibunda de las rabias, acuñada con la esfinge del resentimiento? No sólo hay que contar con la reacción hostil del paciente, también debe entrar en la cuenta nuestro propio aporte: nuestra caridad y desinterés, en realidad, son moneda falsa. Es que como terapeutas, nosotros también estamos en la búsqueda de algo, inconfesable o no: dinero, prestigio, conocimiento, sabiduría o salud, no siempre ni necesariamente disfrazados, por supuesto, de caridad y desinterés.
La emboscada que Lacan quiere evitarle al analista, entonces, más que el tropiezo propio del incauto, es la celada propia del estafado, en la que nunca se cae por inocencia sino por codicia. Como bien lo reconoce Lacan, Sólo los santos están lo bastante desprendidos de la más profunda de las pasiones comunes para evitar los contragolpes agresivos de la caridad. Es que los pacientes serán locos pero no son tontos, y detectan muy rápido y muy bien las imposturas de los terapeutas.
b).- En cuanto a la segunda vertiente desde donde emerge la agresividad del paciente, es decir, la recurrencia constante al mecanismo de la represión, Freud decía que, ante un conflicto insoportable con la realidad, el psicótico directamente la sustituye por otra (alucinatoria, delirante, etc.), mientras que el neurótico simplemente no quiere saber nada con ella. A esta maniobra neurótica, Freud la llamó represión; nosotros, desde el lenguaje cotidiano, le decimos zafar. La actitud central del neurótico es zafar de los conflictos o, como dicen comúnmente, taparlos, no enfrentarlos ni resolverlos sino patearlos para adelante.
Por eso, el proceso de cura del neurótico justamente consiste en el progresivo reconocimiento por su parte de, al menos, dos asuntos: uno, que en vez de enfrentar y resolver los conflictos, lo que viene haciendo es reprimirlos (“no hacerse cargo”, “des-conocerlos”, “negarlos”, “no asumirlos”, etc.); y el otro, que debe aceptar y “reconciliarse” con aquellos asuntos originarios de los que, en su momento, no quiso saber nada, es decir, que reprimió. Éstos, por lo común, son deseos que el neurótico no hubiera querido tener o decisiones que nunca hubiera querido enfrentar, tanto como no quiere tener ni tomar ahora pues, por una u otra razón, le causan bochorno, culpa (dolor moral), lo hacen sentirse inferior, le hacen ver que no es querido o, peor, que es despreciado, dejado de lado y que otro ocupa su legítimo lugar, etc.
El motivo de porqué reprime estas realidades es porque le llegan a resultar insoportables. Pero, más allá de los motivos de por qué el neurótico reprimió, lo notorio es que éste mecanismo considera que uno, por decisión voluntaria y conciente, puede decidir y manejar a su propio antojo su vida pasional, decidir a piaccere lo que acepta y lo que rechaza de lo que siente y le pasa dentro de sí. Esta forma de plantarse ante el mundo y ante los otros, es lo que yo identifico con el nombre de posición fálica.
El acto de reconocimiento significa y contiene al menos dos realidades. En primer lugar, señala la acción neutra de volver a conocer algo. Ésta implica tres momentos diferentes: primero, el tiempo en el que se sabía; al final, el tiempo actual, en el que se vuelve a saber; y entre ambos, un tiempo intermedio, en el que no se sabía lo que se sabía al principio y que al final volvemos a saber. Nada se dice aquí del mecanismo, proceso o motivo de por qué se dejó de saber ni por qué se volvió a saber, tampoco si el nuevo saber es igual al anterior o contiene algo más, etc. En segundo lugar, reconocimiento[10] indica el dejar de realizar la acción que se venía ejecutando de manera constante, consistente en no aceptar, en no querer saber nada, en dejar afuera, en des-conocer lo sabido, asunto que, por el acto de reconocimiento, se vuelve a acoger como saber propio. Aquí se supone que, en el tiempo intermedio, aunque a lo desconocido no se lo sabía, de alguna forma se lo presentía, aunque sea en la mera y simple acción de no querer saberlo.
Uno aspecto esencial de la vida neurótica, entonces, consiste en esa tensión constante entre eso no aceptado por uno, porque no le viene bien y de lo que no quiere saber nada, y el permanente empuje de eso, que uno mantiene lo más alejado posible, por volver a ser reconocido y aceptado por uno. O sea, una guerra permanente y despiadada entre uno y eso, uno tratando de liquidar definitivamente eso y eso tratando de retornar a cualquier costo y por cualquier medio, utilizando las recursos más impensados e imprevisibles para uno. Hay, en toda esta guerra, una característica que le da su sello propio: uno siente los temores y temblores propios de la guerra, pero no sabe que está en guerra, no es conciente de ella, es como si no existiese; la guerra es secreta, soterrada, uno no divisa a eso frente a frente, al contrario, en la superficie visible de su vida sólo se manifiestan los resultados del combate: los territorios conquistados (síntomas corporales), las vías de comunicación cortadas (olvidos), los mensajes cifrados que eso logra sabotear y filtrar (lapsus, sueños), la escasez de alimentos, el desánimo, la falta de ganas de encarar la vida, la angustia constante de que todo puede ir de mal en peor hasta terminar en una catástrofe, etc..
No resulta raro, entonces, que uno, cada vez más y más, se vaya transformando en un ser desconfiado, en alerta constante, siempre a la defensiva y listo para el contraataque, en una especie de maestro de la simulación y del engaño; todo lo que uno hace y dice ha sido previamente calculado y premeditado, todo tiene una intencionalidad, un propósito oculto e inconfesable.[11]
II.- CON PSICÓTICOS
La pregunta de la que partimos, sin embargo, no preguntaba si con los neuróticos era posible la separación tajante entre lo terapéutico y lo personal, sino por qué con los psicóticos debería plantearse, antes que la relación terapéutica, una relación personal amistosa.
A.- AMABILIDAD - AGRESIVIDAD.
¿Qué quiero decir con amistosa? La palabra “amigo” está en el campo semántico de “amar”; originariamente significa “persona a quien se ama”. Más que referirme a la relación amistosa en sí, lo que quiero transmitir es mi experiencia en ese tipo de relación, lo que yo siento y, en especial, lo que ella me trae de benéfico.[12] Por una relación personal amistosa entiendo aquella en la que no está en juego, de manera central, ningún interés mundano, material o no, donde ninguno tiene que cuidarse de nada ni mantener las formas, es decir, donde se puede reposar tranquilo con la seguridad de que, del otro lado, no va aparecer ninguna agresión, competencia o descalificación; una relación en la que, aun cuando haya críticas y reprimendas severas, éstas siempre son de buena leche; en la que se puede bajar la guardia y mostrar la hilacha, las debilidades, las torpezas, las fallas, los defectos, incluso lo más feo y bajo que tengamos, pues tenemos la certeza (o casi) de que seremos cuidados y no condenados, escuchados y no juzgados, etc. No es ésta, por cierto, la respuesta que esperamos encontrar en la mayoría de las relaciones que establecemos a diario, más bien todo lo contrario; y como terapeutas, si de algo estamos alertados, es de no esperar encontrarla en nuestra relación con neuróticos.
No ocurre lo mismo con los psicóticos; con ellos, por el contrario, la relación personal amistosa fluye desde un inicio con toda naturalidad, y no precisamente por nuestra actitud, sino por la de ellos. Esto es notorio principalmente con los psicóticos estabilizados; en ellos no encontramos esa hostilidad que encontramos en los neuróticos, como tampoco el estado de beligerancia y competencia perpetua propio del neurótico, tanto sea en la tensión y pelea interna, como en el recelo y cálculo hacia afuera.[13]
He dicho que la agresividad del neurótico emerge, al menos, desde dos vertientes principales: por un lado, de un inveterado amor propio[14] y una adoración del brillo fálico y, por otro, del uso consuetudinario de la represión como medio de evitar los conflictos. El psicótico, en cambio, en estos asuntos, nos sorprende: no encontramos en él ninguna de esas dos vertientes de la agresividad neurótica. El psicótico no participa (sea porque les es ajeno o porque es excluido) de la competencia para ver quien brilla más, tan común en el universo neurótico. Tampoco participa de la carrera del amor propio, todo lo contrario; al respecto se encuentra en una posición de extrema desventaja, desvalido y sin defensas ante la agresividad propia de la “lucha por la vida” que despliega con tanta naturalidad y orgullo el neurótico.[15] A tal punto esto es así, que la constatación de la presencia de esta extrema dificultad, o lisa y llana imposibilidad, de defensa personal ante la agresividad neurótica, es un índice a tener muy en cuenta en el diagnóstico diferencial. Por esta conducta, es común que el neurótico lo considere un “tonto”. Podemos decir con seguridad que el psicótico no participa de esa forma neurótica de plantarse ante el mundo que yo identifico con el nombre de posición fálica. Esta forma de plantarse, de decidir y manejar a su antojo la vida pasional, o sea, lo que acepta y lo que no acepta de lo que siente y de lo que le pasa en la vida, de sus sentimientos hacia sí y hacia otros, es la condición de posibilidad y la esencia misma de la represión. El psicótico, en cambio, no reprime, no puede reprimir, “no le sale”, ni siquiera entiende esa forma de ser en el mundo; a él las cosas le suceden y le resulta casi imposible tomar distancia de ellas, le resulta impensable mentir sobre eso, simular otra cosa, etc. En estas cosas se maneja con una ingenuidad que sorprende y asombra al neurótico; una razón más, entonces, para que lo considere “tonto”.
El pisicótico mantiene con la verdad un contacto muy diferente al común de los mortales, mucho más estrecho, casi físico, a tal punto que no puede evitar toparse y tropezarse continuamente con ella. El neurótico, en cambio, vive difiriendo su encuentro con la verdad, vive zafando; la reacción que más lo define es la cínica pregunta de quien busca relativizar y desentenderse de asunto que quema: «¿Qué es la verdad?».[16]
¿Cuál debe ser la esencia del vínculo terapéutico con el psicótico? No puede ser la misma que ante el neurótico. Hace 200 años, Hegel planteaba la siguiente indicación:
Importa, ante todo, ganar la confianza del enfermo, cosa que es factible, porque los alienados son todavía seres morales. El medio más seguro para obtener esta confianza, consiste en observar con ellos una franqueza perfecta, sin que esta franqueza degenere en un ataque directo contra la representación que constituye su locura.[17]
Esta franqueza perfecta es, a mi entender, la posición y actitud exacta del psicoanalista ante el psicótico. No es algo tan fácil de entender, y menos aún de practicar. ¿Cuál es la posición más usual ante el psicótico, tanto de los profesionales como de los familiares? Es una mezcla de descalificación y paternalismo. Sobre la base del prejuicio de que no está en condiciones de decidir sobre su vida ni de valerse por sí mismo, debido a una supuesta debilidad o déficit producto de su enfermedad, el psicótico es despojado de su lugar de persona, es destituido como sujeto: «lo hacemos por tu bien». A partir de allí, son los otros los que pasan a decidir y manejar su vida, y sus deseos y decisiones ya no son tenidos en cuenta, ni siquiera de la manera en que se hace con los chicos. Desde ese lugar en que se pone el Otro destituyente, es imposible cualquier franqueza, por la sencilla razón de que frente a sí no reconoce a un sujeto ni se dirige a una persona. Desde ese lugar, entonces, lo más común es que, bajo la excusa de ser claros y directos, la pretendida franqueza degenere casi de inmediato en un ataque frontal contra la representación que constituye la locura del psicótico, contra su delirio, su alucinación, etc.; ni se le respete ni otorgue el derecho a tener su propio punto de vista, por ser loco y alienado, a pesar de que respetar no implica aprobar ni estar de acuerdo, y nada impide dejar en claro los desacuerdos que tengamos con él.[18] No es nada raro, entonces, que desde esta posición jamás se logre ganar la confianza del psicótico, sino que ocurra todo lo contrario.
La franqueza perfecta implica el respeto pleno y absoluto del punto de vista del psicótico (como de cualquier otro), y el abandono definitivo de la posición de supremacía exclusiva que nuestra cultura otorga al punto de vista del adulto normal medio asimilado a sus normas y valores. Alcanzar esta posición no es algo tan fácil como en principio parece, pues implica poder dejar en suspenso o, directamente, suspender todo juicio sobre normas y valores en el transcurso real y práctico de nuestra vida .[19] Resulta claro, para quien quiere ver, que el contacto cotidiano entre los hombres en nuestra sociedad se rige por una franqueza a medias, muy propia y típica de la neurosis.[20] Solamente desde la franqueza perfecta es posible entrar en contacto verdadero con cualquier persona; pero con los psicóticos, ésta es, simplemente, la única manera de hacer contacto con ellos.
Después de haber ganado la confianza del enfermo –continua Hegel–, hay que conquistar una justa autoridad sobre él evocando en él el sentimiento de lo noble y lo verdadero. Los alienados conocen su debilidad espiritual y su estado de dependencia frente al hombre razonable. Este puede hacerse respetar por ellos. El loco, aprendiendo a respetar al que le cuida, adquiere la facultad de dejar aparte su estado subjetivo, que está en colisión con la realidad objetiva.
¿Con qué derecho, con qué justa autoridad nos proponemos, ante el psicótico, como su terapeuta, su curador o su cuidador?[21] ¿Qué legitima, ante el psicótico, nuestra práctica terapéutica con él? ¿Un título universitario, un lugar y una función social reconocida, acaso los libros de Freud o Lacan? ¿Por qué debería él dejarse cuidar por nosotros? ¿Necesita ser cuidado? ¿Quiere ser cuidado? ¿Pide ser cuidado? ¿Qué cuidados y qué ayuda pide?
Lo más común es ver que los profesionales, antes de escucharlo, ya saben lo que el psicótico necesita; y lo saben no sólo antes de que él lo pida, sino –algo mucho peor- sin que él jamás lo pida. De esta manera, de más está decirlo, nunca se conquistará una justa autoridad ante el psicótico ni ante nadie. Podemos justificarnos diciendo que el ser terapeuta es nuestro trabajo, que de eso vivimos; pero si bien puede que tengamos el derecho de trabajar de lo que querramos, esto no nos da, sin embargo, la justa autoridad de hacer de terapeuta, ni ante el psicótico ni ante nadie.
Es común, también, justificarnos bajo la razón de que nosotros tan sólo buscamos ayudar a alguien que sufre. Pero, ¿el psicótico sufre? ¿Cómo lo sabemos? ¿Acaso nos lo dijo él mismo, o es una mera presunción nuestra, un puro prejuicio nuestro? ¿Él nos pidió, directamente, ayuda para aliviar su sufrimiento?
Justificar nuestra práctica terapéutica por la supuesta ayuda al sufrimiento ajeno, la cual está presentada, además, como una acción de innegable generosidad, es un acto que suena más a justificación, en el peor sentido del término, que a otra cosa. En primer lugar, hay un hecho innegable, y es que nosotros cobramos por nuestra acción, o sea, ayudamos si nos pagan, con dinero o con otra cosa, y si no, no ayudamos. Esta es la primera verdad.
En segundo lugar, el sufrimiento neurótico no tiene nada que ver con el sufrimiento de una verdadera víctima, ni con el de quien padece un duelo; estos son sufrimientos sanos, normales, hasta necesarios o inevitables. El sufrimiento neurótico, muy por el contrario, es la consecuencia lógica y natural de quien no quiere hacerse cargo de su parte de responsabilidad, de no querer reconocer cómo él mismo contribuyó para que ocurra lo mismo que lo atormenta; es el precio que paga por sus traiciones y vilezas, por no poder mirar a la realidad de frente, hasta el punto de preferir, incluso, la enfermedad y aun la muerte, a vivir de acuerdo con la verdad. Lo que el neurótico nos pide, en verdad, es que lo ayudemos a seguir mintiéndose más y mejor, y sólo en medio de ese pedido, por demás ambiguo y desesperado, es que podemos llegar a despejar y establecer, y sólo después de un trabajoso forcejeo, una verdadera demanda de emancipación. Nosotros, como psicoanalistas, entonces, no tratamos de evitarle o ayudarle a sacarse de encima su sufrimiento neurótico, al contrario, damos gracias a ese sufrimiento pues, gracias a él, fue que el neurótico “bajó el copete”, se proclamó “vencido por la vida” y decidió hacer público su impotencia y pedido de ayuda.[22]
Se podrá decir que el sufrimiento psicótico no es como el del neurótico, que es diferente. Ciertamente; pero, en primer lugar, el sufrimiento psicótico no se encuentra donde el sentido común cree hallarlo. Contra las creencias más extendidas, en muchos de los casos donde el sentido común cree que el psicótico sufre, él en realidad goza, como, por ejemplo, en los episodios delirantes y maníacos: «El delirante ama a su delirio más que a sí mismo». El episodio maníaco o hipomaníaco, o el despliegue delirante, cualquiera sea su contenido, no sólo es sintónico con el yo, sino que significa una verdadera fiesta de egocentrismo psicótico. Ningún maníaco ni delirante sufre por su manía ni por su delirio, esto es innegable; si sufre, en todo caso, es porque el mundo no está de acuerdo con él y lo contraría. Quien sufre, y esto también es innegable, es su entorno: familiares, compañeros, amigos, etc.
En ambos casos, neurótico y psicótico, nos enfrentamos, entonces, a un sufrimiento falso, no justificado, no legítimo, no verdadero; un sufrimiento que, más que ayudar, debemos enfrentar, denunciar y desenmascarar. ¿Cómo hacer semejante cosa?
La única manera de conquistar una justa autoridad –dice Hegel- es evocando en el psicótico el sentimiento de lo noble y lo verdadero, y esto –digo yo- no puede ser evocado si no abrigamos en nuestro ser, en nuestra vida y en nuestra práctica terapéutica, lo noble y lo verdadero. En esto no se puede andar simulando ni separando la función de analista por un lado y la persona real del analista por el otro. Únicamente desde ese lugar noble y verdadero –sé que esto es un desafío- es posible conquistar una justa autoridad, y ejercer sobre el psicótico enfermo, el loco, un efecto saludable.[23] El loco –dice Hegel-, aprendiendo a respetar al que le cuida, adquiere la facultad de dejar aparte su estado subjetivo, que está en colisión con la realidad objetiva. Y cuidar, hay que entenderlo, significa solicitud y entrega, efectiva y real, significa estar al servicio del loco, y esto tal vez ya no guste a los profesionales de salud mental. Sin embargo éste es, precisamente, nuestro trabajo, y de eso vivimos honradamente.[24]
Nuestra práctica laboral nos proporciona, sin que sea visible para la inmensa mayoría, mucho más que un medio de vida. En primer lugar, nos permite estar y cultivar una actitud de franqueza perfecta y una relación de justa autoridad no sólo como eje de nuestro trabajo, sino también como eje de nuestras vidas, pues si tal actitud y tal relación no rigen nuestras vidas, no pueden regir nuestro trabajo.
Debo decir que yo no descubrí ni conquisté esta actitud práctica en mi vínculo terapéutico con psicóticos sino en mi análisis. Al final de mi análisis toqué un núcleo de verdad, un núcleo real de la existencia. Ese fue un encuentro y un acto decisivo en mi vida. De ahí en más trato de no dejar de tocarlo, de no alejarme de él pues, sin él, todo pierde sentido. ¿Cómo sigo conectado a ese núcleo de verdad, propiciado por la asociación libre, una vez finalizada mi terapia? ¿Cómo lo sigo desplegando después, en mi vida cotidiana? Mi asistencia a la locura, mi vínculo terapéutico con los psicóticos, es una de las formas que he encontrado, junto a otras, para continuar caminando un camino que encontré en mi análisis y del cual no me quiero apartar. Todo paciente loco, aún el más irrecuperable, el más aburrido, es una puerta abierta a ese núcleo real de la existencia.
Ese núcleo real despoja a todo valor mundano de su ubicación central en la vida, propicia una experiencia de desapego, de desprendimiento, de despojo de lo mundano o, lo que es lo mismo, posibilita el acceso al saber, por experiencia propia, que los brillos fálicos que ofrece este mundo no son más que señuelos que nos distraen de nuestra real y verdadera tarea. Esta es la primera condición a conquistar.[25] Ante esta situación, de desamparo absoluto, no queda otra salida que llegar a ser lo que se es. En este sentido, es notoria la semejanza —reconocida por los mejores analistas—, entre la destitución a la que se accede en el fin de análisis [26] con la posición subjetiva espontánea esencial de los psicóticos.
Aunque sea notoria, no hay sin embargo igualdad: no se registra en todos los psicóticos, por el mero hecho de serlo, el acto como modo de existencia libre, el acto que emerge y da sentido ante el más absoluto sinsentido. Sólo quien ha logrado atravesar la experiencia y acceder, con o sin análisis, sea psicótico o sea neurótico, a una posición similar a la de fin de análisis neurótico, puede ubicarse en la tranquila potencia de quien puede Esperar contra toda esperanza.[27]
¿El psicótico es un enfermo?, ¿está como está porque padece una enfermedad? La psicosis, a mi entender, no es una enfermedad ni un déficit. La idea de enfermedad remite a una desviación del estado sano, al cual habría que volver. Lo sano, según el sentido común, sería lo neurótico; pero es una evidencia harto evidente y establecida que un psicótico jamás se volverá neurótico. Tampoco es un déficit, en el sentido de que al psicótico le faltaría algo que el neurótico sí tiene, y que debiera o podría reponer, rehabilitar o ser suplementado. La psicosis, a mi entender, es una condición, un modo de ser humano, de la misma manera que ser neurótico, ser homosexual, etc. Y así como hay una salud neurótica y un estar enfermo neurótico, también hay una salud psicótica y un estar enfermo psicótico. Así como hay neuróticos neuróticos, es decir, enfermos de su neurosis, y neuróticos sanos, es decir, liberados de su neurosis (de manera espontánea o por fin de análisis), también hay psicóticos enfermos de su psicosis, y psicóticos sanos, liberados de su psicosis de manera espontánea (Joyce) o por fin de análisis. Hay que aclarar que la condición psicótica es altamente inestable en un medio social como el nuestro, neurótico y machista, y que la probabilidad de enfermar es muy alta. En este sentido es que es posible hablar de cura en la psicosis, entendiendo por tal no la transformación o cambio de condición (o de estructura, como dirían los lacanianos), sino la estabilización y despliegue creativo de la misma, lo que no implica una asimilación a los valores y normas de nuestra sociedad sino, con palabras de Pichón Riviere, una “adaptación activa”, pero, con palabras mías, “a su modo”.
Mi relación terapéutica con los locos me permite y hasta me obliga a seguir en contacto, de manera cotidiana y natural, con mi núcleo existencial, con mi ser, contacto que otros consiguen con el arte, otros con la religión, y que es muy fácil perder en nuestra vida burguesa cotidiana, la del trabajo, la familia, los hijos, etc. ¿Por qué me permite y hasta casi me obliga? Porque la única manera de establecer un vínculo con los psicóticos es, como lo vimos, desarrollando una franqueza perfecta, a diferencia con los neuróticos donde, como también vimos, el vínculo corre por otros caminos. O sea, lo más importante es que para entablar y sostener ese vínculo debo posicionarme en coordenadas subjetivas maravillosamente sanas y pacíficas. Ciertamente, uno tiene que estar personalmente concernido e interesado para sostenerlo, de otro modo eso es insostenible; sobre todo con pacientes que son tan complejos y difíciles. No todo profesional de la salud mental soporta, se banca, quiere atender, ni debe hacerlo, a este tipo de pacientes. Son pacientes sumamente exigentes que requieren de muchísima disponibilidad, y no funciona el famoso “nos vemos la semana que viene” y, en el intervalo, hago la plancha, me olvido, me desenchufo.
Hay un deseo, hay una satisfacción, un placer que no se encuentra en una clínica estandarizada. El deseo de Freud cuando “abre” la histeria (porque hay que abrirla, o se abre sola), no se fundaba en que quería “ayudar” a las histéricas, porque en realidad eran insoportables, nadie las aguantaba. Algo de esa dimensión lo atrapó, y creo que tenía que ver con algo de él, no en el sentido psicológico, sino en otro sentido, a tal punto que aún hoy, en cualquier tratamiento individual neurótico clásico, si no está en juego el deseo del terapeuta, eso no se abre. Si uno no escucha, eso no se abre. Por eso es que hasta el estatuto real del asunto está en discusión. ¿Hay neurosis o es que uno instituye eso como neurosis bajo un mecanismo de escucha, algo así como que de un defecto sacás una virtud? Del barro sacás oro. Y en el barro de la locura hay oro.
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¿Deberíamos sugerir a las mujeres y hombres psicóticos, maníaco-depresivos, esquizofrénicos, delirantes y –por qué no- neuróticos graves, que se abstengan de traer hijos al mundo porque, genéticamente, tendrían la misma tara que sus padres; o porque, como padres y/o madres, no podrían cuidarlos adecuadamente?
¿Deberíamos sugerir el aborto de embriones cuyo análisis genético indicara que, científicamente, van a desarrollarse como psicóticos, maníaco-depresivos, esquizofrénicos, delirantes, o neuróticos graves?
¿Es legítimo tomar, en base a un criterio científico, decisiones políticas decisivas sobre la evolución de la humanidad?
Hay, sin embargo, para quien quiera ver, muchas evidencias que, desde un punto de vista psiquiátrico, la gente más interesante y, quizás, más ha enriquecido al mundo, fueron y son locos, gente que o tienen una misión divina, o están en guerra contra el mundo, o son autodestructivos, u oyen voces. Es decir, gente que no es normal.
B.- SIMBÓLICO - REAL.
Como el psicótico no reprime, tampoco puede, por ende, llegar a reconocer lo reprimido: esa operación (“está bien, reconozco que soy así”), tan típica y tan familiar al neurótico, es extraña y ajena al universo psicótico. Desde el punto de vista psicótico, todo esto es una chiquilinada. La operación y la eficacia psicoterapéutica con neuróticos se basa, justamente, en la posibilidad y la capacidad que éstos tienen de dialectizar su posición, es decir, de operar cambios en su punto de vista hasta poder llegar a reconocer («hacer conciente lo inconciente») que lo que venían haciendo no vale la pena, no sirve, es inútil, es incorrecto, es mentiroso, etc.
La enfermedad neurótica, según Freud, consiste en dos momentos: en el primero se trata de no querer saber nada de la realidad (externa o interna) que disgusta y resulta insoportable, y la manera por la cual logramos desconocer, olvidar o no saber nada de ella la llamamos represión. El segundo momento es que eso, de lo que no queremos saber nada, no se queda quieto, sino que intenta volver y ser reconocido de cualquier forma, por las buenas (sueños, lapsus) o por las malas (retorna en síntomas, inhibiciones, etc.). Lo que retorna siempre es el primer o antiguo asunto reprimido, pero lo hace bajo una nueva forma, transformado y disfrazado, para evitar volver a ser reprimido otra vez. Por eso decimos que la mecánica de la neurosis implica dos elementos (y dos tiempos), donde el segundo, el retorno, la “formación del inconsciente” (síntoma, lapsus, etc.), sustituye y representa de manera simbólica al primero; o, visto desde la otra punta, el primero “transfiere” todo su conflictiva al segundo.[28]
Cuando hablamos de simbólica nos referimos a una realidad cuya esencia consiste en contar, como mínimo, de dos elementos ensamblados, a los que he llamado primero y segundo, donde el segundo sustituye y representa al primero; sustituye quiere aquí significar que el primero desaparece de la vista sin quedar por ello eliminado o aniquilado, por el contrario, continua estando pero transformado, representado[29], contenido o “transferido” al segundo (y esa es, justamente, su particular manera de seguir estando o de ser).[30] Esta realidad simbólica, aunque implica dos elementos (el primero y su sustituto), en realidad es una sola unidad, el símbolo. El segundo elemento, el visible y presente ante nosotros de manera inmediata, remite al primero, ausente en lo inmediato o, mejor dicho, presente en tanto representado y accesible sólo por mediación del segundo.
Cuando se habla de realidad simbólica y de símbolo se piensa, casi de inmediato, en una realidad mental, inmaterial o algo por el estilo. Hay que aclarar que de ninguna manera es así. El aspecto presente y visible del símbolo, el segundo, siempre es material, y no es ni puede ser reducido a los sonidos del lenguaje o a la grafía de la escritura, por el contrario, desborda ampliamente estos registros. Fue el psicoanálisis, principalmente, quien desplegó la infinitud de materialidades que pueden ser tomados y funcionar como elementos simbólicos: las más diversas partes del cuerpo como un pié, el pene, la nariz; las más diversas funciones corporales, como el dormir, comer, etc.; aún los órganos del cuerpo como los ojos, la faringe, etc.; diferentes comportamientos, como los rituales; las ideas, como las obsesiones, los delirios; cualquier acto y ceremonial, como el saludo, etc.; cualquier objeto del mundo, como una cartera, un zapato, un panteón, etc.; cualquier animal, un caballo, una víbora, etc., y así con todo lo que se nos ocurra.[31] Esto quiere decir que lo simbólico no es meramente “mental”, si con ello queremos decir que no afecta o no implica la materialidad del mundo que nos rodea; lo simbólico y, por ende, el símbolo, es una realidad material y social por excelencia que organiza y estructura por completo nuestro mundo.[32]
Todo lo anterior queda claro en referencia al segundo elemento, al presente y visible. ¿El primer elemento, por su lado, es conceptual, es mental, es el significado? Tampoco. La realidad simbólica de la que estamos hablando se compone del ensamble de dos elementos, S y S´, donde el segundo continúa y sustituye al primero, de acuerdo a ciertas reglas que Freud denominó condensación y desplazamiento. La relación entre el elemento visible S y un significado[33], por su lado, se diferencia de la anterior porque el significado emerge del pasaje o la oposición de un símbolo o a otro, y no está ni queda ligado a un único elemento material S, de manera fija y estable.
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¿En qué consiste la enfermedad psicótica? Freud decía que también consiste en dos momentos: en el primero, igual que en la neurosis, se debe enfrentar una realidad insoportable, pero la manera de evadirla no es olvidarla o no saber nada de ella, es decir, reprimirla, sino directamente borrarla del mapa, que no quede nada, ni el rastro, como si nunca hubiera existido. El segundo momento consiste en que eso, que por supuesto nunca muere, no se queda quieto sino que intenta volver por todos los medios, pero no puede volver siendo reconocido (detrás de una transformación y disfraz) como algo propio, porque nunca fue desconocido-reprimido, sino que fue borrado del mapa, y de él ya no queda ni el rastro; entonces aparece o vuelve a aparecer con los siguientes caracteres: como algo nuevo (y no como retorno de algo antiguo olvidado), como algo de lo que realmente no se sabe nada (y no como algo de lo que no se quiere saber nada), y como algo ajeno a enfrentar, es decir, como una realidad exterior insoportable: alucinación.[34]
A partir de este punto, en las psicosis aparece un tercer momento, inexistente en la neurosis: el psicótico trata de sobreponerse a este embate siempre nuevo del mundo-realidad, pero como eso no retorna desde el interior (propio pero reprimido) sino que viene del exterior ajeno, la represión no hace en él mella alguna (como no lo hizo antes ni tampoco lo hace ahora ningún otro mecanismo que opere hacia lo interior), entonces no queda otro camino que transformar el mundo exterior. Pero como para transformar el mundo exterior, real y efectivamente, no alcanza tan solo con los deseos o la pura voluntad, lo que se transforma entonces es la realidad exterior psíquica, (la que se podría llamar, tomándonos una licencia, “realidad exterior interna”). El psicótico construye, en este tercer momento, una nueva realidad, esta vez soportable y acorde a sus deseos: delirio.[35]
Si la enfermedad neurótica es el producto del segundo momento (el retorno en síntoma), ¿la enfermedad psicótica es el producto del segundo momento (alucinación), del tercero (delirio) o de ambos?
El asunto primero insoportable en las psicosis es inmune al reconocimiento, por el simple hecho que de aquella realidad insoportable no ha quedado nada, ni el rastro, no hay contenido reprimido a reconocer, y lo único que ahora aparece es una realidad enteramente nueva o, a lo sumo, un vacío imposible de re-integrar. A decir verdad, desde aquí deberíamos suponer que en las psicosis nunca hubo un primer momento que haya “transferido” su conflictiva a un segundo, sustituto y representante suyo; el retorno desde el exterior, el segundo momento psicótico, no es un elemento simbólico segundo que encuentre su sostén y sentido en otro anterior, primero, sino que está enteramente solo. No encontramos aquí ninguna simbolización.
Más arriba he adelantado que para el neurótico el analista puede ocupar, por ejemplo, el lugar del padre o de la madre de manera simbólica, y que para el psicótico el analista puede también ocupar ese lugar o función, pero de manera real. Con real quiero significar, en primer lugar, que su esencia no consta de dos elementos ensamblados en una única y misma realidad, como en el símbolo, sino de un solo y único elemento. En los psicóticos ambas esferas, la real y la simbólica, parecen confundirse en una y misma cosa, mientras que en los neuróticos, ambos planos están nítidamente diferenciados y bien separados, y la relación terapéutica se desarrolla sólo, o preponderantemente, en la esfera simbólica. Con real, en segundo lugar, no quiero decir que se tome al analista realmente como el padre; éste puede estar presente, ausente o incluso muerto, pero nadie jamás, sea neurótico o psicótico, lo confundirá con su analista.
¿Qué diferencia hay entre lo real psicótico, lo real simbólico y lo real a secas? Para nuestro sentido común, la realidad cotidiana es lo real a secas, y esta, también, es algo muy diferente de lo simbólico. Esa es la primera confusión del sentido común, pues la realidad cotidiana, es decir la supuesta realidad a secas, en realidad está atravesada y estructurada por lo simbólico de punta a punta. Si queremos buscar “lo real a secas”, es decir, ajena a lo simbólico, en realidad donde lo deberíamos buscar y, tal vez, encontrar, es del lado de lo real psicótico, donde lo real aquí es sinónimo de literal. No se trata de que el psicótico esté fuera del lenguaje, sino que su realidad no incluye la dimensión simbólica tal como la establecimos: “El Otro está excluido del discurso delirante”.[36] Aquí el signo –sea cual fuese— no sustituye ni remite a otro signo, no hace símbolo, sino que se queda o bien en el puro significado o bien en la literalidad. De allí que sea tan complicado para el psicótico manejarse y entender el mundo del chiste, de la seducción, del doble sentido, etc. Por otro lado, el psicótico se maneja muy bien con el discurso inmediato, pero se maneja mal y se pierde en el discurso mediato, donde siempre hay dos instancias, como ocurre, por ejemplo, en el discurso reflexivo. En matemáticas, en cambio, se maneja muy bien. Da toda la impresión de que el signo en la psicosis queda en su literalidad sin remitir a otro signo, quedando así o vacío o pleno de sentido.[37]
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Después de lo dicho, se hace necesario aclarar lo siguiente: es claro que nosotros, como terapeutas o como pacientes, solo estamos en contacto efectivo y real con la realidad de lo que hemos llamado el segundo momento, es decir, con hechos concretos, tales como los sueños, los lapsus, las ideas compulsivas, los rituales, los dolores corporales, las cegueras, las fobias, los miedos y muchos otros fenómenos más. Que una idea compulsiva o un ritual pasen a ser un “síntoma”, y éste, a su vez, un “retorno de lo reprimido”, no es un hecho, es una interpretación de tales hechos. Otra interpretación posible puede ser que estamos poseídos por un demonio, por lo que se hace necesario realizar maniobras mágicas para expulsarlo. Sólo desde una mirada psicoterapéutica es que algunos de estos hechos se transforman en “síntomas”, y sólo desde el psicoanálisis los consideramos como “retorno de lo reprimido”.
Todos los procesos y sucesos descriptos correspondientes al llamado “primer momento”, tanto neuróticos como psicóticos, son procesos y sucesos supuestos por nosotros, los teorizadores; es decir, son realidades hipotéticas con las cuales no tenemos ningún contacto efectivo ni registro directo, sino que las construimos o inventamos a fin de explicar lo que única y efectivamente está ante nuestros ojos: la idea compulsiva-obsesiva, el ritual, etc. Insisto: ninguna de las entidades del llamado primer momento son hechos efectivos, son puras realidades ficcionales. Ahora bien, estas realidades ficcionales, más conocidas como teorías, no se construyen en base a la pura y libre imaginación, sino sobre la base y teniendo en cuenta cómo se dan los hechos: por la manera en que eso se presenta ante nosotros, deducimos o hipotetizamos cómo debió haber sido antes, en el primer momento. Después de un largo camino asociativo, que partió de un elemento presente (el “segundo”), emerge un elemento diferente y “nuevo” (el “primero”) que el neurótico llega reconocer como propio, y con él llega a reconocer lo que nunca antes había querido reconocer. De esta secuencia deducimos que, de alguna oscura forma, él ya lo sabía y no lo quería reconocer. A esta forma de comportarse con lo propio pero separado de la conciencia y después olvidado (y olvidado que olvidó) lo llamamos represión, y tratamos de reconstruir imaginativamente cómo debió haber sido todo el proceso que desembocó en esto.
Lo particular con el psicótico, en cambio, es que partiendo del segundo elemento nunca se accede a un primer elemento, a pesar de todo el tiempo y el esfuerzo que pongamos en ello. A menudo se escucha afirmar que el psicótico no establece una “transferencia” con el analista, entendiéndose con ello que no puede generar un vínculo terapéutico con él. Es evidente que esto no es así: los psicóticos pueden establecer un vínculo terapéutico como cualquier otra persona. Lo que ocurre es que no establece una relación simbólica con el analista, donde él funcione como un símbolo, como segundo elemento que lleva al primer elemento del símbolo.
III.- EL CONCEPTO EN ACTO (este punto aún es un borrador)
El psicoanálisis con psicóticos y borderlines se hace imposible si se mantiene la separación tajante entre función y persona del analista; una razón de ello es que en estos tratamientos, los avatares del devenir deseante de los pacientes no circulan por los carriles simbólicos como en los neuróticos, sino que se juegan en el entresijo de las relaciones actuales de todo tipo: personales, familiares, sociales, terapéuticas, etc.
¿Qué entiendo aquí por actualidad y actual?
Es conocida la oposición aristotélica entre ser en potencia y ser en acto; apunta a la esencia del movimiento y del cambio de lo que es: La semilla es un árbol en potencia, tiene todas las condiciones necesarias para llegar a ser árbol, pero aún no lo es en acto. El ser en acto es la potencia realizada, la consumación del ser. Una vez consumado, el ser es, y ya no debe llegar a ser lo que es.[38]
Aunque muy emparentado con el modo aristotélico, lo que entiendo por actualidad está referido a una diferenciación que la tradición filosófica alemana expresó con dos palabras diferentes: Realität y Wirklichkeit. Alfredo Llanos, uno de los traductores al español de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, aclara de la siguiente manera el sentido de la palabra actualidad en alemán: «El idioma alemán utiliza dos palabras para realidad: Realität, del latín res, y Wirklichkeit, del verbo wirken (efectuar, actuar): actualidad, existencia, efectividad, autenticidad. Traducimos la primera por realidad, la segunda por actualidad (del latín actualitas). Realidad es la cosa inerte; actualidad es lo que ha llegado a ser. Creemos que hay en esto una reminiscencia aristotélica: la doctrina de la potencialidad a la actualidad, de fuerte contenido dialéctico».[39]
Como vemos, actual se relaciona con el sentido de lo que es “realidad” o “ser real”. En español tenemos sólo la palabra “realidad” o “real” para nombrar todo “lo que es”; cuando decimos es “real” o es “realidad” queremos decir que es en el sentido de que existe (o bien que existió), en oposición a un ser imaginario, que es pero no existe, que es irreal, ideal, ficción, imaginario, ilusorio, falso.[40] Sin embargo, no todo lo ubicado dentro del campo que identificamos como real es idéntico.
El obelisco de la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, es real, existe, pero no es actual, sino que en este momento sólo es (o está siendo) mentado en mi discurso actual. El ser actual, en el sentido que estamos tratando de precisar, connota una referencia específica ineludible a la presencia, tanto en sentido temporal, de que existe o sucede en el tiempo presente, como en el sentido existencial, de estar efectivamente presente ante mí, en acto. Podemos decir, para concluir, que mientras lo real mentado solo es una representación de lo real, lo real actual es una presentación efectiva de lo real, es la presencia misma de lo real ante mí.
No se trata de poner en duda, por tanto, la existencia o la realidad del obelisco de la ciudad de Buenos Aires; el asunto que nos ocupa es otro: no estamos simplemente discutiendo la existencia o no de lo real, sino el sentido de lo que para nosotros es realidad y real. Más que de la existencia o no de objetos y hechos, lo que tratamos de establecer son las diferentes maneras que la realidad se nos presenta y las diversas maneras de contactarnos con ella. ¿Hablamos, entonces, de “lo que es”, de “lo que existe”, o hablamos de “lo que nosotros entendemos” por ser o existir? Pero, ¿hay manera de hablar de lo primero sin hablar a la vez de lo segundo?
Cuando cotidianamente nos referimos a “realidad”, por ejemplo, a la realidad del obelisco de la ciudad de Buenos Aires, en realidad no entramos en contacto con la realidad misma, sino con una representación de lo real. Si, desde el sentido común, debiéramos señalar dónde, cuándo y cómo entraríamos en contacto con la realidad real, tendríamos que concluir que nuestro único contacto efectivo con lo real se establecería en nuestra percepción, o incluso antes, en la pura sensación, en la mera recepción pasiva del estímulo o dato físicoquímico bruto, antes de todo registro e interpretación.[41] Según este planteo, entrar en contacto con la realidad implicaría un contacto por fuera o previo al lenguaje o a cualquier otro sistema simbólico pues, una vez que interviene la palabra o hay mediación por el signo, la realidad ya estaría perdida para siempre, y quedaríamos encerrados de este lado del mundo, del lado de las palabras, de la imagen, del significante o como quiera llamárselo, pero siempre del lado que no es real sino un mero reflejo de lo real, una sombra[42] de lo real. Pero, al plantear el asunto de esta manera, ocurren dos cosas: en primer lugar, de aquel primer contacto “bruto” no podemos tener registro, pues “registro” significa justamente un elemento que sólo está para aludir a otro momento real ya perdido o pasado; o sea, cuando tenemos el registro quiere decir que ya perdimos lo real registrado. Y, en segundo lugar, al quedar considerando y añorando aquel suceso originario, supuestamente previo y base de todo registro como la verdadera y única realidad real, no vemos ni tenemos en cuenta la única realidad efectiva humana que sí está a nuestra alcance, o sea, la realidad inmediata en la que constatamos que lo que el hombre real[43] “ve”, es bastante más que la mera luz física que estimula la retina de su ojo, y que lo que “escucha”, es mucho más que los meros movimientos del aire que impactan en el tímpano de su oído. Todo esto lleva a pensar, entonces, que el hombre no puede entrar en contacto con una realidad “bruta”, sino que siempre lo hace por intermedio y a través de un aparato simbólico cultural que es más carne que su propia carne.
Todos conocemos los lineamientos generales de ambas teorías, la que supone que lo único real es el primer contacto con la realidad bruta, y la otra, la que afirma que tal contacto es meramente supuesto e inexistente, y que toda realidad ya es significada. De allí en más todo el problema queda reducido a: ¿cómo saber cuál de las dos es la correcta? Y allí también concluye todo el asunto: en la manera de verificar o de falsar una teoría. Ahora bien, hay otro asunto que ninguna teoría ve, que no es ninguna teoría, y que consiste en lo siguiente: las dos teorías planteadas (como toda teoría) hablan de la realidad, de la percepción, del lenguaje, de las palabras –todas las teorías hablan de. ¿Qué tipo de realidad son todas estas realidades de las que habla la teoría? Todas éstas son realidades mentadas. Ninguna teoría presenta ni puede presentar más que la realidad mentada y jamás la realidad actual. Las teorías no presentan sino representan la realidad.
Todo discurso que trate de la realidad “por fuera” de la palabra, “por fuera” de lo simbólico o de lo dialéctico, es decir, que hable de una realidad supuesta sin la más mínima contaminación simbólica, sin reparar que en ese mismo instante está hablando de ella, y no incorpore ese hablar como un elemento constitutivo decisivo de la realidad de la que habla; todo discurso de este tipo sólo accede y puede presentar una realidad mentada, representada.
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¿Es posible que se haga presente la realidad, la presencia misma de lo real ante nosotros? De ser posible, eso sería lo actual. Ahora bien, para que eso ocurra, la primera condición a tener en cuenta y a constatar es que lo real tiene que aparecer en lo simbólico (pues no hay realidad “bruta” y, si la hubiera, de ella no tendríamos registro), y la segunda, es que tiene que aparecer en lo simbólico actual, es decir, en acto.
Esta dificultad para que aparezca lo real en acto y no simplemente una realidad mentada, está lejos de ser un problema especulativo, se encuentra en el centro y origen de la clínica psicoanalítica. Dice Freud: «Cuando comunicamos a un paciente una idea por él reprimida en su vida y descubierta por nosotros, esta revelación no modifica en nada, al principio, su estado psíquico. Sobre todo, no levanta la represión ni anula sus efectos, como pudiera esperarse, dado que la idea antes inconsciente ha devenido consciente. Por el contrario, sólo se consigue al principio una nueva repulsa de la idea reprimida. Pero el paciente posee ya, efectivamente, en dos lugares distintos de su aparato anímico y bajo dos formas diferentes, la misma idea... El levantamiento de la represión no tiene efecto, en realidad, hasta que la idea consciente entre en contacto con la huella mnémica inconsciente después de haber vencido las resistencias. Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión. A primera vista parece esto demostrar que la idea consciente y la inconsciente son diversas inscripciones, tópicamente separadas, del mismo contenido. Pero una reflexión más detenida nos prueba que la identidad de la comunicación con el recuerdo reprimido del sujeto es tan sólo aparente. El haber oído algo y el haberlo vivido son dos cosas de naturaleza psicológica totalmente distinta, aunque posean igual contenido».[44]
La esencia del pasaje se resume en la frase: «Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión», entendiendo que «huella mnémica» aquí es equivalente a «recuerdo reprimido». Analicemos, entonces, un aspecto del fenómeno del recuerdo. Resulta por demás claro que la experiencia de recordar haber dado un beso, por ejemplo, es de naturaleza totalmente distinta de la experiencia de dar realmente un beso, por más que ambas tengan igual contenido; mientras la primera es una experiencia que se desarrolla íntegramente en el llamado mundo interior, la segunda, en cambio, acontece en el mundo exterior y en contacto con otra persona. ¿Es esta diferencia a la que se refiere Freud cuando dice que «El haber oído algo y el haberlo vivido son dos cosas de naturaleza psicológica totalmente distinta»? No, Freud no se refiere aquí a la diferencia entre las experiencias en el mundo interior y otras en el mundo exterior, sino que las dos experiencias que busca distinguir se desarrollan íntegramente en el llamado mundo interior. Una es el saber algo por evocar el recuerdo de “haberlo vivido” (el tiempo verbal pretérito perfecto indica que la acción no es actual); y otra, es saber algo por evocar el recuerdo de “haberlo oído”, entendiendo por “oído” que el asunto le fue relatado, es decir, que tuvo una noticia por segunda mano, siendo, por tanto, ya en el origen un saber mediato o mediatizado, y no un saber en el origen de una experiencia directa de, por ejemplo, “haber oído” la explosión).[45]
Hay, entonces, tres tipos de saberes y experiencias: 1º) saber por evocación de “haberlo oído”; 2º) un saber por evocación de “haberlo vivido”; y finalmente, 3º) un saber por “estar viviéndolo” en el instante. Este último no es algo tan obvio. ¿Qué quiere decir un saber por “estar viviéndolo en el instante”? Hay dos maneras de pensarlo: una, la más evidente y al alcance de todos, es el saber que yo, en este instante, estoy escribiendo este texto, y su saber que Ud. lo está leyendo en este instante. Como es obvio, ambos actos de saber, tanto mi saber (que estoy escribiendo) como su saber (que está leyendo) no realizan o efectivizan el acto de escribir o de leer; por eso podemos decir que estos saberes son actos exteriores al asunto que saben. Sólo un saber que sea interior al asunto que sabe o, dicho de otra manera, sólo un saber que, en tanto acto, al mismo tiempo que sabe sea el asunto o contenido que sabe, sólo este saber es un saber en acto. En este caso no se evoca nada, no se recuerda nada, o, si hay evocación o recuerdo, este acto es exactamente igual al contenido recordado. Pero ¿cómo entender un recuerdo que no se diferencia de la experiencia viva?
En todo recuerdo se presentan dos realidades que debemos distinguir: por un lado está lo que Freud llama el «contenido», es decir, la idea, el significado o la imagen de, por ejemplo, «dar un beso»; por otro lado está el acto mismo de recordar. Entre ambos lados usualmente se produce la siguiente relación: mientras que lo que llamamos el «contenido» se ubica siempre en el pasado, el acto de recordar siempre es actual, presente y, valga la redundancia, es en acto. Entre ellos, además, se establece una relación de mutua exclusión: mientras soy conciente o percibo el «contenido» del recuerdo, el acto de recordar queda en entre bambalinas y no lo veo, no soy conciente de él; y al revés, si fijo mi atención en el acto de recordar, dejo de percibir el «contenido» del recuerdo. Del fenómeno del recordar lo más común es que sólo retengamos el «contenido», y sintamos que en eso consiste y que allí se agota toda la experiencia del recordar; sin embargo, una vez que quedan señalados ambos lados del recordar, es fácil ver que, mientras el «contenido» está irremediablemente perdido en el pasado, el acto de recordar, en cambio, es actual, real y efectivo, es decir, es la única experiencia viva que está ocurriendo aquí y ahora. Una manera sencilla y gráfica de expresar lo mismo es diciendo que lo único que se puede recordar es el «contenido», mientras que al acto no se lo puede recordar pues, si se lo recuerda, deja de ser acto y pasa a ser «contenido» de otro acto. A este acto, entonces, no se lo registra ni recuerda, pero tampoco se lo sabe como acto (“en el acto”), pues no se es conciente de él. Pareciera que la única manera de hacer conciente algo es recordarlo, mentarlo, etc., es decir, que no esté en acto, pues si está en acto, no está ante mí, no es presente para mí, no es actual, no es en acto.
Sólo un saber que, en tanto acto, al mismo tiempo que sabe sea el asunto o contenido que sabe, donde no haya disociación entre acto de saber y contenido sabido sino que ambos sean una sola y la misma cosa, sólo este saber es un saber en acto. En este caso no se evoca nada, no se recuerda nada, o, si hay evocación o recuerdo, este acto es exactamente igual al contenido recordado.[46]
La palabra del neurótico está separada del ser. Lo que su palabra piensa y dice no es la vida sino una representación de la vida. De esta manera ha consumado la ruina tanto de la palabra como la del ser. Por eso es que, como dice Lacan, «No se trata de saber si hablo de mí mismo de manera conforme con lo que soy, sino si cuando hablo de mí, soy el mismo que aquel del que hablo».[47] El neurótico habla de todo y hasta de sí como objetos, habla de; podríamos decir que habla en teoría y vive en teoría.
El fin del psicoanálisis con neuróticos, tanto en el sentido de objetivo final como de finalización, es superar la escisión entre el ser y la palabra. No se trata de restituir un supuesto estado de salud perdido, pues no nacemos sanos ni fuimos sanos nunca, de lo que se trata es de ver si podemos alcanzar la salud. No nacemos ya hechos y terminados, por eso es que debemos hacernos y alcanzar el estado más saludable. El hombre no está ya hecho, ya terminado, como lo están los animales; está abierto al destino, al futuro y al ser. El hombre no nace siendo, ni ya es por el solo hecho de existir; por el contrario, nace sin ser y debe llegar a ser
Este llegar a ser lo que se es, no es una acción exterior a sí misma, tal como puede ser empujar un auto, donde el productor, el producto y la producción son elementos diferentes, separados y ajenos unos a otros; tampoco la acción ni el ser están por fuera de la palabra o del registro, es decir, por fuera de lo simbólico, sino que es un llegar a ser por medio de la palabra y lo simbólico. Pero es una palabra que no hace ninguna referencia a un ser exterior a ella, por fuera de ella, y ajeno a ella; su ser no está del lado de afuera de la palabra, del lado de la referencia, de lo dicho, sino que su ser es porque está dicho. Es una acción interior a sí misma, una acción y un ser en acto, de sí misma sobre sí misma haciéndose a sí misma.
Hay seres que son más en acto que otros, tienen más ser o son más que otros, y, a la vez, más libres y más verdaderos que otros. Nuestra tarea es llegar a ser lo que se es.
[1] Digo “durante el tratamiento” porque hay muchos casos en que terapeuta y paciente después de la finalización del tratamiento desarrollaron una amistad.
[3] J.LAPLANCHE, J-B PONTALIS, Diccionario de psicoanálisis, Ed. Labor.
[4] ¿Estos gestos y formas de ser, forman parte de la comunicación inconsciente? De ser así, estaríamos concibiendo lo inconsciente de una manera que no se reduciría a lo intrapsíquico individual sino de otra que contempla lo reprimido y renegado socialmente.
[5] Si a todo esto agregamos que el analista muchas veces es un hombre más o menos público, que sus actos e ideas son públicas, etc., debemos concluir que neutralidad pretendida se vuelve imposible.
[6] Esto explica que muchas veces nos sintamos más cerca de gente que piensa muy diferente y rechacemos a otros que piensan muy parecido; es que lo que verdaderamente importa son los gestos, la praxis y no lo que se dice de la boca para afuera. Como decía Nietzsche, aunque la boca mienta, la jeta dice la verdad.
[7] La actitud del analista a la que refiere, Lacan la describe así: La de ofrecer al diálogo un personaje tan despojado como sea posible de características individuales; nos borramos, salimos del campo donde podría percibirse este interés, esta simpatía, esta reacción que busca el que habla en el rostro del interlocutor, evitamos toda manifestación de nuestros gustos personales, ocultamos lo que puede delatarnos, nos despersonalizamos, y tendemos a esa meta que es representar para el otro un ideal de impasibilidad. JACQUES LACAN, La agresividad en psicoanálisis, Escritos I, Siglo XXI, págs. 99-100.
[10] Reconocimiento es la expresión que a mí me sienta mejor para expresar la famosa fórmula freudiana “hacer conciente lo inconciente”.
[11] En relación a la posición existencial del neurótico, ver en mi texto UNO, psicoanálisis de un sujeto gramatical (inédito).
[12] De lo que me pasa a mí puedo dar cuenta directamente (testimonio) pues, aunque lo que sienta sea malintencionado o falso, yo lo siento; de lo que le pasa al otro o a terceros, sean realidades objetivas o subjetivas, por más que yo esté muy convencido de lo que siento y pienso de ellas, no puedo dar cuenta directamente de mi convencimiento, es decir, no estoy en el lugar real de poder dar testimonio de que lo que digo sea tal como lo digo. Esta diferencia, tan sencilla de entender, sin embargo no es tenida en cuenta todo lo que se debería. Aunque, pensándolo bien, tampoco es tan sencilla, pues en ella se basa la diferencia decisiva entre evidencia y certeza, realidades que, mucho más a menudo que lo deseable, se confunden y se toman como equivalentes. Al respecto, ver mi libro La Telépata , un psicoanálisis de la alucinación y el delirio, Post-Scriptum: Certeza y Verdad.
[13] Por lo general tiende a pensarse que cuando están en crisis, los psicóticos son agresivos e intratables. Es cierto que en tales circunstancias pueden desplegar conductas persecutorias, de excitación u otras similares que casi imposibilitan un trato cordial; pero las crisis no son siempre de este tipo, también pueden consistir en momentos de gran pavura, perplejidad, o desorganización en los que manifiestan un gran desamparo. En todos los casos, sin embargo, y en contra del prejuicio más extendido, las crisis psicóticas son y ofrecen una oportunidad única e incomparable de establecer un vínculo auténtico con el psicótico.
[14] “Amor propio” no es equivalente a “narcicismo”. El “amor propio” es amor a un “objeto” privilegiado, yo mismo, mientras que en el “narcicismo” aún no hay objeto. Podemos, por supuesto, diferenciar un narcisismo primario de otro secundario, donde en éste habría objeto; pero lo que importa en este punto, ahora, es remarcar esa diferencia fundamental: dónde hay objeto y dónde aún no lo hay.
[15] «La preeminencia de la agresividad en nuestra civilización quedaría ya suficientemente demostrada por el hecho de que se la confunde habitualmente en la moral media con la virtud de la fortaleza. Entendida con toda justicia como significativa de un desarrollo del yo, se la considera de un uso social indispensable y tan comúnmente aceptada en las costumbres…» J. Lacan. La agresividad en psicoanálisis, Escritos I, págs. 112/113.
[16] Palabras de Poncio Pilatos. Juan, 18. 38
[17] HEGEL, El tratamiento de la locura (1820), Fragmento extraído de Filosofía del Espíritu, Ed. Anaconda, Bs.As.
[18] «Dr Latrémolière, porque usted está persuadido de que soy un Alienado –y porque se halla en frente de mi en la posición del Médico del Asilo frente al internado, y que el médico siempre tiene razón contra un encarcelado, porque le basta con afirmar, y el enfermo siempre está en el error porque en tales casos aun sus afirmaciones de hechos entran en la categoría de un delirio catalogado cualquiera que sea la lucidez que emplee en expresarlo». Antonin Artaud, Cartas desde Rodez, del 19/7/1943, Ed.Fundamentos, Madrid.
[19] Epogé y Ataraxia.
[20] «El sujeto forzado a reaccionar permanentemente en el sentido de preceptos que no son manifestación de sus tendencias instintivas vive, psicológicamente hablando, muy por encima de sus medios y puede ser calificado, objetivamente, de hipócrita, de sé o no clara cuenta de esta diferencia, y es innegable que nuestra civilización actual favorece con extraordinaria amplitud este género de hipocresía. Podemos arriesgar la afirmación de que se basa en ella y tendría que someterse a hondas transformaciones si los hombres resolvieran vivir con arreglo a la verdad psicológica. Hay, pues, muchos más hipócritas de la cultura que hombres verdaderamente civilizados…». S.Freud, Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, 1915.
[21] Tanto el término Terapia, de origen griego, como Cura, su traducción latina, significan cuidar (servir, solicitud, entrega), que es el término que utiliza Hegel en el pasaje citado.
[22] Al respecto, ver mi artículo Cuerpo Teórico, en revista TOPIA, Nº4, Bs.As. 1992.
[23] «Los alienados conservan un sentimiento de los justo y de lo bueno. Saben, por ejemplo, que no es lícito causar daño a los demás, y por esto se les puede dar a conocer el mal que han hecho y hacerles sentir su responsabilidad… Así se fortifica lo que hay mejor en ellos y se les da confianza en su propia fuerza moral. Un tratamiento duro, imperativo y desdeñoso, puede, por el contrario, alejar del enfermo el sentimiento moral hasta el punto de llevarlo a los paroxismos de la rabia.» Hegel, Idem.
[24] A esta praxis actualmente se la denomina, muy simpáticamente, “secretario del alienado”. A mi la verdad es que no me gusta, considero que no refleja el verdadero trabajo del analista con el loco..
[25] Primera, valga aclarar, después de la más elevada del estadio anterior (dominado por la ley y lo ético), es decir, de habernos tomado muy en serio y hecho realmente carne con lo ético.
[26] Destitución del sujeto supuesto saber; atravesamiento del fantasma (epojé); la falta en el Otro, etc.
[27] San Pablo, Epístola a los Romanos.
[28] En la tradición freudiana, esta es la manera primera en que aparece y se entiende la idea de “transferencia”; también en ella, al segundo elemento se lo denomina “formación sustituta”, justamente porque sustituye y representa al primero.
[29] La palabra “representación” en Freud debe ser entendida como “representante”, como lo que está, ocupa y representa el ser de otra cosa. El “representante representativo” representa a la idea, a la imagen; el “representante afectivo” representa al afecto.
[30] Una interpretación posible de la doctrina de Jaques Lacan diría que se denomina “significantes” a estos dos elementos ensamblados, que él nombra como S y S´ (La instancia de la letra, Escritos I). Que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje” querría decir, justamente, que su esencia es la misma que la del símbolo, que consiste (como mínimo) en dos elementos mutuamente implicados y ensamblados.
[31] Esto debería alcanzar para hacer ver el tremendo error en el que caen ciertos lacanianos cuando por “significante” entienden “el aspecto material acústico o gráfico del signo”. Que “el inconsciente esté estructurado como un lenguaje” no quiere decir, entonces, que está compuesto de sonidos acústicos o gráficos, sino que que, en su gramática, cualquier cosa puede funcionar como significante.
[32] Este planteo ya había sido desarrollado por Marx en El Capital. Allí estableció que la mercancia es una unidad real que implica dos aspectos: el valor de uso y el valor de cambio. El valor de uso “es el aspecto material” (por ejemplo, las características físicas del pan); en cuanto el valor de uso, dos panes son idénticos e imposibles de diferenciar, por más que uno esté hecho a máquina y el otro esté hecho a mano, el pan es pan se haga hoy aquí o se haya hecho hace dos mil años en Roma. El valor de cambio es el “tiempo social necesario para su producción”, y este aspecto, que varía constantemente, no está en lo que llamamos realidad “física” del pan sino que es constitutiva de su producción-realidad “social”. Esta faceta, ajena a lo inmediatamente físico, aunque no es visible, sin embargo es la que ordena y hace efectiva la circulación de todos los bienes físicos. Por eso Marx define a las “mercancías” como “objetos físicamente metafísicos u objetos sociales”. El Capital, El fetichismo de la mercancía, Fondo de Cultura Económico, pag. 38-38. A este tipo de materialidad físicamente metafísica o social la llamó materialidad dialéctica.
[34] «No es, por tanto, exacto decir que la sensación interiormente reprimida es proyectada al exterior, pues ahora vemos más bien que lo interiormente reprimido retorna desde el exterior». S.Freud, Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (caso Schreber), Biblioteca Nueva, Madrid, pág. 1522-23.
[35] Por eso el delirio, la posición delirante, es “sintónico” con el yo: “el delirante ama a su delirio más que a sí mismo”.
[37] Si ponemos en correspondencia “signo” y “mercancía”, hay que decir que el valor de cambio de cualquier mercancía (más allá de su valor de uso) se establece por “el trabajo socialmente necesario para producirla”. Ahora bien, ¿cómo se establece el valor de cambio de una obra de arte? En la obra de arte no es posible recurrir al trabajo social necesario, se impone pues otro criterio. La misma excepción podemos establecer en el signo psicótico: no es posible remitirlo a ningún otro signo o sentido social estblecido.
[38] Puede haber, y de hecho hay, una jerarquía de seres de acuerdo a la mayor o menor realización de la potencia. Dios, en un extremo, es el Acto Puro, puro ser consumado. Para Plotino debe distinguirse el sentido de acto según se aplique a lo sensible o a lo inteligible… En lo inteligible, a diferencia de lo sensible, la actualidad es propia de todos los seres, de modo que, siendo el ser en acto el acto mismo, la forma no es un mero acto: más bien es en acto. Diccionario de Filosofía. Ferrater Mora.
[39] HEGEL, Fenomenología del Espíritu, Ed. Rescate, Nota del traductor, pag. 69.
[40] Vale la pena señalar la asombrosa diversidad de sentidos y realidades que caen dentro de este campo opuesto a lo real.
[41] Hume,
[43] Nos referimos a la realidad humana del adulto, y específicamente del adulto despierto normal. Las intoxicaciones, la fiebre, las lesiones cerebrales, las enfermedades mentales, etc., alteran esa realidad. La realidad del niño y del bebé también es diferente a la del adulto. Y es probable que la diversidad cultural también establezca realidades diferentes.
[45] En relación a cómo la estructura misma de un lenguaje permite o prohíbe diferentes maneras de enunciar cómo un saber se sabe (por se testigo presencial del hecho, por información a través del lenguaje, como información de la que nadie vivo puede dar testimonio, por deducción, como rumor, etc.), ver el Prefacio a mi libro La Telépata.
[46] A este acto Søren Kierkegaard lo denomina repetición. Sobre el concepto de «repetición» y el de «instante» hay pocos desarrollos tan ricos y poderosos como los que despliega Kierkegaard. Cfr.al respecto La Repetición y también El concepto de la angustia.
[47] J. LACAN, “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”, Escritos I, Siglo XXI, pag. 497.