UNO, EL EQUILIBRISTA
Y EL INFINITO POTENCIAL[1]
Por Héctor Fenoglio
Estimado amigo:
No sé si sabes cuánto incomoda tu incomodidad ante una pelea o ante una simple discusión en la que estás —aunque te resulte parezca forzadamente— comprometido. Te decís: «Fulano dice esto y Mengano aquello, pero ¡claro!, Fulano dice eso porque es Fulano, y no es ni está en la situación de Mengano; y mengano igual pero a la inversa. Entonces, ¿cómo tomar partido por uno u otro objetivamente? ¿Cómo encontrar el justo término medio, el equilibrio?».
¡Qué te puedo decir! Te metiste en un lío que ni Zenón, hace como 2.500 años, lo pudo resolver. Porque creo que te das perfecta cuenta de que la cosa no es nada fácil ni sin importancia. ¿Te imaginás si además entra Zutano en la disputa? Si entre dos la cosa ya era un lío, entre tres lo es más aún. Para colmo, de allí en más los fulanos, menganos y zutanos ya no cesan de aparecer, hasta llegar a los cinco mil millones de humanos existentes. La cosa se vuelve, entonces, casi imposible de resolver. Hay más: también hay que tener en cuenta las personas —o posiciones— potenciales, es decir, al humano no existente pero posible que podría pensar diferente a todos los anteriores. O sea: es de nunca acabar. Empezaste con Fulano y Mengano y terminaste en el Infinito. En realidad no es que terminaste allí sino que empezaste por allí: cuando quisiste buscar el exacto punto medio equilibrado entre uno y otro (entre uno y dos), se te abrió el abismo bajo los pies. Y huiste. Lo más cómico es que siempre y desde el inicio supiste —aunque confusamente, lo sé— que esta historia del justo término medio no cierra. Pero tozudamente insistís.
¿Cómo resolverlo, cómo salir de este embrollo aunque sea para escaparse? Como no sos tonto ni cobarde, te arriesgás al pensamiento que tanto te atemoriza: «La cuestión es pensar UNO —te decís entusiasmado—. ¿Qué pienso YO? ¡Eso!: me planto en lo que yo pienso, creo y siento (o, mejor, en todo eso junto), y se acabó». Sin embargo, en ese preciso momento te paraliza el terror de que puedan acusarte de autoritario, de individualista, y de cosas mucho peores. «Que se vayan al diablo —te decís—, todos ellos pueden acusarme de todo eso porque están muy cómodos en su fuga infinita pero el único que aquí y ahora se tiene que bancar este lugar intermedio insoportable soy yo!»
Pero, por más grande que sea el riesgo que UNO esté dispuesto a asumir, desgraciadamente te das cuenta de que la posición del UNO sin tener en cuenta al DOS es también incómoda por demás, pues te deja encerrado en UNO sin poder conectarte con otro, sin más referencia que tu propia arbitrariedad la que, a su vez, deberás reconocer que no es muy confiable. El UNO o el YO como última trinchera, no es un lugar cómodo, ni querido ni amado más bien es un lugar amargo. Y encima jamás podés olvidar que llegaste a él por descartes. Es decir: esto tampoco te cierra.
¿Por qué vale más UNO que otro? Esta pregunta aniquila la supuesta fortaleza de UNO que, de ahí en más, para subsistir tiene que volverse sordo y ciego, pero no mudo. Todo lo contrario, de ahora en más debe hablar sin parar. Para ser consistente, UNO ni siquiera debe enterarse de que hay otros, pues en ese acto se destituye como ÚNICO. UNO y otro son posiciones intercambiables, y sólo la fuerza los puede diferenciar externamente, pues nada interno los hace necesariamente diversos. Por eso ser ÚNICO es la constante atracción y tentación de UNO. De allí tu temor o vergüenza de abroquelarte en el «yo pienso que…» del ÚNICO o del UNO.
Aun cuando UNO logre vencer a todos los otros unos imponiéndoles su criterio, no queda ni puede quedar tranquilo, porque sabe que ello no confiere mayor validez. La verdad no nace de la fuerza. ¡Y menos mal que UNO no triunfa, pues de ser así el mundo sería un caos únicamente por UNO! A la inversa, es la fuerza la que nace de la verdad. ¡Y pensar que muchos creen que el UNICO es perspectivismo nietzscheano!
En este preciso momento y lugar es donde se te viene encima la idea fatídica: «sean UNO, dos, cien o todos, la cuestión siempre será igual: ser ÚNICO es la locura; y en el UNO ya está el DOS; y quien dice DOS, dice infinito». Empezaste con Fulano y Mengano y te fuiste al infinito; volviste para atrincherarte en el UNO como ÚNICO escape, y de nuevo te vuelve a aparecer el infinito. Y esto aún no es lo más terrible, porque en ese instante te das cuenta de lo peor: que no es necesario que haya pelea, ni dos o infinitas posiciones; alcanza con que sólo haya una posición para que la cosa sea ya igual pues, aún cuando estemos todos de acuerdo, todos y cada uno estaremos en la posición del ÚNICO, que siendo ciego y sordo es loco, y si avanza hasta volverse UNO ocurre que, o se aniquila en el infinito, o se mantiene como UNO vergonzoso, sabiéndose mentiroso y en perfecta fragilidad.
Como ves, te veo pensando todo esto cuando te hacés la pregunta: ¿a quién apoyo? Pero no sólo vos, cualquiera que busque el justo término medio debe pensar y darse cuenta de todo esto. Hasta te diría más: todos estos pensamientos ya están pensados y nos están esperando en esa pregunta.
Pero vos ni nadie piensa todo esto porque le gusta ser pensativo, porque, a decir verdad, todo esto es bastante cansativo, es una boca pastosa, una telaraña en la cara. En realidad pensás todo esto porque te caíste en la pregunta, o la pregunta se te cayó encima. ¿Pero cómo caíste hasta acá? Llegaste, te recuerdo, por la pelea en la que te metiste solito (aunque sé que a vos más te gusta decir me metieron). Porque si no hubiera habido pelea ¡que te vas a poner a pensar en el infinito: te quedás tranquilamente en lo que UNO piensa y listo! Donde hay acuerdo no se piensa pero, ¡claro!, evitamos el conflicto.
No quiero que me malinterpretes: no se trata de que quedándose en la continua duda del UNO, o en la eterna idiotez del ÚNICO, la cosa no funcione. ¡Claro que funciona: así anda el mundo! (Una cosita: la ciencia está en el núcleo de UNO, exactamente allí, funcionando, siendo extremadamente eficaz). Pero el asunto es que no estoy hablando de cómo funcionar mejor, de cómo hacer más y mejores lavarropas (los que, dicho sea de paso, son muy útiles y limpios). Hablo de que aún cuando estemos todos de acuerdo y más o menos confortables en el mundo, sentimos que estamos mintiendo, y que jamás queremos pensar ni saber en qué. Sentís una molestia, a veces más, a veces menos, pero…la cosa se banca, funciona… A este cotidiano hacernos simultáneamente los boludos, los académicos lo llaman «acuerdo intersubjetivo: objetividad”.
«Chicos, no se peleen!» dice la maestra intersubjetiva, y nosotros —¡pobre señora!— hacemos caso. ¿Nos asusta la pelea? ¡Claro que no!: a ÚNICO le encanta la pelea, existe sólo en y por la pelea. Pero a UNO la pelea le incomoda porque quiebra y pone al descubierto la imprescindible mentira que subyace al supuesto acuerdo democrático de base: hagamos fuerza todos juntos y pariremos una linda verdad rubia y de ojos celestes, o sea, democrática y científica.
Cuando nos ponemos a pensar en el justo punto medio, lo hacemos obligados por la pelea y, en realidad, lo hacemos para zafar de la pelea. Cuando nos obligamos a pensar así (pues aquí no alcanza con decir “nos obligamos a pensar eso”), dejamos de pensar; en ese acto renunciamos a pensar y empezamos a pensar cómo podemos quedar bien parados, cómo mentir más verosímil y elegantemente. Este es el nacimiento del Equilibrista. Cuando nace el pensamiento equilibrista muere el pensar. Porque antes del equilibrista ya hay pensamiento —que no piensa UNO, por supuesto: allí UNO no piensa—, un pensamiento de otro tipo que el equilibrista detesta y no quiere reconocer ni pensar. Y entonces, como no quiere pensar lo que piensa, termina pensando lo que no piensa. Así nace el Infinito Potencial.
Y no es que UNO piense pensamientos equivocados; no: UNO piensa mal.