UNO Y EL MIEDO A LA CRUELDAD[1]
Este odio maldito
que llevo en las venas
me amarga la vida
como una condena,
el mal que me han hecho
es herida abierta
que me inunda el pecho
de rabia y de hiel.
Dios quiera que un día
la encuentre en la vida
llorando vencida
su triste pasado,
para echarle en cara
todo ese desprecio,
que llena mi vida
de amargo rencor.
RENCOR (tango) de Charlo y Amadori.
El resentimiento es un acto desmesurado, es afilar pacientemente la daga, en silencio y con esmero, segundo a segundo durante toda una vida, esperando con rabia el momento de la venganza que, uno sabe, nunca llegará.
El resentimiento es odio, odio a los poderosos, a los ganadores, a los bellos y felices; todos ellos responsables de esta desgracia. Pero es un odio contenido que uno debe esconder vergonzosamente pues si lo hace público confiesa su propia derrota, volviéndola más catastrófica aún. Sentir todo esto y callarse la boca, termina por infectar todos los rincones del alma. Entonces uno ya es culpable, y el odio lo devasta.
Uno siente, con ciega certeza, que ha sido humillado, ofendido y objeto de injusticias desde siempre. Sabe que esta certeza lo destroza, lo enferma y envenena, pero no puede sacársela de encima. Es cierto que esa certeza justifica el rencor ancestral, la inmensa sed de venganza; la sospecha y el despecho y la envidia a todo lo establecido, a toda esa falsía prolija y pulcra que tanto daño le causó y le causa, y que, algún día, va a destruir destruyéndose. Pero sobre todo no puede olvidar esa certeza, porque esa certeza es más fuerte y es más uno que uno mismo.
El resentimiento es violencia reprimida, es crueldad degradada a odio. ¿Por qué no asumir la crueldad y actuar en consecuencia? Es que uno calcula el golpe y no se anima. Miedo a la crueldad. Entonces uno busca zafar de la crueldad y acomodarse: no resigna el impulso cruel pero tampoco lo ejecuta. Allí uno empieza a odiar, y esta tensión constante e insoportable lo resiente.
Si por miedo a la crueldad ahoga el resentimiento, uno se debilita, y ya ni siquiera puede mantener viva la disposición, aunque sea ilusoria, para el acto cruel. Entonces sólo queda quejarse. En la queja hasta el odio se ha degradado tanto que ya ni siquiera lo percibe. También puede que la queja se vuelva contra uno mismo, que se reproche la propia resignación: allí aparece la culpa. Peor aún, puede sentir lástima por sí mismo y por todos los desgraciados del mundo: compadece. Entonces uno se llena la boca con reivindicaciones de solidaridad, cuando en realidad el verdadero interés en juego es establecer una alianza para olvidar el miedo a la crueldad, para negar la violencia que convoca, para comulgar con el odio y los sentimientos de inferioridad. Puras máscaras de la crueldad.
El ser víctima tiene sus ventajas. Con ello uno escamotea la falta de decisión, uno se desactiva, se pasiviza, se hace invisible a sí mismo. Es mucho más cómodo padecer el lugar de víctima que afrontar el desafío de no serlo. Al mismo tiempo, con esa operación uno se vuelve, ante sus propios ojos, un “alma bella”, transformando en virtud sus propias miserias.
Pero en el mismo acto uno alcanza un estado más siniestro y sutil: el placer de ser víctima. Toda la crueldad que uno desearía ejercer y no se anima no se evapora ni se neutraliza, sino que la ejerce sobre uno mismo. El lenguaje de la crueldad no conoce la voz pasiva.
Mientras más humillado, más pisoteado e impotente, más goza uno como víctima, y sigue reconfirmando la desgracia a que está sometido.
¿Cómo no ver el enorme gozo que se transparenta en la queja, en la autocompasión, en la lástima, en la culpa, en el autodesprecio?
La primera maniobra en la lucha por la debilitación del odio es poner en duda su legitimidad. Uno se dice: “no es cierto que el mundo y los otros me dañan, me tengo que sacar estas ideas locas de la cabeza”. Allí comienza una batalla interminable entre el resentimiento, que no se da por vencido, y la sensatez, que intenta liquidarlo por todos los medios. La guerra desatada devora todas las energías, todos los momentos, uno queda exhausto, inservible para cualquier combate.
A veces el resentimiento, que odia y aspira a la destrucción, toma la delantera. Como si preparara el asalto final, imagina el acto de resentimiento consumado, pero sólo experimenta una satisfacción rastrera, amarga. No consigue acceder a la satisfacción que pensaba encontrar. Uno, entonces, queda vacío y desorientado. Aunque dé lugar al odio, aunque lo acepte, uno cae en la cuenta de que su odio, como carne a medio cocinar, no satisface, y vuelve a caer en la duda.
Rencor, venganza, ofensa, injusticia, odio, despecho, envidia. Resentimientos que anidan en el corazón del pueblo pobre y oprimido; fuerzas que motorizan su lucha en la vida. Resortes que siempre maniobró el fascismo. Las fuerzas revolucionarios también se enredan con ellos, y así se empobrecen y, peor aún, se paternalizan. Entre las clases medias acomodadas todos los resentimientos se atemperan y se degradan en: compasión, queja, culpa, desprecio.
Uno quiere ser parte de la fiesta y se flagela: “quiero ser como ellos ¿por qué no puedo estar en ese lugar?” Pero secretamente sabe que de estar en ese lugar seguramente se odiaría tanto como ahora los odia. Uno se percibe excluido, separado de la vida y de sus placeres, pero de lograr acceder a todo eso que siente que se le niega, se sabría traicionando su resentimiento que, a pesar de todo, sabe que es su única guía confiable.
No se trata de seguir las vicisitudes de un supuesto impulso hostil originario en la naturaleza humana, del que no podríamos desembarazarnos. Eso sería trivializar el asunto. Se trata de la producción misma del odio. De situaciones odiosas en las que uno se mete y no las rompe por supuestas conveniencias. A estas situaciones maléficas uno las hace o las rompe, no hay allí neutralidad ni pasividad posible.
Uno instala el maleficio cuando se ata al objetivo de no sufrir, cuando la guía es la conveniencia, cuando uno se obstina en la búsqueda de una felicidad plena que siempre se le escapa. De allí en más, todo lo que se oponga a ese objetivo debe dejarse de lado, aún cuando lo que resista sea el propio cuerpo, o la vida misma. Repudiada la brújula que el cuerpo siempre provee, la nave queda sin orientación; entonces cualquier otro sistema orientador se presenta como la salvación.
El efecto inevitable es la degradación del pensamiento a puro cálculo; todo se calcula si conviene o no a los intereses de no sufrir, todo cae en el campo de maniobras y manejos al servicio del bienestar, del confort. Así se instaura la representación, y uno pasa a ser el capitán de la nave representativa. Nace la vida disociada, la práctica alienada.
Pero los impulsos y los deseos no son puras representaciones o meras “ideas”; por el contrario, son materialidades que siempre escapan a la representación. Por eso uno les teme y trata de maniobrarlas. Uno, junto a todos los unos, se dice: “no son más que ideas locas; malos sentimientos; todo es subjetivo”; y así trata de acomodarlos como mejor le convenga. Esas conversaciones, esos consejos en apariencia anodinos, sin embargo son verdaderos y trascendentes actos políticos en la lucha por el dominio de los cuerpos. Tanto los deseos como las maniobras de acomodo son materialidades prácticas en guerra permanente, y las diferentes situaciones odiosas, los maleficios, son diversos frentes donde se libra esta guerra.
Asumir la crueldad es un acto definitivo; lo saca a uno de la eterna transa, de la conciliación imposible. El acceso a ella no es fácil: es hacerse cargo, hasta las últimas consecuencias, de todas las consecuencias del acto propio. Y para siempre. Nada garantiza que conquiste los resultados esperados, ni ello es lo trascendente: el triunfo consiste en adueñarse de la crueldad o, mejor dicho, que ella se adueñe de mí.
Sin embargo, basta que se pronuncie la palabra crueldad y ya comienzan a agitarse todos los fantasmas de la violencia gratuita, de la opresión al más débil; se prefigura una orgía de impulsos abyectos. El miedo a la crueldad se obstina en creer que a la perversión orgánica y al poder sádico se les puede hacer frente con buenos modales y lecturas de la Declaración de los Derechos del Hombre.
La crueldad bien entendida empieza por casa. Significa, ante todo, “rigor, aplicación y decisión implacable, determinación irreversible y absoluta”. Y, sobre todo, la lúcida sumisión al propio cuerpo, a lo necesario, a lo único que provee la posición y orientación exacta, sacándolo a uno de la pantanosa búsqueda del inexistente justo término medio, expresión más acabada del acomodo.
Cuando uno dice placer dice casa con pileta, isla en el Caribe, auto 0 km, restaurante lujoso, hermosos cuerpos, éxito y fama. La crueldad, por el contrario, siempre estará más allá del placer y, a menudo, conduce a lo inconveniente y al sufrimiento de uno. Es que la crueldad opera contra uno, que sólo quiere acomodarse y vislumbra como algo insensato y desmesurado asumir su propio destino.
En lugar de crueldad podría escribirse la palabra deseo, pero el deseo ya está tan cargado de confort que la vuelve inocua. Y sobre todo porque deseo resuena como un asunto personal, íntimo, privado y, sobre todo, psicológico, cuyo arreglo o desarreglo consistiría en puras operaciones mentales. La crueldad, en cambio, es un acto; un acto material y práctico, una operación real que produce e introduce en el mundo, crea, realiza, algo que antes no estaba en el mundo. Crueldad es sinónimo de praxis.
Por eso la crueldad no es equivalente a poder; más aún, es casi antinómico a él. El poder arbitrario es la degeneración extrema de la crueldad. Tener poder no es condición de posibilidad del ejercicio de la crueldad. Por el contrario, el reclamo de tal condición es la justificación más corriente del miedo a ejercer la crueldad: “no se puede, somos pocos, de algo tengo que vivir”, son las palabras que uno dice intentando borrar sus huellas cuando va escapando de la crueldad. Más que poder la crueldad es fuerza, y esta fuerza deviene del mismo acto de su asunción, se asienta sobre sí misma y esencialmente es afirmativa, cuando el resentimiento siempre es reactivo y, en su transcurrir, inevitablemente la fuerza se pierde.
En el acto cruel estoy esencialmente solo; nadie puede hacerlo por mí. Con él no obligo ni me obligo con nadie. Una vez realizado puedo encontrarme con otro y su propio acto; y ese encuentro y reconocimiento mutuo es uno de los pocos actos que merecen ser llamados “de amor”.
El resentimiento, por el contrario, siempre victimiza. Y no hay víctima más que de uno mismo.