PENSAMIENTO - DIALÉCTICA
Reflexiones en borrador.
¿Por qué el ser y no más bien la nada?
Reflexiones a partir de la lectura de Parménides.
Dice Max Scheler: «la “obviedad” del ser es justamente lo que obstaculiza la clara convicción de la inmensa positividad del hecho de que en general algo es y no más bien nada…»[1]
O más directamente: «Aquel que no ha mirado el abismo de la nada absoluta, descuidará plenamente la positividad eminente de la convicción de que algo es absolutamente, en lugar de que la nada no es».[2]
El hecho de vivir presos de la obviedad de que el mundo es y no más bien nada, definitivamente obstaculiza la visión del milagro.
Trataré de hacerme comprender.
Hoy por hoy se cree que la esencia del ser del mundo es material. Con esto se quiere decir que hay un mundo objetivo, físico, que viene existiendo desde hace billones de años luz antes de que los humanos existiéramos. Después de un tiempo inimaginablemente largo, por alguna extraña circunstancia sobre el planeta Tierra apareció la vida —y probablemente también en algún otro rincón del universo. La vida en la Tierra evolucionó hasta hoy, hasta este instante en que usted está leyendo estas palabras. El recorrido de esta explicación, que liga el Big-Bang con la lectura de la palabra “palabra”, se sustenta en el supuesto de un único desarrollo fisicoquímico; pero el hecho de que en ese mundo puramente físico haya aparecido un ser que piensa al mundo y a sí mismo, que transforma el mundo y a sí mismo, y que se asombra de su propia existencia y también de que en general algo sea absolutamente más bien que nada, esto, verdaderamente, es un milagro.
Esto es lo que dicen las conocidas palabras: «al principio fue el verbo».
El logos, la palabra, el espíritu, realmente es un milagro.
A la expresión “El ser es, y el no-ser no puede ser”, que viene desde Parménides, usualmente se la entiende como una insípida repetición de que el mundo objetivo, ese que está frente a mí, es. Creo, sin embargo, que expresa algo mucho más inquietante: expresa que pienso, y que tengo que hacerme cargo del pensamiento. Este asunto ha sido olvidado, y ha sido olvidado de manera tan radical que, aunque se lo escuche, no se entiende qué es lo que quiere decir.
Hoy ya no se sabe qué significa pensamiento ni se sabe pensar.
Muchos, la inmensa mayoría, dicen que el pensamiento que pensamos no es más que un efecto del funcionamiento cerebral; el pensamiento socrático, por ejemplo, «sólo sé que nada sé» no sería, según esta idea, más que una mera y feliz combinatoria molecular producida por el juego azaroso del intercambio electroquímico neuronal. Cualquier persona con dos dedos de frente se da cuenta que esta explicación es una necedad absoluta, y que, en verdad, roza o directamente cae en la estupidez absoluta. ¿Cómo uno de los pensamientos más brillantes que ha producido la humanidad va a ser equivalente a pensar, por ejemplo, «me pica la panza»? La explicación de que el pensamiento es una mera combinatoria fisicoquímica (como cualquier otra explicación) más que hacerse cargo del pensamiento y de pensar, en realidad lo que busca, de manera desesperada, es no pensar y no hacerse cargo del pensamiento.
Hay una realidad indiscutible: lo que pienso actúa sobre el mundo y, por tanto, soy responsable de ese pensar. Todo el mundo humano —el único mundo que conocemos, dicho sea de paso—, está configurado por el pensamiento; desde la familia hasta las leyes de los Estados, desde la taza de te hasta la computadora más sofisticada, desde la rueda al satélite artificial de última generación, desde el dios Amón hasta las religiones actuales, desde la belleza femenina hasta la valentía masculina, desde la paz del atardecer hasta la paz que precede a las tormentas, todo está hecho a imagen y semejanza del pensamiento. No hay un solo punto del mundo que no esté tejido con hebras de pensamiento.
Que «el ser es, y el no-ser no es» significa que el ser, el ser del mundo, piensa en mí, que el pensamiento, mi pensamiento, es parte de este mundo, y es parte eminente y decisiva. Que el ser piense es realmente un milagro, algo asombroso, y uno no puede menos que asombrarse y volver a preguntarse ¿cómo es posible? y ¿qué significa? Que el ser piense no significa que el pensamiento sea resultado de acciones y reacciones ciegas, “objetivas”; por el contrario, significa que puede escapar a ese mecanismo ya dado y automático, determinístico, que puede torcer y hasta romper las direcciones inerciales, y que sólo el verdadero pensamiento puede imponer-se (pues imponer el pensamiento al ser del mundo no es más que un imponer-se) un destino libre. E imponer-se un destino libre no es más que someter-se al propio destino del ser del mundo. Sólo es dueño de su propio destino quien se somete al destino del ser del mundo, pero ese destino no está ya fijado de antemano y para siempre, sino que debe ser pensado-realizado a cada instante.
Si el pensamiento fuera exterior al ser del mundo y a su destino, entonces ¿para qué pensar?
El mundo capitalista, en cambio, ubica al pensamiento en la función de proveer mayor placer y/o bienestar al hombre; aquí el pensamiento está subordinado a estos intereses, y es un mero instrumento bajo su dominio y voluntad. De esta manera ha degradado el pensamiento a inteligencia, a cálculo y a previsión. Pero el hombre reducido al placer y al bienestar, siente que su vida, las raras veces que logra sentir su vida, no tiene rumbo, o mejor dicho, que en verdad no está destinado a ese destino, y, como es lógico, se siente perdido.
¿Por qué Hegel?
Hegel, junto con Platón, Aristóteles y Kant, es uno de los filósofos de mayor renombre en la historia del pensamiento; a pesar de ello hoy prácticamente ha desaparecido de la escena política-filosófica, ya casi nadie lo lee, y las pocas veces que se lo cita pareciera que sólo es para poner en evidencia lo poco y lo mal que se la ha leído o entendido.
El Hegel que hoy circula es una caricatura. Para comenzar, hay que decir que casi nunca nos encontramos ante Hegel mismo sino ante una interpretación marxista del pensamiento de Hegel, pero no la del propio Marx, sino ante la versión stalinista de la interpretación de Marx de Hegel; es decir, no sólo nos encontramos ante una versión de una versión de Hegel sino que, para colmo, heredamos la peor versión de lo que supuestamente dijo Marx.
Según esta versión, la Idea Absoluta hegeliana planearía por encima del tiempo y cumpliría su trayectoria espiritual en un devenir sustraído a la voluntad y a la acción histórica de los hombres. Esta versión es puro positivismo. Marx, partiendo de una supuesta “inversión” materialista del supuesto idealismo de Hegel, habría afirmado la antecedencia y primacía de lo objetivo, de la prioridad del ser respecto al pensar. Esta borrachera objetivista y cientificista camuflada de marxismo, termina explicando causalmente el pensamiento por las leyes objetivas del substrato “material”. La estructura económica o material (que es lo mismo según esta versión) determinaría la superestructura ideológica; el ser, dicen, determina el pensar. De esta manera, lo subjetivo pasó a ser una sombra, un fantasma, una irrealidad lindante con la locura o el no-ser. Llegado a este punto, por supuesto, nada queda ya de Hegel ni de Marx.
Esta versión, repitámoslo, no es una creación novedosa de nuestros días. En la década del 70 no sólo estaba ya plenamente instalada sino que venía siendo la interpretación dominante por lo menos desde principios del siglo XX. Y tal vez desde antes.
El final de esta historia es conocido: en 1989 cayó el Muro de Berlín, y todas estas versiones cayeron en el descrédito o en el simple olvido. Hoy, a inicios del siglo XXI, esta larga historia plena de “objetividad” no sólo se ha derrumbado sino que ha desaparecido. Nada queda de ella, y no sólo eso, hasta pareciera que no queda nada de nada.
Hoy “pensamiento” simplemente es equivalente a subjetividad, y “subjetividad” equivalente a “relatividad”. Por eso es que se confunde el cálculo y la previsión con el verdadero pensamiento. Por eso hoy el pensamiento agoniza.
En 1820 Hegel acuñó la famosa frase: «Lo que es racional, es real, y lo que es real, es racional»[3]. Por esta razón, desde ese mismo momento y hasta nuestros días, Hegel viendo siendo descalificado por “idealista”; sin embargo, la verdad es que la inmensa mayoría de sus detractores nunca lograron entender, ni siquiera por aproximación, lo que realmente significa su «Idealismo Absoluto»[4].
El sentido común, exactamente al revés de Hegel, afirma que: «Lo que es real, es material, y lo que es material, es real». Por “real”, para el sentido común, es lo “material”, lo “exterior”, lo que existe antes e independientemente de ser pensado. El pensamiento, por oposición, se le presenta como un mero reflejo de lo real, algo mental que no existe ni podría existir por sí mismo si no fuera porque lo material ya existe con anterioridad, algo que no tiene más realidad que una imagen en el espejo o una sombra. En este mismo camino, la verdad consistiría en la correspondencia del pensamiento con lo real, es decir, en que las ideas reflejen de manera exacta lo que en verdad existe por fuera de ellas.
Para el sentido común un poco más refinado el asunto se plantea de una manera un poco más extrema: están las cosas y estamos nosotros –dice–, y entre ambos están los pensamientos; pero los pensamientos no reflejan las cosas tal cual son sino tal como nuestra propia naturaleza nos hace verlas; por lo tanto nunca vemos ni jamás podremos llegar a ver tal cual son las cosas en sí; en consecuencia, la verdad no existe, sólo existen verdades relativas a cada punto de vista.
Por último, para el sentido común cientificista lo “real” consiste en átomos y moléculas; los llamados “pensamientos” en realidad no son más que meros epifenómenos mentales subproducto de las interconexiones sinápticas cerebrales; en sí y por sí lo que llamamos “pensamientos” no tiene ningún valor ni realidad, pues en el fondo son simples reacciones electroquímicas. Podríamos seguir detallando el punto de vista de otros sentidos comunes como, por ejemplo, el que afirma que los humanos somos máquinas excelsas, nuestros cerebros sofisticadas bio-computadoras y nuestras mentes prodigiosos programas computacionales, etc.; pero no valdría la pena porque, aunque diferentes en “contenido”, en el fondo todos dicen lo mismo.
Ahora bien, ninguno de estos sentidos comunes parece haberse dado cuenta de que si las cosas fueran tal como ellos dicen que son, sus propias ideas, por muy científicas que sean, no serían más que una sombra, un seco cálculo formal o una simple reacción electroquímica sin valor.
¿El pensamiento es algo real o es un mero reflejo de lo real? La pregunta sobre la realidad del pensamiento es el verdadero Talón de Aquiles de todos los sentidos comunes puesto que, aun cuando no lo puedan ubicar más que como una mirada que sobrevuela el mundo real por fuera, no pueden, sin embargo, desconocer su existencia ni sus inocultables efectos en el mundo.
Hoy se cree, como dijimos, que la esencia del ser del mundo es el ser material, un mundo objetivo, físico, atómico, molecular, que viene existiendo desde hace billones de años luz antes de que los humanos existiéramos. Pero el hecho de que en ese mundo puramente físico haya aparecido un ser que piensa al mundo y a sí mismo; que, además, pensando haya transformado al mundo transformándose a la vez a sí mismo, y que no conforme con esto se asombre de su propia existencia pensante y se pregunte acerca del tipo de realidad de su ser, de si no será que lo que él es en verdad lo es porque piensa, esto, verdaderamente, es un milagro.
La posición materialista mecanicista, sin embargo, seguirá insistiendo en que el pensamiento no es más que una reacción bioquímica. Bajo tal explicación el pensamiento socrático «Sólo sé que nada sé», como dijimos, no sería más que una afortunada combinatoria molecular producto del azaroso juego del intercambio electroquímico neuronal sin mayor valor que cualquier otra frase intrascendente. El hecho de que se produzcan intercambios electroquímicos en el cerebro de quien piensa (y no solo en el cerebro, sino también en el resto del cuerpo) no quiere decir que tales pensamientos sean causados por la mecánica electroquímica. Por el contrario, las cosas pueden ocurrir exactamente al revés: no hace falta ser un sabio para darse cuenta de que alcanza tan sólo una palabra, y a veces ni siquiera eso, apenas una leve mirada de la persona deseada, para que experimentemos cómo se derraman enormes cantidades de hormonas o de adrenalina en nuestro torrente sanguíneo. ¿Acaso este hecho no es la verificación más palpable, no ya de la influencia, sino del dominio de la palabra sobre la carne? Sin embargo, es común que personas autotituladas “materialistas” se sientan obligadas a cuestionar la efectividad del pensamiento sobre lo que llaman “la materia” pues, dicen, esto negaría la primacía y la anterioridad de la realidad del mundo exterior, objetivo y material, por sobre el mundo de las ideas. Esta crítica, en realidad, pone de manifiesto el punto de vista del materialismo más grosero y burdo, el que sólo alcanza a concebir como “materia” la realidad usualmente llamada “fisicoquímica”, resultándole imposible llegar a concebir otra forma de materialidad.
Si el pensamiento es una mera cosa exterior al ser del mundo y a su destino, entonces ¿para qué pensar?
El mundo capitalista siempre ubicó al pensamiento como un instrumento bajo su dominio y voluntad. De esta manera lo transformó en mera inteligencia, cálculo y previsión. Pero el hombre común, sin embargo, siempre sintió (en los raros momentos, valga la pena aclarar, en los que logra sentir su vida) que si vive la vida de manera plenamente capitalista, su vida perdería todo sentido o nunca llegaría a tenerlo y, por lo tanto, siente que en verdad no está destinado a ese destino, y, como es lógico, se siente perdido.
Plantear las cosas de tal modo, sin embargo, suena como a escupir sobre el paraíso. Las cosas en el mundo, como todos sabemos, están bastante peor: por lo general no tenemos placer, bienestar ni previsión; en la mayoría de los países del mundo el capitalismo mantiene a la población en condiciones miserables; incluso en el primer mundo no logra satisfacer las necesidades mínimas de todos sus ciudadanos.
Plantear un retorno a Hegel parece ser una excentricidad diletante; sin embargo está lejos de eso, pues sigue siendo uno de los pocos pensamientos que nos permite pensar la desesperante situación en la que nos encontramos a inicios del siglo XXI.
Hegel es el pensador que con mayor precisión y profundidad vio que la escisión entre ser y pensar es la enfermedad mortal de la época moderna, y quien estableció, por tanto, que la tarea de la filosofía consiste precisamente en la reunificación de ser y pensar. Esta reconciliación es un momento decisivo tanto para el pensar como para el ser; sin ella no hay verdad posible o, mejor dicho, la verdad queda reducida a mera eficacia tecno-científica o a una fe inefable más allá de la razón.
La famosa Tesis XI de Marx sobre Feuerbach que dice «Hasta ahora los filósofos se han encargado de interpretar el mundo, cuando de lo que se trata, en verdad, es de transformarlo», es uno de los puntos más altos a los que ha llegado el pensamiento en esta problemática. Pero también es la que más equívocos ha sembrado. Como sabemos, por lo común se la ha entendido de la manera más estúpida y brutal: “actuar más y no pensar tanto”. A «interpretar el mundo» y a «pensar» se lo entendió como mera representación, científica o no, cuando el verdadero pensar no es representación sino acto emancipador (síntesis) que no puede emerger sino de estar en contra (antítesis) de lo aceptado (tesis).
Hoy no hay verdad. El pensamiento, el verdadero pensamiento, no el cálculo o la previsión, ha dejado de ser necesario. Esto es desesperante.
DE EPICURO A LA METAFÍSICA ACTUAL
Es por demás extendida la creencia de que la moderna ciencia experimental no participa ni sostiene metafísica alguna, sin embargo no es así, ya que comulga con la misma metafísica del sentido común actual que se remonta, por lo menos, a Epicuro, y más o menos se expresa así:
«Todos los objetos, la luz, el color, etc., e incluso el alma, no son otra cosa que una cierta ordenación de átomos» (386)
« “De la superficie de las cosas —dice Epicuro— arrancan emanaciones como imágenes que vienen a grabarse en nosotros y que hacen que veamos las formas y los colores de las cosas”» (384)
«El pensar corresponde pues a los átomos del alma, en ello se opera una interrupción frente a los átomos que afluyen desde el exterior»
«Los átomos forman una unidad no esencial a ellos. Epicuro niega todo concepto y lo general (universal); todo conocimiento es para él fortuito. Lo dividido es lo primero y real y lo fortuito o la necesidad externa [al pensar] es la ley dominante de toda cohesión. En su concepción queda eliminada toda unidad.»
«Epicuro destierra el pensamiento como algo que es en sí, sin pensar siquiera en que sus átomos tengan la naturaleza propia de pensamientos; es decir, sin pensar en que sean un ser de esa clase, que no es inmediatamente, sino que es esencialmente a través de una mediación y, por tanto, de un modo negativo o general [universal]; inconsecuencia que es la primera y única de Epicuro y la de todos los empíricos. Los estoicos, por el contrario, hacen de lo pensado, de lo general, la esencia y ello les impide, a su vez, llegar al ser como contenido, que tienen también de un modo inconsecuente». (388)[5]
Lo decisivo de esta posición metafísica es afirmarse (por principio, por fundamento, por supuesto) en algo que es por fuera del pensamiento; algo que es y que no puede no ser. Este algo que es por fuera del pensar sostiene todo lo que es, al mundo en general.
Este algo puede ser los átomos o Dios, no importa; lo decisivo es que sea algo, y que sea exterior al pensamiento que lo piensa. El pensamiento, a partir de aquí, no es —esto quiere decir que no es en sí ni por sí, sino que siempre es por otro.
«El pensamiento no es en sí». En principio parece ser claro que el pensamiento habla de o se refiere a cosas que aparecen por fuera y frente a él; ahora bien, en primer lugar, de esto no se puede concluir que el pensamiento no sea en sí, sino, en todo caso, que no es de manera independiente de eso exterior a lo que él se refiere o de lo que él es efecto. [Pero, además, desde el momento en que el pensamiento en tanto movimiento de los átomos del alma puede producirse sin la afluencia de los átomos del exterior (“interrupción”), puede establecerse que también puede llegar a ser sin ser efecto de algo exterior sino por efecto del movimiento de sus propios átomos; en esto consistiría el error, los sueños y la locura.]
Ahora bien, en ambos casos el pensamiento sería, en sentido estricto, exterior a los átomos (y, por tanto, exterior al ser), pues exterior no viene a indicar aquí que los átomos del alma son movidos por átomos exteriores a ella y no por sus propios átomos, sino que los átomos del alma no son movidos por el «contenido de su pensamiento» (más adelante precisaremos esta expresión). Para que el pensamiento fuera interior al ser (¿y el ser interior al pensamiento?), sería necesario que se articularan y coincidieran los dos planos que hasta aquí vienen siendo considerados ontológicamente diferentes, es decir, el plano del ser y el del pensar, entendiendo por “pensar” esencialmente el contenido (y la forma, como veremos) del pensamiento y no solo los átomos del alma, lo que, en esta concepción, vendrían a constituir su ser. Únicamente cuando su contenido determine su ser, y su ser determine el contenido, podría decirse que el pensamiento es producto de sí mismo, donde ser y pensar coinciden, son lo mismo.
Hay que establecer que la naturaleza propia de ser del pensamiento es diferente a la naturaleza propia de ser de los átomos. Hegel dice: «Epicuro destierra el pensamiento como algo que es en sí, sin pensar siquiera en que sus átomos tengan la naturaleza propia de pensamientos; es decir, sin pensar en que sean un ser de esa clase, que no es inmediatamente, sino que es esencialmente a través de una mediación y, por tanto, de un modo negativo o general [universal]». Queda claro que, en principio, el pensamiento es; pero lo es una clase que no es inmediatamente, sino que es a través de una mediación y, por tanto, que es de modo negativo (negatividad), es decir, que aun suponiendo al ser inmediato (tesis-universal abstracto), niega a éste (antítesis-epojé) y lo contiene, y a partir de aquí se pone como ser universal-concreto (síntesis).
Epicuro (como todos los empiristas) afirma que el pensamiento no es en sí, es decir, que el pensamiento es exterior al ser. Ahora bien, ¿qué quiere decir que los átomos o Dios son algo exterior al pensamiento? Quiere decir que ahora le toca el turno al ser, y que es el ser el que también es exterior al pensamiento.
«De la filosofía de la naturaleza de Epicuro forma parte también su representación del alma, cuya naturaleza considera también como una cosa, del mismo modo que las hipótesis de nuestro tiempo ven también en ella un tejido de fibras nerviosas, etc…» (394)
«Cabe afirmar, sin miedo a equivocarse, que Epicuro es el inventor de la ciencia empírica de la naturaleza, de la psicología empírica». (392)
Da lo mismo que supongamos como esencia del alma o del pensamiento a las fibras nerviosas, a los intercambios electroquímicos, a los pensamientos inconscientes, a los significantes o a cualquier otra cosa, puesto que lo decisivo de esta posición empirista es suponer al alma como una cosa, es decir, de un “objeto” del que se habla; de esa manera, el alma o el pensar siempre es externo al pensamiento que tenemos sobre ella en el momento que hablamos de ella. Todas estas son puras representaciones del pensamiento (o del alma), no son conceptos ni pensamientos del alma.
NOTA:
Para el sentido común un pensamiento se diferencia de otro pensamiento por lo que usualmente se llama el contenido. Por ejemplo, el pensamiento A: “llueve” se diferencia del B: “no llueve” porque uno afirma lo contrario del otro, y a la vez ambos se diferencian del C: “hace frío” porque éste afirma algo diferente de los dos primeros. Si dejamos de lado esta diferencia de contenido, todos los pensamientos son de igual naturaleza. En la antigüedad los egipcios pensaban que la luna era una diosa mientras que en la actualidad hasta los niños saben que es un satélite natural del planeta Tierra. Lo que el sentido común afirma es que estos dos pensamientos, la luna-diosa y la luna-satélite, son iguales en cuanto a su naturaleza a pesar de tener contenidos totalmente diferentes.
Hegel, en cambio, no distingue los pensamientos sólo por su contenido sino también, y muy especialmente, por su forma. Cuando habla de “saber”, del “saber” de la certeza sensible por ejemplo, no se refiere a un “contenido” específico de pensamiento sino a un tipo o clase de pensamiento determinado por la forma del mismo, en este caso, de la “certeza sensible”. Con la “forma”, entonces, no se refiere a lo que el pensamiento dice [enunciado, “contenido”] sino a la forma, al modo o a la disposición desde la cual dice [enunciación] lo que dice [enunciado].
Es decisivo arrancar con el despejamiento de lo que es el «contenido», para, a continuación, hacer la diferenciación con la «forma». Esta diferencia (y todas las que confluyen y salen de aquí) es pasada por alto o directamente no es vista por el sentido común. El sentido común sólo tiene ojos para el “contenido”.
En nuestros días al “contenido” también se le llama “significado” (¿son lo mismo?); se concibe al “significado” como el aspecto conceptual del signo, y se lo opone el “significante”, entendido como el aspecto material del signo (el sonido, la grafía, etc.). Esta oposición saussuriana significado–significante en absoluto es equivalente a la oposición hegeliana contenido–forma, puesto que mientras la primera refiere al signo aislado y muerto (lengua), la segunda refiere al discurso efectivo (habla). Esto quiere decir que mientras la primera es científico-lingüística la segunda es filosófica-dialéctica.
Veamos Cantor. Uno de los axiomas de Cantor establecía que los elementos de un conjunto también pueden ser, a su vez, conjuntos. Esta proposición, en apariencia anodina, sin embargo abre el trasfondo abismal de la Caja de Pandora, puesto que habilita la construcción del “conjunto de todos los conjuntos” y, con él, las insalvables paradojas.
En la Lógica de la Enciclopedia dice Hegel:
«Hay en el yo un contenido múltiple, interno y externo, y según que este contenido se desenvuelve y moldea tenemos intuiciones sensibles, representaciones, recuerdos, etc. Pero el yo o, lo que viene a ser lo mismo, el pensamiento está en todas estas cosas, de tal suerte que el hombre piensa siempre aun cuando sólo tiene una intuición [sensible]….»
«Tienen lugar nuestras representaciones de dos maneras: o bien su contenido es un contenido pensado, mientras que la forma no lo es, o bien, por el contrario, la forma pertenece al pensamiento y el contenido no. Cuando digo, por ejemplo, cólera, rosa, esperanza, todo esto me es conocido según la sensibilidad [intuición sensible], pero expreso este contenido de una manera general, en forma de pensamiento. Aquí elimino muchos elementos particulares y no doy como general sino el contenido, pero de éste queda un contenido sensible. Cuando, por el contrario, me represento a Dios, el contenido es puramente pensado, pero la forma es sensible, tal como la hallo en mí de un modo inmediato. Así, en la representación, el contenido no es, como en la intuición, un contenido exclusivamente sensible, sino que en ella está como contenido sensible, mientras que la forma es la forma del pensamiento, o recíprocamente. En el primer caso la materia [contenido] es dada y la forma pertenece al pensamiento; en el segundo, el pensamiento es la fuente del contenido, pero por la forma, éste deviene un contenido que es dado al espíritu y que el espíritu recibe de fuera.»
HECHOS DE CONCIENCIA (debe entenderse en el sentido de “hecho” o factum de conciencia, tal como “hecho” histórico o “hecho” físico”; pero también en el sentido de que estos “hechos” están hechos de “conciencia”).
También: MODOS DE CONCIENCIA (Enciclopedia, § 6, pag.4)
DIGRESIÓN PSICOANALITICA:
Dice Freud: «Cuando comunicamos a un paciente una idea por él reprimida en su vida y descubierta por nosotros, esta revelación no modifica en nada, al principio, su estado psíquico. Sobre todo, no levanta la represión ni anula sus efectos, como pudiera esperarse, dado que la idea antes inconsciente ha devenido consciente. Por el contario, sólo se consigue al principio una nueva repulsa de la idea reprimida. Pero el paciente posee ya, efectivamente, en dos lugares distintos de su aparato anímico y bajo dos formas diferentes, la misma idea...El levantamiento de la represión no tiene efecto, en realidad, hasta que la idea consciente entre en contacto con la huella mnémica inconsciente después de haber vencido las resistencias. Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión. A primera vista parece esto demostrar que la idea consciente y la inconsciente son diversas inscripciones, tópicamente separadas, del mismo contenido. Pero una reflexión más detenida nos prueba que la identidad de la comunicación con el recuerdo reprimido del sujeto es tan sólo aparente. El haber oído algo y el haberlo vivido son dos cosas de naturaleza psicológica totalmente distinta, aunque posean igual contenido».[6]
La esencia del pasaje se resume en la frase: «Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión», entendiendo que «huella mnémica» aquí es equivalente a «recuerdo reprimido». Analicemos, entonces, un aspecto del fenómeno del recuerdo. Resulta por demás claro que la experiencia de recordar haber dado un beso, por ejemplo, es de naturaleza totalmente distinta a la experiencia de dar realmente un beso, por más que ambas tengan igual contenido; mientras la primera es una experiencia que se desarrolla íntegramente en el llamado mundo interior, la segunda, en cambio, acontece en el mundo exterior y en contacto con otra persona. ¿Es esta diferencia a la que se refiere Freud cuando dice que «El haber oído algo y el haberlo vivido son dos cosas de naturaleza psicológica totalmente distinta»? No, Freud no se refiere aquí a la diferencia entre las experiencias en el mundo interior y otras en el mundo exterior, sino que las dos experiencias que busca distinguir se desarrollan íntegramente en el llamado mundo interior. Podemos aproximarnos a entender esta diferencia concibiendo a tales experiencias como dos formas diferentes de recordar. Pero ¿cómo entender un recuerdo que no se diferencia de la experiencia viva?
En todo recuerdo se presentan dos realidades que debemos distinguir: por un lado está lo que Freud llama el «contenido», es decir, la idea, el significado o la imagen de, por ejemplo, «dar un beso»; por otro lado está el acto mismo de recordar. Entre ambos lados usualmente se produce la siguiente relación: mientras que lo que llamamos el «contenido» se ubica siempre en el pasado, el acto de recordar siempre es actual, es decir, presente y en acto. Entre ellos, además, se establece una relación de mutua exclusión: mientras soy conciente o percibo el «contenido» del recuerdo, el acto de recordar queda en entre bambalinas y no lo veo, no soy conciente de él; y al revés, si fijo mi atención en el acto de recordar, dejo de percibir el «contenido» del recuerdo. Del fenómeno del recordar lo más común es que sólo retengamos el «contenido», y sintamos que en eso consiste y que allí se agota toda la experiencia del recordar.
Sin embargo, una vez que quedan señalados ambos lados del recordar, es fácil ver que mientras el «contenido» está irremediablemente perdido en el pasado, el “acto” de recodar, en cambio, siempre es actual, real y efectivo, es decir, es la única experiencia viva que está ocurriendo aquí y ahora. Una manera sencilla y gráfica de expresar lo mismo es diciendo que lo único que se puede recordar es el «contenido», mientras que al acto no se lo puede recordar pues, si se lo recuerda, deja de ser acto y pasa a ser recuerdo, es decir, «contenido» de otro acto.
«La naturaleza psicológica totalmente distinta» a la que se refiere Freud entre «El haber oído algo y el haberlo vivido», debe entenderse, entonces, como la diferencia que media y se establece entre el «contenido» del recuerdo y el “acto” de recordar. En el recuerdo disociado, el «contenido» ocupa todo el fenómeno, dejando siempre fuera de la conciencia al “acto” de recordar; en cambio, en el acceso a la conciencia del recuerdo reprimido como repetición[7], el acto y el «contenido» coinciden siendo una y la misma cosa.
HEGEL Y EL ESCEPTICISMO
Hoy se habla mucho de que vivimos en el escepticismo, es decir, que vivimos sumidos en la incredulidad, sin certezas unificadoras sino a lo sumo con verdades parciales y fragmentadas, incluso que vivimos en el rechazo amargo y desilusionado de toda verdad en sentido fuerte, absoluta.
Hegel, por el contrario, es presentado como el filósofo del Saber Absoluto, de la Idea Absoluta, el pensador sistemático por excelencia donde todo cerraría en una unidad racional y monolítica en la que la duda no tiene ninguna cabida. Presentado así, vendría a ser el pensador más lejano al escepticismo, hasta llegar a ser exactamente lo opuesto al escepticismo
Sin embargo nada hay más alejado de la realidad. A contrapelo de lo que usualmente se cree, Hegel es el gran pensador del escepticismo, el que le ha dado al escepticismo un lugar central y decisivo en la dialéctica real-existencial. Para Hegel, el escepticismo no es una posición filosófica entre otras; por el contrario, tiene un lugar y una función clave en el pensamiento y en la vida.
Es conocida por todos la famosa tríada hegeliana tesis–antítesis–síntesis o, dicho de otra forma, afirmación–negación–negación de la negación; es a este movimiento al que hace referencia con la palabra alemana Aufheben que él hizo célebre, traducida usualmente por negación–superación–conservación. Que el movimiento tríadico y Aufheben sean cosas conocidísimas y se las repita hasta el hartazgo, no quiere decir que se las conozca bien; menos aún se conoce que el escepticismo es uno de los movimientos que están contenidos y dan vida al segundo momento de la tríada, el de la negación.
¿Qué entiende Hegel por escepticismo? En la introducción a la «Lógica» de la Enciclopedia, dice:
«No se debe considerar el escepticismo como una doctrina que enseña la duda sino más bien como una doctrina que tiene la certidumbre de su objeto, es decir, de la insuficiencia de toda cosa finita. Aquel que se limita a dudar alimenta siempre la esperanza de que su duda podrá hallar una solución y de que, entre las diversas determinaciones entre las cuales oscila, hay una quizá en que hallará un punto de apoyo sólido e inquebrantable. El escepticismo propiamente dicho, implica por el contrario la repulsa absoluta de todo principio determinado del entendimiento, y la disposición interna que de él resulta es una firmeza inquebrantable y una concentración en sí mismo. Tal es el escepticismo elevado, el escepticismo antiguo, como lo encontramos sobre todo en Sexto Empírico, y que en los últimos tiempos de Roma recibió su último desarrollo como complemento de las doctrinas dogmáticas de los estoicos y los epicúreos. No se debe confundir este escepticismo antiguo de que antes se ha hablado (§ 39), con el que ha precedido a la filosofía crítica [Kant] o con el que ha salido de ella. Estos escepticismos consisten simplemente en negar la verdad y la certidumbre del mundo suprasensible y en enseñar que hay que atenerse al ser sensible y a la realidad procurada por la sensibilidad.
«Por lo demás, a aquellos que, también hoy, consideran el escepticismo como un enemigo irreconciliable de todo conocimiento positivo, y, por lo tanto, de la filosofía, en cuanto es su objeto este conocimiento [positivo], hay que hacer observar que, de hecho, lo que debe rechazar el escepticismo y no podría resistirle no es la filosofía, sino el pensamiento finito, abstracto y según el entendimiento; la filosofía contiene, por el contrario, el escepticismo como uno de sus movimientos, es decir, como momento dialéctico, solamente que la filosofía no se detiene en el resultado negativo de la dialéctica, como el escepticismo. Desconoce éste su resultado en cuanto no ve en ella sino una simple negación, es decir, abstracta. Pero, puesto que la dialéctica tiene por resultado un término negativo, éste es, al mismo tiempo y precisamente en cuanto resultado, un término positivo porque contiene como absorbido en él aquello de que resulta y no existe sin él. Ésta es la determinación fundamental de la tercera forma de la idea lógica, a saber, de la forma especulativa o de la razón positiva.»
Hegel diferencia dos formas de escepticismo: el antiguo y el moderno, y aclara que «el escepticismo propiamente dicho» es el antiguo, el que implica la renuncia a todo conocimiento finito y que, más que una escuela determinada, se trató de una filosofía práctica de vida que fue sostenida por diversas escuelas y pensadores durante varios siglos. Con el escepticismo moderno, a su vez, se refiere a dos posiciones filosóficas muy claras y diferenciadas; por un lado a lo que usualmente se conoce como «empirismo», sostenido principalmente por Locke y Hume, y por otro al «criticismo» de Kant y las corrientes que de él se desprenden.
Escepticismo moderno
Es común resumir el pensamiento de Hume en la conocida fórmula: nada hay en el intelecto que antes no haya pasado por los sentidos. De esta manera, en vez de buscar lo verdadero en el pensamiento mismo, le busca en la experiencia, en la fenomenalidad externa a interna.
Cuando hoy se lee a Hume o se enseña lo que es el «empirismo» en las aulas universitarias, se lo hace de tal manera que se lo presenta como una forma nueva, por cierto, de representarse lo que es pensar y conocer, pero que no deja de ser una forma entre otras. Pero con esto nunca se alcanza ni se alcanzará a concebir la verdadera revolución pensante que implicó el advenimiento del empirismo, ni a entender en qué consiste su esencia. Y esto es así debido al hecho de que estamos tan consustanciados e inmersos en el empirismo que no podemos tomar distancia de él ni darnos cuenta de nuestra situación, tal como aquel que habló toda su vida en prosa sin saberlo. Como consecuencia de esto, a la vez tampoco podemos ya percibir o llegar a entender lo que significa el pensamiento que «busca lo verdadero en el pensamiento mismo». Desde nuestro actual punto de mira sólo concebimos tal posibilidad en las llamadas “ciencias formales” (matemática, lógica), pero en todo otro ámbito de conocimiento, sea físico, biológico, psicológico o social, no vemos otra posibilidad que remitirnos a la experiencia empírica, y nos resulta inconcebible un conocimiento basado en el pensamiento mismo.
Hay que apreciar, entonces, que el empirismo de ninguna manera se reduce a declarar que las cosas son de la manera en que lo expresa la fórmula antedicha, sino que el empirismo realmente pone en el mundo una nueva forma real y práctica de relacionarse con el mundo, y trata de conocer a su objeto, que no es otro que el conocimiento humano, de esa manera, es decir, empírica. Nunca se terminará de entender lo decisivo de este movimiento, que significó un corte total y absoluto con la manera en que se venía conociendo. Es decir, más que ofrecer una nueva representación de cómo se piensa y se conoce, el empirismo se caracteriza por ser una nueva práctica de pensar y conocer.
DAVID HUME
Tratado de la Naturaleza Humana I
1.- Introducción
(84) «Pues nada es más cierto que el hecho de que la desesperación tiene sobre nosotros casi el mismo efecto que la alegría, y que tan pronto como conocemos la imposibilidad de satisfacer un deseo desaparece hasta el mismo deseo. Cuando vemos que hemos llegado al límite extremo de la razón humana nos detenemos satisfechos, aunque por lo general estemos perfectamente convencidos de nuestra ignorancia y nos demos cuenta de que nos es imposible dar razón de nuestros principios más universales y refinados, más allá de la mera experiencia de su realidad; experiencia que es ya la razón del vulgo, por lo que en principio no hacía falta haber estudiado para descubrir los fenómenos más singulares y extraordinarios. Y del mismo modo que esta imposibilidad de ulteriores progresos es suficiente para convencer al lector, así es posible que el escritor que trate de esos temas logre convencer de un modo más refinado si confiesa francamente su ignorancia, y si es lo suficientemente prudente como para evitar el error —en que tantos han caído— de imponer a todo el mundo sus propias conjeturas e hipótesis como si fueran los más ciertos principios. Y si puede conseguirse una tal satisfacción y convicción mutuas entre maestro y discípulo, no sé qué más podemos pedir a nuestra filosofía
«Ahora bien, por si se creyera que esta imposibilidad de explicar los últimos principios es un defecto de la ciencia del hombre, yo me atrevería a afirmar que se trata de un defecto común a todas las ciencias y artes a que nos podamos dedicar, lo mismo si se cultivan en las escuelas de los filósofos que si se practican en las tiendan de los más humildes artesanos. Ni unos ni otros pueden ir más allá de la (85) experiencia, ni establecer principio alguno que no esté basado en esa autoridad.»
Este párrafo de la Introducción permite establecer con precisión la secuencia que condujo a Hume hasta poner su posición. En primer lugar hay que señalar que parte de reconocer «nuestra ignorancia» en tanto «nos demos cuenta de que nos es imposible dar razón de nuestros principios más universales y refinados». Esta posición, que bien podemos llamar escepticismo gnosoeológico, reconoce la contingencia absoluta de todo conocimiento humano.
Hay que hacer notar que este «darse cuenta» de «la imposibilidad de explicar los últimos principios» es en sí misma una experiencia, incluso más auténtica y verdadera que aquello que usualmente denominamos “experiencia” y que refiere a tener experiencia con objetos o cosas del mundo ajenas al experimentador: En este «darse cuenta», en cambio, la experiencia se opera en el experimentador mismo. Hume continuamente habla de la “experiencia”, refiriéndose con ello a la experiencia que se realiza con objetos y sucesos “exteriores”, ajenos e independientes del experimentador; da la impresión de que Hume no alcanza a percatarse de que ese «darse cuenta» también es una experiencia. A este último sentido de experiencia, es decir, el de «darse cuenta» de la imposibilidad de dar razón de nuestros últimos principios, bien podemos llamarlo «escepticismo existencial» o «experiencia propia».
Este escepticismo existencial está en la base de la posición de Hume, como lo está en la posición de los escépticos griegos y también en la de Hegel, pero en cada uno lo está de manera muy diferente. En Hume, el reconocimiento de la imposibilidad de dar razón de nuestros principios últimos está al comienzo mismo de su posición, puesto que él parte de allí, de tal reconocimiento; es por ello que lo deja ya despejado y establecido en la misma Introducción a su Tratado. A partir de tal reconocimiento Hume inicia su construcción, y dice así: cuando llegamos a darnos cuenta de dicha imposibilidad, nos inhibimos de elevar cualquier hipótesis que busque sobrepasar tal imposibilidad, y nos quedamos para siempre de este lado de la imposibilidad, es decir, reconociendo que no se puede «ir más allá de la (85) experiencia, ni establecer principio alguno que no esté basado en esa autoridad». De tal manera, todo lo que podamos conocer de allí en más es enteramente contingente y está basado en la experiencia y la observación. Debe remarcarse que el sentido y el tipo de experiencia a la que aquí se refiere Hume no es ya la experiencia existencial sino la experiencia que llamamos empírica, es decir, ajena a la experiencia que realiza el propio experimentador pensando (el “darse cuenta”).
En este sentido, Hume no hace más que aplicar a la ciencia del hombre el método que él ha visto dar tan buenos resultados en la ciencia de la naturaleza. De tal manera, podemos decir que el pensamiento de Hume, aunque inicia con un reconocimiento escéptico existencial, concluye en un escepticismo gnoseológico, lo que comúnmente se llama «relativismo».
Muy diferente es la posición del escepticismo de los antiguos griegos. Éste parte de la duda sobre los juicios sobre el mundo, tanto sean sobre la naturaleza como de la moral, es decir, parte de la duda sobre la verdad de las afirmaciones o negaciones que se sostienen, y llega a la experiencia de «darse cuenta» de la imposibilidad de dar razón de nuestros últimos principios. «Sólo sé que nada sé» sería una buena formulación aproximativa de esta posición, donde el único saber que ahora se sabe es un saber de un tipo diferente de todo el anterior, de ese del que ahora me doy cuenta que por más que sepa mucho y más y más, siempre estará infundado, es decir, es contingente. Por tal motivo, los antiguos veían en este escepticismo existencial una filosofía práctica que se expresaba en dos actitudes de vida: epojé y atarxia. La primera es traducida por «suspensión del juicio», la segunda por “despojamiento o desasimiento de las pasiones”. Podemos decir que los antiguos inician su camino desde el dogmatismo, es decir, desde una afirmación sobre el mundo para, a continuación, poner en duda todos ese tipo de juicios, hasta llegar a concluir en la imposibilidad de acceder a juicios verdaderos; es decir, parten del dogmatismo y llegan al escepticismo, y promueven quedarse allí, en esa incómoda posición casi imposible de sostener.
Hegel, por su parte, muy tempranamente reconoce la diferencia abismal entre ambos escepticismos, el antiguo y el moderno. Reconoce, como Hume y los antiguos, que el dogmatismo es insostenible, y que ello conduce al escepticismo existencial. Pero en vez de suspender todo juicio, como los antiguos, y quedarse en una experiencia de negatividad infinita, o resignarse a que todo juicio es contingente o «finito», como lo hace Hume, y a partir de allí multiplicar la experiencia contingente «finita», Hegel apuesta a sobrepasar la negatividad infinita con un nuevo juicio, pero ahora no ya contingente, sino con un juicio y un saber de otro tipo, que él llama «especulativo» y también «infinito», un saber que se funda a sí mismo en su propio acto. En tal sentido, la experiencia de este tipo es “existencial”, en el sentido de que el pensamiento realiza la experiencia infinita de traer consigo la existencia (“el concepto trae y pone con sí la realidad del ser”).
2.- Parte Primera.
La Sección I de esta primera parte se titula DEL ORIGEN DE NUESTRAS IDEAS y comienza así:
«Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos clases distintas, que denominaré IMPRESIONES e IDEAS. La diferencia entre ambas consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que inciden sobre la mente y se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia. A las percepciones que entran con mayor fuerza y violencia las podemos denominar impresiones; e incluyo bajo este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de las impresiones, cuando pensamos y razonamos». (, pag 87).
Lo primero que hay que dejar en claro de una vez y para siempre es que el sentido que Hume da a la palabra “percepciones” no sólo no coincide con el sentido habitual que le damos, sino que incluso de alguna manera se nos presenta como opuesto. La manera usual de entender “percepción” es “impresión inmediata de la realidad proporcionada por los sentidos”, de allí que el uso que Hume hace de esta palabra nos desconcierte pues ¿qué debemos entender cuando dice que las IDEAS son una clase de “percepciones”?
Pareciera que lo Hume llama IMPRESIONES es lo que nuestro sentido habitual llama “percepciones”, pero tampoco es así puesto que “percepción”, en sentido habitual, hace referencia a impresión dejada en los sentidos por un objeto real, mientras que la IMPRESIONES de Hume no hacen referencia a ninguna realidad más allá de la propia impresión. De la misma forma, cuando Hume dice “percepción” de ninguna manera quiere hacer referencia a una supuesta copia mental de los objetos de la realidad exterior, por la sencilla razón de que, por una cuestión filosófica decisiva, no parte de suponer nada externo o por fuera de lo que él llama “la mente”, puesto que considera que eso sería partir de una aseveración dogmática o una afirmación metafísica sin fundamento. Él parte, o por lo menos quiere partir, de una experiencia que, como ya vimos en el comentario de la Introducción referida al escepticismo, no suponga ningún presupuesto metafísico; y a esa experiencia él la encuentra o trata de establecerla en el punto de vista filosófico consistente en mostrar lo que se vería (porque decir “lo que vería un sujeto” ya es suponer mucho) sin suponer nada más allá de lo que se ve; y lo que se vería o lo que esa mirada ve, dice Hume, son meras “percepciones”, algunas muy fuertes e intrusivas, y otras más débiles. Esta mirada sólo ve estas “percepciones”, lo que sencillamente significan “lo percibido”, lo que se muestra a la mirada; nada dice si son causadas por objetos reales o si por detrás hay alguna otra cosa. Esta forma de ver las cosas, que despliega ante nuestros ojos desde el inicio mismo del libro, está muy alejado de nuestro sentido común según el cual, o bien vemos directamente los objetos del mundo exterior, o bien, a la manera de los seres encadenados en la caverna platónica, vemos los reflejos y sombras que dejan tales objetos.
En esto, hay que reconocerlo, Hume es radical: sólo hay “percepciones”; y distingue dos tipos de percepciones: IMPRESIONES e IDEAS. «La diferencia entre ambas —dice— consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que inciden sobre la mente y se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia»[8]. Para decirlo de otra manera: la mente está como cerrada sobre sí misma, sólo ve lo que hay en ella o ella misma es, o sea “percepciones”, y ninguna otra cosa más.
Hume ha superado y está más allá de la mirada ingenua pero a la vez dogmática volcada enteramente hacia el mundo e infatuada en el objeto, y ha revertido la mirada hacia sí misma logrando otra mirada que, a partir de ahí, al parecer, sólo se sostendría en y desde sí misma. ¿Es esto así o es que, alertado por el escepticismo existencial de la definitiva «imposibilidad de explicar los últimos principios», Hume tan sólo simula afirmarse en un escepticismo existencial pero, en definitiva, nunca ha salido del dogmatismo materialista burdo del sentido común, y todas sus esquives y rocambolescos quiebres de cintura para no hablar de los objetos del mundo exterior coma causa de las “percepciones” en realidad no son más que eso, es decir, meros esquives y gambetas?
(¿SIGO?)
En la Sección II titulada DIVISION DEL TEMA dice así:
(95) «Las impresiones pueden ser de dos clases: de SENSACION y de REFLEXION. La primera clase surge originariamente en el alma a partir de causas desconocidas. La segunda se deriva en gran medida de nuestras ideas, y esto en orden siguiente: una impresión se manifiesta en primer lugar en los sentidos, y hace que percibamos calor o frío, placer o dolor de uno u otro tipo. De esta impresión existe una copia tomada por la mente y que permanece luego que cesa la impresión: llamamos a esto idea. Esta idea de placer o dolor, cuando incide a su vez en el alma, produce las nuevas impresiones de deseo y aversión, esperanza y temor, que pueden llamarse propiamente impresiones de reflexión, puesto que de ella se derivan. A su vez, son copiadas por la memoria y la imaginación, y se convierten en ideas; lo cual, por su parte, puede originar otras impresiones e ideas. De modo que las impresiones de reflexión son previas solamente a sus ideas correspondientes, pero posteriores a las de sensación y derivadas de ellas. El examen de nuestras sensaciones pertenece más a los anatomistas y filósofos de las naturaleza que a la filosofía moral, y por esto no entraremos ahora en el problema».
Aclaremos algo: según Hume, todas las “percepciones”, tanto sean “impresiones” o “ideas”, son registros en la “mente”. Las “impresiones”, además de diferenciarse por su violencia y vivacidad, se diferencian porque son fugaces e instantáneas, mientras que las “ideas” son constantes y permanecen a través del tiempo. Una “impresión” de dolor o de frío, por ejemplo, dura el tiempo que dura tal impresión; lo que se revive después, en cambio, no es ya el dolor o el frío tal como fue sentido originariamente, ni siquiera de manera aproximada, sino la mera “idea” de dolor o frío que, por supuesto, no es ya ni dolorosa ni fría, sino una especie de copia atérmica e insípida de aquella experiencia original (¿No encontramos aquí, aprés coup, ecos de la “experiencia originaria de satisfacción” y “objeto perdido” freudiana?)
En estas breves páginas Hume insiste hasta el hartazgo con el siguiente punto: las “ideas” son copias de las “impresiones”. Dice así: (95) «Una impresión se manifiesta en primer lugar en los sentidos, y hace que percibamos calor o frío, placer o dolor de uno y otro tipo. De esta impresión existe una copia tomada por la mente y que permanece luego que cesa la impresión: llamamos a esto idea.» A la primera impresión que se manifiesta fugazmente en los sentidos Hume la llama SENSACION,
Preguntas a Raúl Cerdeiras[9] sobre El ser y el acontecimiento de A. Badiou
Estimado Raúl:
El eje general de la consulta que queremos hacerte está centrado en la frase de Badiou «las matemáticas son la ontología», cuestión que vemos relacionado específicamente con la vieja cuestión de la relación ser-pensar, relación subyacente, a su vez, a la de teoría-práctica y a la del desarrollo de la “conciencia de clase”, etc. Todo esto bien podría resumirse y anclarse en la pregunta ¿qué y cómo hacer política hoy?
Las preguntas, las dificultades y las ramificaciones que se presentan al leer el libro El ser y el acontecimiento son muchas, por eso, después de avanzar un trecho en su lectura, preferimos retroceder y tratar de establecer una mirada panorámica anticipatoria que nos permita ubicar y captar, de manera provisoria, cada cuestión en relación al núcleo del pensamiento de Badiou. Con tal fin volvimos a releer algunas veces la Introducción (enriqueciéndola con la lectura de algunos artículos de Badiou y otros tuyos aparecidos en Acontecimiento). Dentro de ella nos detuvimos especialmente en el apartado 3. Para hacer más ordenada y precisa la consulta, referiremos nuestros interrogantes a pasajes de ese apartado de la Introducción.
NOTA AL FINALIZAR DE ESCRIBIR LAS PREGUNTAS: Al final esto más que para “una consultita” da para hacer un libro. Pero no te asustes ni te preocupes, te las mando más que nada para que te orientes sobre cuáles son nuestras preocupaciones. Las preguntas la hice yo, tal vez no todas respondan exactamente al espíritu de los otros integrantes del grupo de estudio (pero tampoco es para tanto).
— 1 —
Badiou dice: «…la condición apodíctica de esta disciplina [la matemática] queda garantizada directamente por el mismo ser, que ella enuncia». (15)
¿Aquí se afirma que “la matemática enuncia el ser”?
Esto apunta, en primer lugar, a si debemos dejar atrás (y principalmente cómo) la forma de entender al ser como una objetividad existente independientemente del hecho de si es enunciado o no —a mi entender: positivismo, el Engels de siempre, el Lenin de Materialismo y Empiriocriticismo, el stalinismo, etc.—; o si debemos entender que el ser sólo es en su forma real enunciada (es decir, incluyendo la negación de la inmediatez por el discurso y a la negación de la negación que realiza el discurso «especulativo» hegeliano como mundo) —lo que nos liga, a mi entender, a Hegel, a Marx, al Lenin del ¿Qué hacer?, a Lacan y creo… a Cantor.
Y en segundo lugar la pregunta apunta a la relación del ser con lo que podríamos llamar la literalidad (ver más adelante).
— 2 —
2.- «Si lo que enuncio puede argumentarse, la verdad es que no hay objetos matemáticos. Las matemáticas no presentan, en sentido estricto, nada, sin que por ello sean un juego vacío, puesto que no tener nada que presentar, fuera de la presentación misma, es decir lo Múltiple, y no acordar nunca con la forma del objeto es, por cierto, una condición de todo discurso sobre el ser en tanto ser». (15)
A).- No hay objetos matemáticos…, puesto que… no acordar con la forma del objeto es condición necesaria de todo discurso[10] sobre el ser en tanto ser.
Dicho de otro modo: «el ser no es un objeto».
Badiou, cuando dice “no hay objetos matemáticos” no se refiere, por supuesto, a “objetos empíricos”, como tampoco en especial a ninguno de los varios y distintos “objetos” que fueron y son los “objetos” matemáticos: ideas platónicas, trascendentales, por abstracción empírica, lógicos, etc. Se refiere, me parece, a lo más básico y fundamental de lo que es “objeto”.
¿Qué es “objeto”? ¿Cuál es el ser o el estatuto ontológico de “objeto”?
- ¿”Objeto” es un elemento o una instancia que es resultado o es efectuada por una forma discursiva? Si lo es, ¿esa forma discursiva es el discurso proposicional (aquel que enuncia “proposiciones”, es decir, “enunciados que describen hechos y son o verdaderos o falsos”)?
- ¿”Objeto” es una forma entre tantas de lo presentado o es la única forma que puede asumir lo presentado?
- ¿Qué entiendo yo por “objeto”, y cómo lo determino? Cuando a una oración le damos el valor de proposición, usualmente el “sujeto” gramatical (por lo general, el sintagma sustantivo) es el que asume la función de “objeto” del discurso. Este sujeto gramatical—objeto del discurso es, a mi parecer, equivalente al “objeto” del que habla aquí Badiou, y del que en general se habla cuando se dice “objeto”. (De todos modos digo esto de manera hipotética, pues está claro que no sé muy bien qué entiende Badiou por “objeto”). Cuando una proposición afirma o niega una propiedad de algo, ese “algo” parece ser el “objeto” del que estamos hablando o el “objeto” sobre el que se predica algo en el predicado. Por eso es que es común entender y ubicar como “objeto” (o al menos para mí lo es) al objeto del discurso—al sujeto gramatical del que se dice o predica algo. Por ejemplo: en la proposición “La casa es blanca”, “la casa” es el sujeto gramatical y, a la vez, el objeto de discurso del cual predicamos que es blanca. Todo esta larga presentación en realidad está destinada a decir que cuando predicamos propiedades «de» o «sobre» algo, ese algo es el “objeto”. También puede ser dicho así: cuando predicamos propiedades «de» o «sobre» algo, en y por ese acto dis-ponemos a ese algo como “objeto”. Por lo tanto, cuando aparecen (explícita o implícitamente) las preposiciones «de», «sobre» o equivalentes, inmediatamente después aparece el “objeto”.
Dentro de esta perspectiva, entonces, es que el siguiente pasaje de la frase antes citada se nos presenta como contradictorio: «…no acordar nunca con la forma del objeto es, por cierto, una condición de todo discurso sobre el ser en tanto ser», pues, como se desprende de nuestros comentarios anteriores, es notorio que «todo discurso sobre el ser en tanto ser» inevitablemente dis-pondrá al ser como objeto. (Esta no es el único pasaje en el que encontramos esta aparente contradicción. Veremos otros en este apartado 3).
- Cuando en esta frase se afirma que «no hay objetos matemáticos», la palabra “objeto” aquí ¿es lo mismo que en otras partes se nombra con la palabra “ente”?
B).- Las matemáticas no presentan, en sentido estricto, nada, sin que por ello sean un juego vacío, puesto que no tener nada que presentar, fuera de la presentación misma, es decir lo Múltiple…
- ¿Puede la presentación misma ser presentada (o llegar a ser lo presentado)? ¿No dejaría de ese modo ser presentación?) (La misma pregunta en relación a lo que en otros pasajes se denomina «la cuenta por uno» como resultado o «la cuenta por uno» como operación la que, obviamente, nunca está ni podría, en tanto tal, del lado de lo contado). ¿No es acaso la esencia misma de la presentación o de la operación-cuenta-por-uno la de ser estando sustraídas a lo que efectúan? Esto apunta, por ejemplo, a la famosa heterogeneidad entre mostrar y demostrar, o a la irreductible separación entre el enunciado y su enunciación. ¿La presentación es para Badiou equivalente a la mostración y a la enunciación? ¿La presentación? (¿Por qué Badiou no utiliza el conocido par enunciado / enunciación; no lo hace por alguna razón que haya explicitado en alguno de sus escritos que yo desconozca?).
- En castellano, el sentido de la expresión: «las matemáticas no presentan nada» no es equivalente a: «las matemáticas presentan nada». Es sabido que en algunos idiomas (creo que ese es el caso del francés), literalmente se dice de la segunda manera lo que en castellano se dice o se puede decir de la primera manera; pero este hecho no autoriza, de ninguna manera, a tratar ambas expresiones castellanas como equivalentes pues, como es notorio y evidente, no dicen lo mismo. La primera dice que no presentan, mientras que la segunda dice que sí presentan. Este no es un matiz secundario, por el contrario, cambia el sentido profundo de lo dicho, pues si el caso es que sí presentan, deben presentar algo, y ese algo puede llegar a ser un objeto, y ese objeto puede ser «nada» (hablando estrictamente: “la nada”). Cuando decimos que no presentan nada, aquí “nada” no funciona ni puede funcionar jamás como un objeto, sino que siempre quedará en claro que se trata de un cuantificador o una especie de señalador existencial. El uso que confunde ambos sentidos de “nada” por ignorancia, más que un comentario merece una absolución piadosa, pero para nada merece lo mismo la confusión deliberada e intencional. Cabe preguntarse, ¿la diferenciación que claramente se establece en castellano, también puede y, por tanto, debe ser establecida en los otros idiomas? [Digo esto porque, por ejemplo, en el francés es patente la diferencia entre el moi y el je, cosa que en castellano prácticamente desaparece de la vista y se hace necesaria un trabajo para ubicarla ¿o producirla?] ¿Cuál de los dos idiomas se encuentra con mayores y mejores recursos en este asunto para manifestarse?
- Que no presentan nada también quiere decir que las palabras o signos no se refieren a algo que esté más allá o por fuera de la propias palabras o del mismo discurso (con todo lo oscuro que esto quiera decir). Estamos hablando aquí, entonces, de la «literalidad» de la matemática, asunto que no se reduce a un mero juego sin sentido ni pensamiento de palabras o de rayitas y puntitos.
- Las matemáticas no presentan, en sentido estricto, nada, puesto que no tener nada que presentar, fuera de la presentación misma, es decir lo Múltiple…
¿Nada (¿o “la nada”?) es equivalente a presentación, y ésta a su vez a lo Múltiple? Esto, parece, nos conduce de cabeza a lo múltiple inconsistente, a lo indiscernible, y a la teoría de conjuntos, especialmente al “infinito absoluto”.
— 3 —
«La tesis que sostengo no declara en modo alguno que el ser es matemático, es decir, compuesto de objetividades matemáticas. No es una tesis sobre el mundo, sino sobre el discurso. Afirma que las matemáticas, en todo su devenir histórico, enuncian lo que puede decirse del ser-en-tanto-ser… La ontología [la matemática]…con sólo organizar el discurso de aquello que se sustrae a toda presentación se puede tener por delante una tarea infinita y rigurosa.(16)
- «No sobre el mundo, sino sobre el discurso»: vuelve a aparecer aquí el “sobre”, la fórmula discursiva objetivante. Idem en la frase siguiente, con el uso de “del”.
- No es una tesis sobre el mundo, sino sobre el discurso. Sospecho que cuando dice “mundo” se refiere a “mundo externo, objetivo, e independiente de si es o no enunciado”. ¿Es así?
- «No es una tesis sobre el mundo sino sobre el discurso», dicho así ¿no queda ubicado “el discurso” fuera y exterior al mundo—y viceversa? Lo pregunto porque dicho así, como sabemos, es la clásica posición positivista, posición de la que justamente Badiou, en esta misma frase, parece querer tomar distancia y deslindarla de su propio discurso. Son estas aparentes contradicciones entre el sentido general de un pasaje y la forma en que está dicho las que me confunde enormemente, y la verdad es que no sé cómo tomarlas. Tal vez sea que yo no esté viendo algo decisivo y por eso lea mal, la verdad es que no sé.
- Cuando dice «aquello qué se sustrae a toda presentación», ¿se refiere a lo que se sustrae «a ser presentado»? Concuerdo en que algo pueda sustraerse “a ser presentado”, pero me resulta imposible pensar que algo pueda sustraerse “a toda presentación”. Lo digo por dos cosas: la primera es que, en general, muchas cosas pueden ser mostradas pero no demostradas o, como dijimos, aparecen en la enunciación pero no en el enunciado. La segunda es que si algo se sustrae “a ser presentado” y “a toda presentación”, ¿cómo es que tenemos noticia de ese algo?
— 4 —
«Las matemáticas son más exactamente el único discurso que “sabe” absolutamente de qué habla: el ser como tal, aunque ese saber no tenga un modo alguno necesidad de ser reflexionado de manera intra-matemática, puesto que el ser no es un objeto, ni prodiga ninguno. Y también el único, esto es bien conocido, en el que se tiene la garantía integral y el criterio de la verdad de lo que se dice, al punto que esta verdad es la única jamás encontrada que pueda ser integralmente transmisible».(17)
- Nuevamente: a mi entender con el uso de «de que» al “ser como tal” se lo vuelve objeto. Puesto en pregunta sería así: En las matemáticas ¿se habla del ser o habla el ser?
- Sobre el «sabe», entiendo que el entrecomillado indica que se trata de un saber no reflexivo. Por saber no reflexivo entiendo aquel que no puede hablar de sí mismo o, mejor aun, que no puede tomarse a sí mismo como “objeto” de su discurso (estrictamente: no dis-pone “objetos”). Por ejemplo, el lapsus linguae: habla, dice algo, pero jamás dice algo sobre algo, y menos que menos sobre sí mismo, pues no puede registrarse como instancia que habla. ¿Ese «sabe» señala esto?
- Si todo esto es así, ¿por qué las matemáticas son el único discurso que “sabe” absolutamente de qué habla? ¿No “sabe” de la misma manera el discurso inconciente, por ejemplo?
- Afirma que la matemática es el único discurso en el que se tiene la garantía integral y el criterio de la verdad de lo que se dice, al punto que esta verdad es la única jamás encontrada que pueda ser integralmente transmisible. Yo por mi parte creo que sí, en tanto entiendo que si la matemática es, es verdadera; y si no es verdadera, no es. Esto es así en tanto en la matemática no hay distancia entre el ser y el pensamiento que lo piensa, no hay un “objeto” ni un “ser” por fuera de su misma enunciación-enunciados al que éstos se remitan, puesto que el ser mismo de la matemática es ser pensado, es decir, pensamiento. Pero no sé si se trata de esto, de ahí la pregunta ¿por qué la matemática es el único discurso en el que se tiene la garantía integral y el criterio de la verdad de lo que se dice, al punto que esta verdad es la única jamás encontrada que pueda ser integralmente transmisible?
Muchas gracias por aguantarnos. Héctor.
[2] IDEM, pag 50. Hay preguntas y afirmaciones prácticamente idénticas en Heidegger, en Introducción a la metafísica, también en Jaspers y muy probablemente en otros fenomenólogos alemanes de la primera mitad del siglo XX. ¿Vienen estas palabras, como ecos, de Husserl?
[3] G.W.F. HEGEL, Prefacio a Filosofía del Derecho, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.
[4] Una excelente, aunque difícil, presentación de puño y letra de Hegel de este tema se la puede encontrar en Ciencia de la Lógica, Nota 2 del punto C del Segundo Capítulo de la Segunda Sección del Libro Primero (Doctrina del Ser), bajo el título “El Idealismo”.
[6] FREUD, SIGMUND. Lo Inconsciente, O.C., Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, Tomo II pags. 2066-67 (Las negritas son mías).
[7] Sobre el concepto de «repetición» y el «instante» hay pocos desarrollos tan ricos y poderosos como los que despliega Søren Kierkegaard. Cfr.al respecto La Repetición y también El concepto de la angustia.
[9] Raúl Cerdeiras es director de la revista Acontecimiento y traductor al español de los escritos de Alan Badiou.
[10] [Una aclaración necesaria: cuando hablamos de “discurso” creo imprescindible incluir en su significado por lo menos la estructura de la relación entre enunciado y enunciación, o entre el decir y lo dicho, y no reducirse al sentido que tradicionalmente se limita y refiere, esto es, únicamente a la cadena de enunciados —en la que el silogismo vendría a ser la magnitud mínima].