Abstinencia y Neutralidad en psicoanálisis.[1]

Héctor Fenoglio

1.- ¿Cómo conceptualiza Ud. la abstinencia y la neutralidad en el tratamiento psicoanalítico?
            Por «neutralidad» usualmente se entiende la exigencia al analista de abstenerse de inculcar a los pacientes sus valores políticos, religiosos o morales, con la aclaración de que tal exigencia «no alude a la persona real del analista, sino a su función»[2]. Planteada así, esta exigencia es doblemente inconveniente: primero porque es imposible de cumplir y, segundo, porque la separación entre la persona real del analista y su función no es algo tan sencillo y evidente como parece serlo en, por ejemplo, un dentista.
Digo que es imposible de cumplir porque dicha exigencia tal vez pueda observarse con las sugerencias más groseras y explícitas, pero ¿acaso no transmitimos cantidad de valores de manera implícita, en cómo nos vestimos, el lugar dónde atendemos, cuánto cobramos, etc.? Para colmo, estas otras maneras, mudas e invisibles, son mucho más eficaces y dañinas, pues pasan inadvertidas y sin mayor obstáculo las prevenciones del más atento[3]. Reducir la exigencia de neutralidad solo a lo expresado de manera directa y manifiesta es, entonces, algo ajeno y hasta opuesto al espíritu del psicoanálisis. Esto conduce a la segunda objeción: la separación de la persona real del analista con su función.     
            Es sabido que los aparejos simbólicos que hacen posible el despliegue de la transferencia y aseguran la marcha de la cura se sostienen de la función y no de las características personales del analista. De ahí el empeño que la mayoría de los psicoanalistas pone en cuidar y sostener el “encuadre”, una de cuyas funciones es mantener fuera del alcance de los pacientes todo contacto con la vida personal del analista. Es cierto que tanto el acceso a la información personal, como el contacto frecuente por fuera de sesión, en algunos pacientes puede disparar la oportunidad de entorpecer y hasta de hacer naufragar el desarrollo de un tratamiento; pero también puede ocurrir que este cuidado pueda y sea usado de coartada perfecta para cubrir aspectos de la vida personal de los psicoanalistas que decididamente entran en conflicto con el desempeño de la función. No sería extraño constatar que para algunos psicoanalistas resultaría bastante dificultoso seguir sosteniendo su función si los pacientes conocieran un poco más de su vida personal.
¿Hay una separación absoluta entre la vida personal de un analista y el desempeño de su función? Yo creo que no. Para empezar recordemos que Freud estableció que la principal condición para ser analista es haber realizado un extenso análisis. Y todo análisis siempre es personal. Esto posibilita liquidar represiones y acceder a una nueva disposición deseante. Esto, que dicho así suena teórico, tiene sin embargo traducción directa en la vida cotidiana. Por ejemplo: ¿puede ser buen psicoanalista quien sueña con llegar a tener una casa en Cariló y una lujosa camioneta 4x4? ¿Da lo mismo ver el mundo y vivir la vida desde el cinismo posmoderno que desde las 20 verdades de la doctrina peronista? ¿Da lo mismo considerar a la praxis psicoanalítica como un medio de ganarse la vida, como una profesión liberal, o bien considerarla una praxis revolucionaria o un apostolado por la verdad? 
            No podemos ser neutrales. La misma idea y exigencia de neutralidad ya no es neutral. La pretensión de estar más allá de las ideologías en verdad es una ilusión pues, por más que nos obstinemos en negarlo, no podemos dejar de encarnar y transmitir una ideología, si por ideología entendemos no meramente una sistema consciente de representaciones (cosmovisión) sino una forma concreta de vivir. La tarea, entonces, no consiste en alcanzar un grado de supuesta objetividad y neutralidad que esté más allá de toda duda y parcialidad, sino en que, aceptando que encarnamos posiciones diferentes a las de otros, podamos mantenernos abiertos en constante revisión, elaboración y decisión de nuestro propio lugar.  
   
2.- ¿Qué dificultades encuentra en la aplicación de estos conceptos en la clínica actual? Si lo pensamos de otra manera, ¿qué cuestiones de la práctica clínica es necesario revisar?
Es necesario revisar el concepto «abstinencia» del analista, especialmente la idea tan extendida y arraigada de la supuesta necesidad de mantener la ya mencionada separación tan tajante entre la función y la vida personal del analista, separación que la mayoría de las veces se confunde con mantener una «distancia operativa». Esta separación tajante puede ser necesario y operativa en muchos casos y momentos en los tratamientos con neuróticos, pero es totalmente inoperante en el tratamiento con psicóticos y bordelines, y en el tratamiento con neuróticos, en muchos casos y momentos, también se vuelve un obstáculo.
Este no es un asunto que teóricamente se piense mucho (en realidad casi no se lo piensa), y cuando se impone decir algo al respecto, es rápidamente despachado con la repetición de un dogmatismo ramplón y osificado. Por el lado práctico la cosa no mejora nada, pues la separación de la función y de la vida personal del analista se sostiene más como un ritual obvio y sin alma, como ya establecido para siempre (como tantos otros: el uso del diván, el tiempo de sesión, etc.), que de una manera espontánea y creativa. Se ha llegado a tal punto de vaciamiento conceptual que la propia seriedad del psicoanalista se identifica con la exactitud en la repetición meticulosa de estos mecanismos externos y burocratizados, cuando en realidad funcionan exactamente a la inversa, como armadura protectora contra la angustia que emerge cuando el analista debe sostener su función no desde esos ceremoniales sino desde su propia praxis deseante.           
Como decía, el psicoanálisis con psicóticos y borderlines se hace imposible si se mantiene esta separación de manera tajante, al punto de volverse artificiosa y forzada no sólo a los ojos del paciente sino a los de cualquiera que mire de manera espontánea y natural. En estos tratamientos, los avatares del devenir deseante de los pacientes no circulan por los carriles simbólicos como en los neuróticos, sino que se juegan en el entresijo de las relaciones actuales de todo tipo: personales, familiares, sociales, terapéuticas, etc. Por esta razón, o se supera la oposición entre vida personal y función analítica, o no es posible sostener la función de analista desde la misma praxis psicoanalítica, es decir, desde un lugar que no delegue la responsabilidad terapéutica en ningún otro lado, ya sea en una maquinaria institucional manicomial (pública o privada) como en el escudo burocratizado del “encuadre”. Y en esto no se debe andar con vueltas: si los psicoanalistas no damos un paso adelante y nos hacemos cargo de alojar actualmente al psicótico o borderline en nuestro dispositivo, lo que hacemos en verdad es entregarlos atados de pies y manos a la psiquiatría más retrógrada, por mucho que nos pese y por más que despotriquemos contra ella.

3.- ¿Puede ejemplificar lo anterior con alguna situación clínica?
Hace dos meses comencé a atender un muchacho de 23 años, último de 9 hijos de una familia campesina pobre del interior. Cuando nació, en un crudo invierno, fue dejado desnudo durante horas sobre una piedra para que muriera. Pero sobrevivió. Desde que tiene dos años vive en Buenos Aires con la mayor de sus hermanas, a quien llama “mi vieja”. A duras penas terminó el colegio primario y después pasó su corta vida atrincherado en su casa. Desde los 12 años realiza rituales que le insumen varias horas por día. No tuvo ni tiene amigos, y la relación con su familia (la “vieja”, su esposo y un hijo de 16 años) es pobre y superficial. Nunca hizo una consulta. Pocos meses atrás comenzó a trabajar en un delivery de pizzería; conoció una chica, se enamoró y no fue correspondido. Esto lo devastó. A raíz de ello hizo un intento de suicidio, colgándose de una viga del techo; pero la poca altura y el perro de la casa, quien dio aviso, frustraron el intento. A pesar del fracaso, siguió sosteniendo la idea de matarse. En ese momento recién había transcurrido un mes de tratamiento y, ante el evidente riesgo, con la psiquiatra del equipo[4] consideramos la alternativa de internarlo. Así se hubiera procedido de acuerdo a las exigencias médico-legales vigentes y resguardado jurídicamente el accionar profesional, pero ¿qué ganaba el paciente con ello? En verdad casi nada, pues habría salido a los pocos días en peor situación de la que ya estaba. La internación garantizaba que no se matara por medio de una maniobra puramente mecánica, externa y, además, momentánea. ¿Y después?  
En estos casos se hace imprescindible establecer con el paciente un vínculo lo más rápido, fuerte y estrecho posible, un vínculo terapéutico que le ofrezca hospitalidad y un alojamiento efectivo en el mundo, para recién después ver cómo seguir construyendo y desplegar su forma de estar en el mundo. Hay que ponerse a disposición del paciente. El intento de ahorcamiento lo hizo un viernes por la tarde. De inmediato me llama la “vieja”. Suspendo consultas programadas y voy a su casa para acompañarlo y evaluar la situación. Percibo que el intento en verdad es una puesta a prueba de cuál es mi relación con él. Le planteo que voy a quedarme una hora con él ahí pues debo seguir atendiendo, pero que me llame cuando lo necesite y que nos podemos ver en cualquier momento. Durante ese fin de semana hablamos varias veces por teléfono. El sábado a la noche, en medio de una leve crisis, fuimos a comer un choripán a la costanera sur y a hablar de lo que le estaba pasando: veintitrés años encerrado y, cuando comienza a salir, pasan cosas, buenas y malas, dolorosas y lindas, etc.; que en realidad no viene viviendo, que no le queda otra que enfrentar la vida o matarse; que matarse sin nunca haber intentado vivir en serio más que una cobardía es una zonzera. Durante la semana siguiente nos vimos varias veces y hablamos mucho más; comenzó a frecuentar todas las tardes LA PUERTA, se acercó a otros pacientes que frecuentan el lugar y se hizo habitué del Club de Salud. A los quince días podía verse que el vínculo buscado se había establecido, la “vieja” lo apoyaba de manera firme y cariñosa y yo quedaba como figura paterna sustituta. De ahí en más comenzaba otra etapa del tratamiento, de análisis de las posibilidades, límites y conflictos que se despliegan a partir de esta situación. Pero eso ya es otro capítulo.       



[1] Publicado en revista TOPIA.
[2] J.LAPLANCHE, J-B PONTALIS, Diccionario de psicoanálisis, Ed. Labor.
[3] ¿Estos gestos y formas de ser, forman parte de la comunicación inconsciente? De ser así, estaríamos concibiendo lo inconsciente de una manera que no se reduciría a lo intrapsíquico individual sino de otra que contempla lo reprimido y renegado socialmente.
[4] El dispositivo analítico para el trabajo con crisis, psicosis y otras perturbaciones severas no es posible si no se realiza desde un equipo interdisciplinario. Desde hace muchos años coordino un equipo que incluye psicoanalistas, psiquiatras, psicólogos sociales y acompañantes terapéuticos, y desde el 2007 dirijo el Centro de pensamiento, arte y salud LA PUERTA, donde también funciona un Hospital de Día y un Club de Salud, además de diversos talleres, cursos y espacios de pensamiento y arte a los pueden asistir los pacientes.

SEMIOLOGÍA Y LINGÜÍSTICA